La hora del lobo

Guillem Morales

Fragmento

1. Pesadillas

1

Pesadillas

—¿Qué hay dentro? —preguntó Miles.

—Un repelente —contestó su madre.

—¿Un repelente?

—Sí, como el que usamos contra los mosquitos.

—¿Y de qué está hecho?

Sin saber muy bien qué responder, su madre bajó la mirada y observó la botella azul que sostenía en sus manos. Para ganar tiempo la volteó hasta que sus ojos se posaron en la etiqueta, pegada torpemente, cuyo enunciado rezaba en temblorosas letras infantiles: ESPRAY ANTIMONSTRUOS. Su dedo índice la recorrió como si esperara encontrar en ella alguna información útil.

—Está hecho con un ingrediente secreto —declaró finalmente.

—¿Qué ingrediente?

—Uno que ahuyenta todo tipo de monstruos —afirmó tratando de otorgar la máxima veracidad a sus palabras.

Pero Miles se quedó inmóvil, mirándola sin parpadear. No parecía nada convencido. Angela se preguntó cómo su hijo podía ser tan desconfiado con solo nueve años. Agitó la pequeña botella azul y con un gesto pulverizó el aire con ella. No salió nada de su interior. Lo intentó de nuevo. Ni siquiera escupió una simple gota.

—Está vacía —protestó Miles.

—Qué va a estar vacía... —dijo su madre.

—¿Cuándo se usó por última vez?

—No hace mucho —respondió ella, aunque no era capaz de recordar exactamente cuándo.

—Pero no fue conmigo... —dijo Miles.

—No. Fue con Jason. —De eso Angela estaba segura.

Miles soltó un bufido.

—Entonces hace siglos de eso.

Angela parpadeó.

—No exageres, solo unos pocos años —dijo, aunque sabía que cinco eran bastantes más de los que quería recordar.

—Por eso está vacía —se lamentó Miles—, porque la terminaste con él.

Antes de que Angela pudiera responder, una voz de adolescente ronca se adelantó desde el pasillo.

—Tampoco sirvió de nada —dijo—. Esa mierda de espray antimonstruos nunca funcionó conmigo.

Otra voz, igualmente masculina pero paternal, intervino con autoridad.

—Jason, no digas palabrotas —amonestó.

—Yo solo digo la verdad.

—Si no vas a ayudar, será mejor que te vayas a la cama de una vez —ordenó la voz.

Unos pasos rebeldes se arrastraron hacia la habitación de al lado y seguidamente se oyó un portazo. Al cabo de unos segundos, la puerta hasta entonces entornada del cuarto de Miles se abrió y entró un hombre bostezando.

—Déjame intentarlo a mí —dijo su padre agarrando la botella azul de las manos de Angela.

Brian la invirtió y la agitó con fuerza. Luego accionó el pulverizador varias veces hasta que, de repente, una pequeña y mágica nube se formó en el aire a contraluz. Los ojos cansados de Miles se inundaron de esperanza. Con una sonrisa de triunfo, Brian devolvió la botella a Angela y salió de la habitación.

—Muy bien —dijo ella dirigiéndose a Miles—, ¿por dónde empezamos?

Lamentando que las oraciones antes de dormir y el atrapasueños de los nativos americanos hubieran perdido eficacia, Angela se dispuso a seguir un ritual que había sido establecido años atrás cuando Jason no era más que un niño. Se acercó primero a la ventana de guillotina, desde la cual podía verse el jardín trasero y más allá el oscuro bosque. Se había quedado atascada, entreabierta. Por suerte la temperatura en junio en esa parte de Minesota era calurosa. Angela reconoció que el hecho de que en la maldita casa no hubiera aire acondicionado había aplazado la prioridad de arreglarla, pero pensó que debían solucionarlo lo más pronto posible. Empezó a rociarla con el espray antimonstruos mientras Miles, desde la cama, seguía con atención cada uno de sus movimientos.

Luego, a petición de él, Angela también roció los rincones oscuros de la habitación donde se acumulaban coches, peluches, figuras de acción y otros juguetes olvidados. El interés de Miles había cambiado de los dinosaurios y los personajes de Star Wars a Los Vengadores. Las figuras de acción del Capitán América, Spiderman, Iron Man, Thor, la Viuda Negra y otros superhéroes ocupaban una posición honorífica en el altar de Miles.

Angela no se olvidó de rociar detrás de la puerta, tratando de no mojar el póster del equipo de los Gophers. Desde hacía medio año estaba obsesionado con ellos.

—Ahora debajo de la cama —ordenó Miles supervisando el ritual.

Angela se arrodilló con un involuntario crujido de huesos y, levantando la colcha, echó un vistazo debajo de la cama, donde yacía abandonado un calcetín desparejado, el negro con rayas amarillas que había estado buscando la última semana. Estaba demasiado cansada para recogerlo, pero anotó mentalmente su localización.

—Mamá, ¿qué ocurre? —preguntó Miles desde la cama mostrando cierto desasosiego al comprobar que su madre se había quedado paralizada como si hubiera visto algo.

—Nada —respondió Angela, y roció bajo la cama.

Cuando volvió a levantarse, Miles estaba con el brazo extendido, señalando más allá de los pies de la cama.

—No te olvides del armario —suplicó.

—El armario, por supuesto —repitió Angela.

Arrastró sus pasos fatigados hasta el tétrico armario de madera rústico. Cuando terminó de pulverizar el espacio oscuro entre el armario y el recoveco de la pared, lo abrió e hizo lo mismo con su interior. Angela pensó que debería renovar el vestuario de Miles y comprarle un par de jerséis. Cerró la puerta y se acercó de nuevo a la cama, depositó la botella azul sobre la mesita de noche junto a la última adquisición de Miles, una pequeña caja que representaba un laboratorio con la figura de Bruce Banner en su interior, dispuesto a transformarse con tan solo pulsar un botón en el increíble Hulk.

—Ahora estás completamente a salvo —aseguró su madre—. Ningún monstruo va a molestar tus sueños.

Miles le sonrió.

—Gracias, mamá.

Angela le dio un beso de buenas noches y con el agotamiento apoderándose de su cuerpo, se encaminó hacia la entrada.

—Buenas noches, cariño.

Apagó la luz y cerró la puerta, sumiendo la habitación en el silencio y la oscuridad.

Ese era el momento que Miles más temía. Cuando los ruidos y las voces familiares se apagaban, cuando la luz cedía el reinado a la oscuridad, cuando el tiempo parecía detenerse, esperando a que amaneciera de nuevo. Porque el mundo desaparecía y él se quedaba solo con su imaginación.

Miles tenía una prodigiosa capacidad de fantasear que iba más lejos de la habitual en otros niños. Podía interpretar la realidad sin estar atado a la lógica, podía soñar con los ojos abiertos. Donde los demás inventaban reglas, él modificaba realidades y creaba mundos. Donde los demás solo jugaban, él vivía esas fantasías y hacía que los demás también las vivi

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