Deudas y dolores

Philip Roth

Fragmento

Toda realidad tiene un carácter mortalmente serio; y es la moral misma la que, fundiéndose con la vida, nos impide guardar fidelidad a nuestra juventud, no manchada por ninguna realidad.

THOMAS MANN,

Relato de mi vida

Los hombres nos deben lo que imaginamos que nos darán. Debemos perdonarles esa deuda.

SIMONE WEIL,

La gravedad y la gracia

Pudiera ser que una vida sea un castigo

por otra; como la vida del hijo por la del padre. Pero eso concierne a los personajes secundarios. Es una tragedia fragmentaria

dentro del todo universal. Al hijo

y al padre también los consume por igual,

a cada uno, la necesidad de ser

sí mismo, la inalterable necesidad

de ser este inalterable animal.

WALLACE STEVENS,

«Esthétique du mal»

UNO. DEUDAS Y DOLORES

UNO

DEUDAS Y DOLORES

1

Querido Gabe:

Los medicamentos me ayudan a sostener la pluma. A veces tengo la sensación de que la enfermedad está localizada totalmente en las manos. Quería escribir, pero no dictándole a tu padre, al lado de mi cama. No quiero susurrarle luego mensajes de última hora. Entre el pánico y la dificultad para respirar, tendré demasiada influencia. Ahora tu padre se inclina una y otra vez sobre la cama. Me hace una corta visita tras haber atendido a cada paciente y me dice qué tiempo hace ahí fuera. Ni una sola vez admite que le he hecho una injusticia al ser su esposa. Me coge de la mano cincuenta veces al día. Nada de esto cambia lo que ha sucedido… la injusticia está hecha. Toda la desdicha de nuestra familia procede de mí. Por favor, no eches la culpa a tu padre por mucho que te haya estimulado a hacerlo en el transcurso de los años. Desde pequeña siempre quise «ser muy decente con el prójimo». Otras chicas querían ser enfermeras y pianistas. Eran menos hipócritas. Yo era más lista, pronto elegí una virtud y me atuve a ella. Siempre hacía cosas por el bien ajeno. Durante el resto de mi vida pude avasallar a la gente con la conciencia tranquila. Lo único que quiero decir ahora es que no quiero decir nada. Quiero prescindir de la prerrogativa concedida a los moribundos normales. El motivo de que te escriba es decirte que no tengo instrucciones que darte.

Tu padre vuelve a entrar. Trae tres clases de zumos de fruta. Es a él a quien debería confesar todo esto, Gabe. No me condenará hasta que yo lo haga primero. A lo largo de nuestro matrimonio he mejorado su vida, con mi prepotencia, avasallándole. Ah, qué decente, qué decente. No puedo sostener la pluma, cariño

No llegó a firmar la carta. La pluma se le deslizó entre los dedos, y cuando la enfermera del turno de noche entró de servicio ya no era necesaria. Sin embargo, mi padre, obediente hasta el fin, metió la carta en un sobre y, sin examinarla primero, la envió por correo. Por entonces yo era alférez de artillería, me encontraba destinado en una impenitente zona desértica de Oklahoma, y mi única relación con el mundo de la sensibilidad no era el mundo en sí sino Henry James, a quien últimamente había empezado a leer. Las noches de Oklahoma y las emisoras de radio del sudoeste me habían empujado a un aislamiento en el que mi concentración era lo bastante precisa para prestar atención por fin a las complicaciones del viejo maestro. Durante toda la jornada oía el estruendo de los cañones, y por la noche leía las palabras de unos héroes y heroínas que se inducían mutuamente a tener un destino complejo y a menudo trágico. A comienzos del verano en que fui llamado a filas, el año siguiente al de mi graduación universitaria, había pasado mi último mes y medio como civil recorriendo Europa. Estuve una semana en casa de una amiga de mi madre que vivía en Londres, donde su marido tenía contacto con la embajada norteamericana. Recuerdo que, sentado con su amiga en una pequeña iglesia de Chelsea, tuve que oírle contar innumerables incidentes de la infancia de mi madre. La señora me había llevado allí para que viera una placa conmemorativa poco conocida dedicada a James. No fue aquel un día especialmente satisfactorio, pues a la mujer le gustaba de veras la idea de ponerse unos guantes blancos y largos y mostrarle a un muchacho de Harvard los recovecos culturales mucho más de lo que a ella le gustaban los recovecos en cuestión. Pero recuerdo, en efecto, las palabras grabadas en aquella pequeña placa ovalada. Decía de James que era el «amante e intérprete de los sutiles y gratos aspectos de valientes decisiones».

Sucedió, pues, que cuando recibí la carta que mi madre había escrito y mi padre enviado por correo, yo estaba leyendo Retrato de una dama, y coloqué entre las páginas del libro el sobre y la hoja con una prosa apenas legible. Cuando regresé del funeral, y en las semanas siguientes, leí y releí la carta tan a menudo que la encuadernación del volumen se aflojó. Lleno de pesar y confusión, me prometí que no realizaría actos de violencia contra la vida humana, ni contra la del prójimo ni contra la mía propia.

Había transcurrido un año cuando le presté el libro a Paul Herz, que parecía un joven atribulado que estaba perdiendo rápidamente contacto con sus propios sentimientos; era como si también oyera el estruendo de los cañones durante el día entero. Estábamos en otoño de 1953, el año en que me licencié del ejército, y los dos éramos estudiantes graduados en la Universidad de Iowa. En aquel entonces Paul vestía todos los días de la misma manera: pantalones caqui raídos alrededor del bolsillo posterior, una camiseta blanca de mangas amorfas, zapatillas de tenis y, de vez en cuando, calcetines. Siempre iba corriendo, el detalle que me llevó a fijarme en él, y

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