El fondo del cielo

Rodrigo Fresán

Fragmento

Recuérdanos, recuérdame, recuerda que entonces los habitantes de nuestro planeta, de nuestro tan pequeño universo, se dividían en viajeros interplanetarios y en criaturas de otros mundos.

El resto eran, apenas, personajes secundarios.

Los anónimos constructores del cohete.

O los hombres y mujeres esclavizados por seres distantes de anatomía imposible pero que, sin embargo, misterio inexplicable, siempre hablaban a la perfección nuestro idioma.

O los humanos que practicaban la lengua de los extraterrestres y que, misterio más inexplicable aún, era tan parecida al inglés cuando lo habla un extranjero de apenas dos o tres países más allá.

Y ni astronauta ni alien eran, aún, términos de uso común. No estaban, como ahora, presentes tanto en la boca de los niños como en la de los ancianos. Esas palabras como un sabor familiar y fácil de reconocer al primer mordisco por los primeros dientes nuevos o los últimos dientes falsos.

No es, como hoy (pensar en la jerga tecnológica como nueva forma de pornografía, en la carrera armamentística y doméstica por gadgets de todo tamaño y utilidad, en los rostros y los cuerpos modificados por operaciones láser, en la vida más allá de la vida y en las existencias alternativas enredadas en la red de las pantallas de pequeñas computadoras) cuando hay días en los que me invade la sospecha de que todos los habitantes de este planeta son, sin ser conscientes de ello, escritores de ciencia-ficción.

O, por lo menos, son personajes de ciencia-ficción creados por escritores de ciencia-ficción.

Entonces, en el principio, era diferente.

Entonces, en aquella hoy vieja Nueva Era, el espacio era verdaderamente oscuro y, al mismo tiempo, página en blanco a llenar con los relámpagos de nuestras plegarias y promesas y súplicas.

Entonces nos pagaban por imaginar lo inimaginable y el futuro quedaba siempre tan lejos, a siglos, a milenios de distancia.

Y estaban los que preferían escribir sobre terrícolas trepando a cohetes para después trepar más alto aún.

Y estaban también los que optaban por el camino inverso y preferían a esos extraterrestres que llegaban aquí para arrasarlo todo perdonando a un último testigo para que lo dejara todo por escrito. Así, el fin de su historia superponiéndose y anticipándose en el principio de la nuestra con páginas desde las que instruir a aquellos que, si había suerte, llegarían más tarde para volver a empezar. Una nueva tribu de individuos de look científico –batas de laboratorio y gafas y hasta pipas siempre encendidas dentro de los trajes y cascos espaciales– edificando entre restos y despojos e intentando comprender quiénes eran todas esas estatuas sin brazos ni cabezas que alguna vez habían sido héroes o villanos. Futuros hombres amnésicos de centurias caminando entre restos inmortales, sin poder precisar lo sucedido pero imaginando tanto acerca de lo que pudo haberle pasado a los antiguos moradores de esos palacios y mausoleos y así crear, sin quererlo pero acaso sospechándolo, una nueva forma de ciencia-ficción en reversa. Una ciencia-ficción que no sería otra cosa que los mitos, los supuestos y, finalmente, la Historia. Porque la Historia de lo que fue –toda teoría novela o ensayo histórico– es también una novela de ciencia-ficción.

Lo que sucedió es algo tan fantástico como lo que sucederá. El pasado nunca deja de moverse aunque parezca algo inmóvil.

Como la nieve.

Y, sí, estaba la nieve y estaban los muñecos de nieve, los hombres de nieve.

Y estábamos nosotros –yo y Ezra– en la nieve.

Y nuestro planeta nunca es más otro planeta –nunca se siente tan ajeno y distante, nunca parece más nuevo y diferente– que luego de una nevada larga y poderosa.

Y aquel año –recuérdalo, recuérdanos así– nevó como nunca había nevado.

Y nosotros bajo la nieve, al frente de todos esos muñecos de nieve y de esa gigantesca esfera. Y era como si fuésemos nosotros, Ezra y yo, los que ascendíamos entre la nieve, detenida pero viva en la luz pálida del día recién encendido. Y era como si cada copo de nieve –diferente de los demás– fuese una estrella única. Y la nieve –ver y sentir la nieve– nos vuelve a todos poéticos y, en mi caso, un pésimo poeta.

Y una ráfaga de viento y tú en la ventana.

