La encantadora de Florencia

Salman Rushdie

Fragmento

1 EN LA POSTRERA LUZ DEL DÍA, EL LAGO RESPLANDECIENTE

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EN LA POSTRERA LUZ DEL DÍA, EL LAGO RESPLANDECIENTE

En la postrera luz del día, el lago resplandeciente al pie de la ciudad-palacio parecía un mar de oro fundido. Un viajero que pasara por allí al ponerse el sol –ese viajero, que pasaba por allí, ahora, por el camino a orillas del lago– acaso creyera estar acercándose al trono de un monarca tan fabulosamente rico que podía permitirse verter parte de sus tesoros en una gigantesca hondonada para encandilar y sobrecoger a sus invitados. Y a pesar de su gran tamaño, el lago de oro debía de ser solo una gota extraída del mar de una fortuna mayor… ¡la imaginación del viajero no empezaba siquiera a abarcar la magnitud de ese océano madre! Y no había guardián alguno en la orilla del agua dorada. ¿Tan generoso era, pues, el rey que permitía a todos sus súbditos, y quizá incluso a los forasteros y visitantes como el propio viajero, extraer del lago esa merced líquida sin impedimento alguno? Ese sería ciertamente un príncipe entre los hombres, un verdadero Preste Juan, cuyo reino perdido de cantares y fábulas contenía prodigios imposibles. ¿Quizá (infería el viajero) la fuente de la eterna juventud se hallaba dentro de las murallas de la ciudad, o quizá incluso estaba a un paso de allí la legendaria puerta del Paraíso en la Tierra? Pero entonces el sol se escondió tras el horizonte, y el oro se sumergió bajo la superficie del agua y se perdió. Sirenas y serpientes lo guardarían hasta que despuntase el alba. Entretanto, el agua sería el único tesoro al alcance de la mano, dádiva que el viajero sediento aceptó agradecido.

El forastero viajaba en una carreta tirada por un buey, pero en lugar de ir sentado en los bastos almohadones del interior permanecía de pie como un dios, sujeto, tan campante, al adral de rejilla. La marcha de una carreta de dos ruedas distaba mucho de la estabilidad, sumándose a las veleidades del camino las sacudidas y el continuo zarandeo al ritmo de las pezuñas del animal. Un hombre de pie podía fácilmente caerse y partirse el cuello. Así y todo, el viajero iba de pie, en apariencia despreocupado y contento. Hacía ya rato que el carretero había desistido de darle voces, al principio tomando al forastero por necio: si quería morir en el camino, allá él; en este reino, nadie se compadecería. Con todo y con eso, el desdén del carretero no tardó en dar paso a una remisa admiración. Aquel hombre bien podía ser un necio, cabía decir incluso, si a eso fuéramos, que tenía la cara en exceso hermosa de un necio y, como un necio, vestía de manera poco apropiada –un ropón de cuero hecho de rombos multicolores, ¡con semejante calor!–, pero mantenía un equilibrio impecable, muy digno de verse. El buey avanzaba con paso cansino, las ruedas de la carreta tropezaban en baches y piedras, y aun así aquel hombre, allí de pie, apenas oscilaba y, de algún modo, conseguía lucir un porte airoso. Un necio airoso, pensó el carretero, o acaso no fuera necio en absoluto. Quizá fuera un hombre a quien tomar en cuenta. Si algún defecto tenía, era el de la ostentación, el de pretender no ser solo él mismo, sino también una interpretación de sí mismo, y, pensó el carretero, por estos pagos todo el mundo es un poco así, o sea que tal vez este hombre no nos sea tan ajeno después de todo. Cuando el pasajero mencionó su sed, el carretero, sin más ni más, fue a la orilla del lago a recoger agua en una vasija, una calabaza vaciada y barnizada, con la que dar de beber a aquel individuo, y se la acercó para que la cogiese, como si fuera un aristócrata merecedor del servicio.

–Os quedáis ahí como un gran señor y yo salto y vuelo a vuestras órdenes –dijo el carretero con expresión ceñuda–. No sé por qué os trato tan bien. ¿Quién os da derecho a mandarme? Es más, ¿qué sois? Un noble no, eso se cae de su peso, o no iríais en esta carreta. Así y todo, os dais aires. Debéis de ser, pues, un tunante.

El otro echó un largo trago de la calabaza. El agua le resbaló por las comisuras de los labios y quedó suspendida de su mentón afeitado como una barba líquida. Al final, devolvió la calabaza vacía, exhaló un suspiro de satisfacción y se enjugó la barba.

–¿Qué soy? –preguntó como si hablara para sí pero empleando la lengua del propio carretero–. Soy un hombre con un secreto, eso soy: un secreto reservado para los oídos del emperador.

El carretero salió de dudas: el individuo sí era, al fin y a la postre, un necio. No había necesidad de tratarlo con respeto.

–Guardaos vuestro secreto –dijo–. Los secretos son para los niños, y para los espías.

El forastero se apeó de la carreta frente al caravasar, donde concluían y se iniciaban todos los viajes. Era de una estatura sorprendente y cargaba un maletín.

–Y para los brujos –dijo al carretero–. Y también para los amantes. Y los reyes.

En el caravasar todo era trasiego y bullicio. Unos animales recibían atención –los caballos, los camellos, los bueyes, los asnos, las cabras–, mientras que otros, los animales indómitos, corrían a sus anchas: monos chillones, perros que no hacían compañía a ser humano alguno. Estridentes cotorras estallaban en el cielo como fuegos de artificio verdes. Los herreros se ocupaban de lo suyo, y también los carpinteros, y en las cererías de las cuatro esquinas de la enorme plaza había hombres planeando sus viajes, aprovisionándose de víveres, velas, aceite, jabón y cuerda. Culíes con turbante, camisola roja y dhoti corrían sin cesar de acá para allá con fardos en la cabeza de tamaño y peso inconcebibles. Se veía, en conjunto, mucha carga y descarga de género. Allí encontraba uno cama para la noche a buen precio; eran camas de cuerdas y armazón de madera, con colchones de erizado pelo de caballo, dispuestas en filas marciales sobre las azoteas de los edificios de una sola planta que circundaban el enorme patio del caravasar, camas donde un hombre podía yacer y alzar la vista al firmamento y creerse divino. Más allá, al oeste, se extendían los rumorosos campamentos de los tercios del emperador, que acababan de regresar de las guerras. El ejército no estaba autorizado a entrar en el recinto palaciego, sino que debía quedarse allí, al pie del cerro real. Un ejército ocioso, recién llegado de la batalla, tenía que tratarse con cautela. El forastero pensó en la antigua Roma. Un emperador no confiaba en más soldados que los de su guardia pretoriana. El viajero sabía que para la cuestión de la confianza debía buscar una razón convincente. Si no, su muerte sería rápida.

No lejos del caravasar, una torre tachonada de colmillos de elefante señalaba el camino hacia la puerta de acceso a los palacios. Todos los elefantes eran propiedad del emperador, y este, engastando los dientes en una torre, demostraba su poder. ¡Andaos con cuidado!, anunciaba la torre. Estáis entrando en los dominios del Rey de los Elefantes, un soberano tan rico en paquidermos que puede despilfarrar las protuberancias dentales de un millar de bestias solo para decorarme. En la exhibición de

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