Un mes en Siena

Hisham Matar

Fragmento

La puerta de Duccio

La puerta de Duccio

Después de más de tres décadas de ausencia, regresé a Libia, el lugar donde me había criado, mi país de origen, el punto del que había partido y del que me había ido distanciando cada vez más. Aquel viaje cambió de tal manera mi visión del pasado y del futuro que me sentí obligado a llevar aquellas vivencias al papel. Tres años después, una vez terminado el libro, salí del largo enclaustramiento parpadeando deslumbrado ante la luz. Fue entonces cuando tomé la decisión de viajar a Siena, cuyo patrimonio artístico me había interesado desde tiempo atrás. Sin embargo, con el viaje ya en puertas, mi mente empezó a idear pretextos para retrasar el momento; como si aquel anhelo prolongado durante tantos años hubiera provocado cierta reticencia en mí. Me las ingenié, pues, para complicar la llegada. Dado que en Siena no hay aeropuerto, consideré la posibilidad de tomar un vuelo a Florencia y recorrer a pie los alrededor de ochenta kilómetros restantes atravesando por las colinas del Chianti. Me convencí diciéndome que me ilusionaba cubrir una distancia tan larga paso a paso y, al cabo, entrar andando en la ciudad. Sin embargo, una semana antes de la partida sufrí un accidente vergonzosamente ridículo: hice un mal gesto al volverme de repente y me torcí la rodilla. El dolor era atroz. Cuando le pregunté al médico cómo podía haberme hecho tanto daño de esa forma tan tonta, me miró y dijo: «Cosas que pasan.» Luego me desaconsejó vivamente que hiciera largas caminatas. Lamenté, pues, haber reservado aquel piso en Siena. Lo había encontrado en internet tras apenas un cuarto de hora de búsqueda y ya tenía pagada la reserva.

Pese a que la rodilla no se me había curado del todo, me propuse emprender el viaje en la fecha prevista. Diana, mi mujer, decidió acompañarme y pasar un par de días conmigo. A decir verdad, lo que pretendía era asegurarse de que llegara a mi destino. Parecía haber comprendido mejor que yo lo necesario que era aquel viaje para mí. Sólo conseguimos encontrar vuelo con Swissair. Yo nací en 1970 y, aunque entonces mi familia y yo residíamos en Trípoli, durante mi infancia mis padres casi siempre recurrían a esa compañía aérea para sus viajes. Para mí hoy día sigue teniendo connotaciones de aventura y fiabilidad. Sin embargo, en el segundo tramo del viaje, durante el vuelo de Zúrich a Florencia, justo cuando sobrevolábamos los picos nevados de los Alpes, con sus espectaculares quebradas horadadas por torrentes negros y estrechos de nieve fundida, el avión de pronto dio media vuelta y enfiló en dirección contraria. Al cabo de unos minutos el capitán se dirigió al pasaje y nos comunicó que debíamos regresar a Zúrich debido a una avería mecánica. No dio más explicaciones. Según mis cálculos, en aquel momento nos quedaban alrededor de cuarenta minutos para llegar a Florencia, pero regresar a Zúrich nos iba a llevar media hora. ¿Qué podía haber ocurrido para determinar que el aparato no estaba en condiciones de cubrir esos diez minutos de más? Diana me agarró la mano. Yo bromeé sobre lo agradable que sería pasar unos días en los Alpes. Ella esbozó una sonrisa y no replicó. El avión iba lleno y cuando de pronto experimentó una ligera sacudida, algunos pasajeros no lograron contener un murmullo de pánico. Una mujer rompió a llorar. El resto del pasaje mantuvo la calma y el silencio. Recuerdo que pensé que no me importaba morir —tarde o temprano habría de suceder—, pero que aún no estaba preparado, que morir en ese momento hubiera sido un desperdicio después de todo el tiempo que llevaba tratando de aprender a vivir.

Cuando el avión aterrizó en Zúrich, varios compañeros de viaje prorrumpieron en aplausos. Diana y yo comimos algo insulso en el aeropuerto mientras hacíamos tiempo para la conexión con el siguiente vuelo, que no habría de dejarnos en Florencia hasta la noche. Cuando llegamos allí fuimos al centro para picar algo y conseguimos tomar el último autocar con destino a Siena. Nos reímos del largo periplo: habíamos tardado el mismo tiempo en viajar de Londres a Florencia que si hubiéramos volado a la India. El autocar circuló en la oscuridad. Caían unas gotas y al final la lluvia derivó en una tromba de agua espectacularmente hermosa que azotó las ventanillas. Tras una curva, el conductor de pronto hizo un brusco viraje y se detuvo en el arcén, donde acababa de ver otro autocar averiado. Junto a la cuneta, el conductor nos hacía señales con una linterna. Detrás de él, hombres, mujeres y niños, apiñados bajo unos paraguas, aguardaban de pie, con los equipajes al lado. Los dos conductores intercambiaron unas palabras y algunos pasajeros del autocar averiado subieron al nuestro. Como apenas quedaban asientos libres, el pasillo enseguida se llenó. Sus ropas desprendían el olor húmedo y dulzón de la lluvia. Algunos cedimos nuestros asientos a los mayores. Luego los dos conductores se enzarzaron en una discusión acalorada: en nuestro autocar ya no cabía un alma; además, el conductor del otro autocar debería haber ido con más cuidado. Cuando reemprendimos la marcha, observé que el morro del otro autocar se había empotrado por completo en el grueso guardarraíl de acero que separaba la carretera del precipicio. Cada vez que tomábamos una curva, los pasajeros que íbamos de pie nos balanceábamos adelante y atrás como si ejecutáramos una danza fúnebre.

En ese momento, el viaje en general me pareció una idea pésima. ¿Por qué me había empeñado en seguir adelante con él? En 1990, cuando tenía diecinueve años y todavía era estudiante universitario en Londres, me había quedado misteriosamente prendado de esa escuela pictórica sienesa que abarca los siglos XIII, XIV y XV. Aquel mismo año había perdido a mi padre. Estando exiliado en El Cairo, una tarde lo secuestraron, lo cargaron como un fardo en un avión no registrado y lo devolvieron a Libia. Allí lo encarcelaron y, gradualmente, como la sal que se disuelve en el agua, consiguieron hacerlo desaparecer. Poco después de aquel suceso, por razones que todavía hoy no he logrado esclarecer, adopté la costumbre de visitar la National Gallery londinense durante la pausa del almuerzo; iba por allí a diario y pasaba prácticamente toda la hora contemplando una pintura determinada. Cada semana escogía un cuadro distinto. Incluso ahora, tras más de un cuarto de siglo sin haber encontrado rastro alguno de mi padre, sigo contemplando los cuadros del mismo modo, uno por visita. Es una forma de mirar que me ha reportado grandes beneficios. Una pintura cambia en el transcurso de su contemplación, de un modo impensable además. He descubierto que el acto de mirar requiere tiempo. Ahora tardo varios meses en poder pasar al siguiente cuadro; a veces incluso me demoro todo un año en su contemplación. Durante ese espacio de tiempo el cuadro adopta una ubicación no sólo mental sino también física en mi vida.

Fue al principio de adquirir esa costumbre cuando me topé con las pinturas de la escuela de Siena. En un principio no sabía cómo abordarlas. Achacaba esa incapacidad mía al hecho de que su estructura, por lo general simétrica, y su forma directa de interpelarte se me antojaban una afrenta o una provocación. Aquellas pinturas su

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