Y era como si el viento hubiera sido inventado nada más que para soplar entre tus cabellos y así proclamar que, aunque invisible, él también tenía forma: la forma de tu melena despeinada, en el aire de ese amanecer oscuro, era la forma del viento.

Y los copos de nieve que entonces se movieron empujados por una descarga de energía y nosotros ahí, como si habitáramos en uno de esos globos de plástico y vidrio que un ser superior, o apenas un gigante, agita para crear una tormenta blanca y prisionera.

Una tormenta que cabe en la palma de la mano que la invoca y la sostiene.

Y nosotros –yo y Ezra– ahí dentro, felizmente atrapados, entre tus dedos.

Nosotros, nosotros dos, que nos hacíamos llamar Los Lejanos y que empezábamos y terminábamos en nosotros mismos.

Aunque, sí, hubiera otros que se sentían también Lejanos –próximos a nuestra singularidad apenas plural, una singularidad tan sólo de dos– nada más que por cercanía. Por orbitar cerca nuestro hasta que inevitablemente se cansaron de hacerlo y de nuestra indiferencia y partieron a la búsqueda de atracciones más amables y camarillas más pobladas.

Y es que los dos –Ezra y yo– nos sentíamos tan diferentes. Y preferíamos considerarnos como seres distantes, de configuración familiar, pero aun así impelidos por una voluntad decididamente extranjera. La voluntad de sabernos intrusos y sujetos al mandato íntimo de viajar lejos, de cruzar el espacio, de llegar al fondo del cielo, y de dar la vuelta y regresar al punto de partida. Y recién entonces volver a un hogar que ya no reconocíamos ni nos reconocía.

Entonces, caminaríamos sin dirección por calles y parques. Nuestro linaje se habría agotado o nos resultaría imposible reconocerlo en la mezcla de nuevas sangres.

Nos habríamos convertido en extraños a los que sólo les quedaría el consuelo de escribir sobre exactamente eso: sobre no pertenecer a ninguna parte luego de haberlo visto todo.

Y seríamos felices.

Alguien afirmó alguna vez que detrás de todo escritor de cienciaficción (al menos detrás de los primeros, de los originales escritores de ciencia-ficción) había, siempre, un científico frustrado.

No estoy del todo seguro de que fuera así y ahí está el caso de Ezra: primero científico de éxito, luego agente de expediente classified y –cuando el futuro sólo le interesaba como rampa de lanzamiento hacia un pasado a modificar– por siempre escritor de ciencia-ficción frustrado.

Ezra, quien decidió renunciar a todo en nombre de la exactitud cuando tú desapareciste sin explicación lógica, luego de la nevada de aquella noche, sin siquiera dejar atrás un buen relato de despedida, una amazing story o un weird tale o un astonishing travel.

Pero me estoy adelantando sin tener del todo claro cuál es el curso de esta historia: dónde está su cabeza y dónde termina su cola sangrando por tantas heridas inflingidas por los propios colmillos.

Los Lejanos, por lo contrario, sosteníamos que detrás de todo físico o astrónomo yacía el cuerpo inerte pero no muerto –tan sólo en animación suspendida– de un contador de historias que había sucumbido a la tentación cósmica de cifras y fórmulas. Pero aun así, en el fondo de todo eso, apenas escondida, top-secret, la posibilidad cierta de un escritor a la espera de ser activado por una nerviosa clave no en la punta de la lengua sino en la punta de los dedos. Alguien que, impotente e incapaz de alcanzar el éxtasis de la especulación sin límites, acaba resignándose –simulando ese incierto orgullo de quienes quieren creerse privilegiados– a las paredes inoxidables de un laboratorio de ambiente controlado.

Un código. Una combinación de números y letras. Una fórmula. Una pesada puerta de metal que se abre con el mismo mecanismo de un libro y que va a dar a uno de esos recintos a cuyo centro sólo puede accederse mediante el uso de más y sucesivas contraseñas implantadas en las bandas magnéticas de tarjetas de acero que te guían a través de pasillos blancos vigilados por soldados sin párpados y por cámaras insomnes. Los ojos de unos y de otras clavados en un puro presente, alimentados por la paranoia de que un Apocalipsis más evolucionado y eficiente sea creado y activado en otros laboratorios o en cuevas donde se presionan otros botones para que comience el fin de todas las cosas de este mundo.

Y el desafío reside, siempre, en quién será el primero en empezar el final.

Pero mi historia, la historia de Los Lejanos, recién empieza o, mejor dicho, recién comienzo a empezarla, aquí y ahora. Me disculparán tantas palabras previas. Me excuso diciendo que son los cautelosos balbuceos de alguien que no se atreve del todo a presionar ciertos interruptores para activar ciertos recuerdos.

La memoria como esa inexplicable máquina del tiempo y el pasado como cuarta dimensión y planeta alternativo con vida un poco más inteligente que aquella que lo habita en el presente.

Y es que en el pasado –llegando allí tanto tiempo después, porque lo terrible del pasado es que sólo podemos verlo desde el futuro– todos somos más sabios.

Viajando a lo que ya fue, comprendemos sin esfuerzo y contemplamos claramente errores que, es cierto, ya no podemos ni podremos corregir. Pero al menos accedemos al premio consuelo o al desconsolador castigo de saber exactamente cómo lo habríamos hecho mejor, cómo habrían cambiado para bien los resultados de haber podido alterar ciertos factores o tomado otras decisiones. De ahí que sean muchos los que, antes de hacer uso y, tal vez, volverse adictos a la poderosa droga del pasado, optan por otra droga: la del olvido.

Y entonces, supongo, son felices habitando una eternidad de atardeceres siempre primeros y únicos.

Así, la vida durando lo que dura un día y después volver a empezar.

No es, no ha sido ni será, mi caso.

La fina percepción de los trastornos de la memoria, de las intermitencias del corazón –de las palpitaciones del tiempo que ahora se arrastra, enseguida corre y de pronto vuela– han sido, siempre, mi placer y mi privilegio y mi condena.

La memoria es un astronauta que trabaja duro para establecer relaciones duraderas entre las estrellas, muchas de ellas muertas; pero su recuerdo todavía enciende luces en un espacio que, por exterior e inalcanzable, no significa que no forme, también, parte de las tan cercanas pero igualmente inasibles nebulosas de los pensamientos. Recordar es encontrar sin dejar de buscar. No sabemos si un recuerdo es aquello que a la vez que lo recordamos lo damos por perdido o aquello que estaba perdido y que de pronto se recupera.

Y tal vez lo más curioso de todo (o quizá lo más normal; porque las distorsiones del espacio-tiempo son uno de los más habitados lugares comunes del género) es que ahora, cuando me duele la memoria con el dolor agudo y palpitante de comenzar a perderla, intento recordar por escrito lo que ya no recuerdo sin usar las manos.

Y no lo hago con el funcional y casi telegráfico idioma de la ciencia-ficción.

Me refiero a ese estilo que tiene la ausencia de estilo y donde lo que en realidad importa es la trama, la buena idea, la profecía novedosa. El interés constante en el futuro, pero con una escritura tan primitiva.

No: ahora son líneas largas y sinuosas (los paréntesis funcionando como las tenazas de crustáceos agrandados y ensoberbecidos por la acción de Rayos Épsilon) más propias de un experimental y poco experimentado caballero decimonónico en los filos del nuevo siglo.

El pasado otra vez.

El modo en que se escribía en el pasado cuando los libros contaban con todo el tiempo de sus lectores y todo el tiempo del mundo cabía en esos libros de los que costaba tanto salir; porque pasaban tantas más cosas ahí adentro que ahí afuera. Libros para uso de un lector de una era que acababa para que comenzara otra era ya dispuesta a fundar la idea y la teoría del futuro lejano.

Y, así, el novedoso y paradójico convencimiento de que, al prolongarse las vidas, el futuro no sólo podía quedar más lejos sino que, también, se podía llegar hasta él.

Así, un lector mutante, flotando entre dos estadios.

Un lector Lejano con acceso a todo.

Alguien que pronto descubriría –entre las explosiones de una Gran Guerra que supuestamente sería única y última– que no sólo el futuro se expandía sino que, además, el tiempo se aceleraba.

Alguien que –a pesar de jamás haber tenido las herramientas apropiadas para imaginar complejas máquinas teletransportadoras o autopistas galácticas con el pavimento castigado por agujeros negros– pronto era arrojado al continuum de una época de engranajes y palancas y de ingenios dispuestos a hacer lo que se le exigiese en la realidad para desobedecer y rebelarse en las ficciones.

Entonces, imagino, el aire era inflamable y los enamorados lanzaban chispas al unir sus labios, porque hasta los besos eran históricos y eléctricos. La energía estática moviéndose por todas partes y todo era, de pronto, un buen motivo para combustiones externas e internas.

Insisto: qué hago yo escribiendo estas oraciones largas y

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