Araceli

Elsa Morante

Fragmento

cap-1

Mi madre era andaluza. Por una de esas cosas del azar sus padres, el uno y la otra, tenían el mismo apellido, Muñoz. Así pues, ella, según la usanza española usaba sus dos apellidos Muñoz Muñoz. Su nombre de pila era Araceli.

Yo me parecía a ella en la tez y en los rasgos, mientras que el color de los ojos me venía de mi padre (italiano de Piamonte). Del tiempo en que yo aún era hermoso suena en mis oídos una coplilla típica de las noches de plenilunio que siempre me sabía a poco. Y ella me la repetía alegre, levantándome hacia la luna, como si quisiera presumir de mí ante una hermanita gemela que yo tuviera en el cielo.

Luna lunera

cascabelera

los ojos azules

la cara morena.[1]

Esta y otras coplillas semejantes del mismo repertorio, compañeras de mi breve edad feliz, son de los pocos testimonios que me quedan de su cultura originaria. De su tierra natal ella hablaba poco o nada en nuestra casa de Roma, encerrándose rápida a las primeras alusiones en una esquivez defensiva. Del mismo modo que les sucede a ciertos harapientos, que adquieren un doble orgullo cuando son ascendidos a las «altas esferas», ella era la primera que asumía hacia su propio pasado en determinadas circunstancias un duro desprecio mundano y hasta esnob, contagiado, sin remedio, de una tosca vergüenza, pero mezclado siempre, hasta dentro de sus entrañas, a unos celos feroces que vedaban a los extraños su pequeño territorio, como una propiedad consagrada a los Muñoz Muñoz.

Pero en aquellas actitudes suyas, recelosas y avaras, increíblemente parecía vislumbrarse su país como una especie de pedregal desértico, agostado por un viento africano, en el que brotaban matorrales que solo daban espinas y en el que la hierba recién nacida moría de sed. Al oírla, mi tía Raimonda, llamada Monda (hermana de mi padre), abría los ojos maravillada, pues en su opinión España (y con mayor razón Andalucía) debía de ser toda ella un jardín de naranjos, jazmines de Arabia, rosales, ferias pascuales, faldas de volantes, guitarras y castañuelas. Sin embargo, con su habitual discreción, la tía Monda no insistía con demasiadas preguntas. En efecto, acerca de las raíces familiares de mi madre y de su existencia prenupcial de virgen pueblerina, en nuestra casa se hallaba vigente una especie de honorable secreto de Estado, cuyo único depositario legítimo era mi padre, y la tía Monda nada más que una simple albacea con funciones reservadísimas y limitadas a lo estrictamente necesario. En realidad, se trataba de un secreto obligado y nada tenebroso en sí mismo, pero la fantasía infantil no puede imaginarse un secreto sino cubierto de tinieblas o circundado de esplendores que pueden desvanecerse en cuanto el arcano se encuentra con la luz. Y así, naturalmente, yo dejaba que nuestro secreto permaneciera inviolado, semejante a un tesoro exótico cuya clave oculta yo renunciaba a buscar. A lo largo del breve curso de mi vida en familia (concluida para mí en la primera adolescencia) solo me llegaron de él noticias casuales y fugaces, sobre las cuales (especialmente la tía Monda) se pasaba como sobre ascuas. Claro que si yo hubiera tenido una mente más empírica, semejantes reticencias me habrían estimulado a una investigación personal, aunque fuera mínima, pero dichas reticencias se aliaban con mi ya clara inclinación natural, más proclive a las visiones que a las indagaciones. Así pues, dejaba que los varios indicios sobre la prehistoria de mi madre se cancelasen ante mí apenas aparecían, lo mismo que esos hilos luminosos que relampaguean bajo los párpados en la oscuridad. De ciertos chismorreos de nuestra servidumbre o de algunos curiosos, me apartaba con desapego instintivo, casi aristocrático, a menudo ensombrecido por un feroz aire de amenaza. Allí estaba yo, solo, defendiendo no solo la celosa propiedad de mi madre contra toda indiscreción vulgar, sino también las abiertas e infinitas llanuras de la ignorancia contra toda frontera.

Además, por su parte, mi propia madre, desde los tiempos de nuestra intimidad exclusiva, me había dejado en mi ignorancia. Acaso sentía que yo, como ella de mí, también lo sabía todo de ella sin saberlo. Su historia me había sido transmitida desde que empecé a crecer en su seno a través del mismo mensaje cifrado que había transmitido desde su piel hasta la mía el color moreno. Por tanto, habría sido en vano intentar una traducción terrestre de cuanto yo llevaba, congénito, dentro de mí, ya grabado en un fabuloso código propio.

Ella disfrutaba describiéndome confidencialmente algunas maravillas especiales dejadas en su casa, en su país; todas ellas más o menos parientes de aquellas famosas coplillas tan bien conocidas por mí, e igualmente seductoras para mí. Con la gran pompa de una reina que hace gala de su propio linaje, me describía, por ejemplo, a su cabra Abuelita (llamada así por ser abuela de otra cabra pequeña, una huérfana de nombre Saudade) y a su gato Patufé («rojo como el oro») y a una viejecita vecina suya, milagrosa, de nombre Tía Patrocinio..., etcétera. Pero sobre todos sus vecinos, paisanos y deudos, sobre todo el pueblo andaluz y español, campeaba su único hermano Manuel, llamado también Manolo y Manuelito. Este tío mío (destinado a serme siempre desconocido) era menor que ella en edad, pero ella le guardaba la consideración de un verdadero y gran primogénito. Por lo que se adivinaba, debía de haber sido de estatura pequeña, como ella, pero su genio y su valor lo engrandecían a los ojos de su hermana hasta una digna medida viril. «Es más alto que yo», decía ella alzando la mano un palmo más arriba de su propia cabeza, como queriendo significar con ello una altura insólita; y yo, desde mi pequeñez, seguía la dirección de su mano con la mirada reverencial de quien mira la cima del Everest. En cuanto hablaba de su hermano —aunque solo lo nombrase—, su voz vibraba de notas festivas y sacrales que iban de la canción de corro infantil al aleluya. E inmediatamente, mi garganta, sacudida por un temblor, repetía las mismas notas en una risa enamorada que sonaba como un coro de laúdes. Yo creo que en la naturaleza no existe un solo muchachito o niño que desde sus primeras aventuras no haya elegido —o mejor, reconocido— a su propio «héroe». Venido a él desde las historias, de los cuentos, de los mitos o de la actualidad concreta o incluso de la publicidad, su héroe podrá encarnarse en Bonaparte, en el burgundio Sigfrido, en el chino Mao, en Caín, en Belcebú, rey de los Infiernos, en Casanova, en Hamlet, en el Mahatma Gandhi, en un as del balón, en un galán de cine o en un personaje de tebeo..., y se da por supuesto que podrá transmutarse variadamente con el variar de las suertes, de los climas y de las modas. Es más, esto suele ser el caso más común, pero no era el mío. Mi héroe fue y sigue siendo, aún hoy, siempre uno: mi tío Manuel, desde el día en que por primera vez tuve noticia de él. Según mis cálculos posteriores, en aquella época Manuel debía de tener unos trece años y yo unos diez menos. Y supongo que debo, al menos en parte, a esa edad mía, mínima y cascabelera, el favor especial con que me dignó Araceli al hacerme único depositario y confidente de sus propios alardes privados y, en primer lugar, de las hazañas y hermosuras de su Manuel. Que yo sepa, ella no extendía tal favor a nadie más fuera de mí, un niño. ¡A nadie más, ni siquiera a mi padre! Pero

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos