Tierras de poniente

J.M. Coetzee

Fragmento

cap

Me llamo Eugene Dawn. No puedo hacer nada al respecto. Empiezo, pues.

1

Coetzee me ha pedido que revise mi ensayo. Se le atraganta. Lo quiere más fácil de digerir, en caso contrario lo quiere ver eliminado. Y también me quiere quitar de en medio, me doy cuenta. Me estoy armando de valor contra ese hombre poderoso, genial y ordinario, tan completamente desprovisto de visión. Le temo y desprecio su ceguera. Me merecía algo mejor. Heme aquí sometido a un director, un tipo ante el cual mi primer instinto es arrastrarme. Siempre he obedecido a mis superiores y he estado encantado de hacerlo. No me habría embarcado en el Proyecto Vietnam de haber imaginado que acabaría entrando en conflicto con un superior. El conflicto trae infelicidad, y la infelicidad envenena la existencia. No soporto la infelicidad, lo que yo necesito es paz y amor y orden para mi trabajo. Necesito mimos. Soy un huevo que necesita estar en el más mullido de los nidos bajo la más paciente de las ponedoras antes de que se agriete mi cascarón liso y poco prometedor y emerja mi tímida vida secreta. Se me tiene que tratar con indulgencia. Rumio, soy un pensador, una persona creativa, alguien que no carece de valor para el mundo. Lo normal sería que Coetzee me entendiera mejor, pues tendría que estar acostumbrado a tratar con gente creativa. Habiendo sido él también un creador en el pasado, ahora es una persona creativa fracasada que vive de segunda mano a expensas de los verdaderos creadores. Su reputación se la ha labrado gracias al trabajo de los demás. Y aquí lo han puesto a cargo del Proyecto Vida Nueva sin que él sepa nada del Vietnam ni de la vida. Me merezco algo mejor.

El enfrentamiento de mañana me produce inquietud. Los enfrentamientos se me dan mal. Mi primer impulso es rendirme, aceptar a mi antagonista y hacer todas las concesiones posibles con la esperanza de que me ame. Por suerte, desprecio mis impulsos. La vida de casado me ha enseñado que toda concesión es una equivocación. Cree en ti mismo y tu oponente te respetará. Aférrate al mástil, si es que esa es la metáfora adecuada. La gente que cree en sí misma es más merecedora de amor que la gente que duda de sí misma. La gente que duda de sí misma no tiene alma. Yo estoy haciendo lo que puedo para fabricarme un alma, aunque sea al final de la vida.

Tengo que recobrar la compostura. Creo en mi trabajo. Soy mi trabajo. Ya hace un año que el Proyecto Vietnam ha sido el centro de mi existencia. No tengo ninguna intención de dejar que me saquen de él antes de tiempo. Pienso decir la mía. Por una vez en mi vida tengo que estar preparado para plantar cara.

No tengo que infravalorar a Coetzee.

Esta mañana me ha llamado a su despacho y me ha hecho sentarme. Es un hombre campechano, de esos que comen filete todos los días. Sonriente, se ha puesto a pasear por su despacho, elaborando una apertura, mientras yo, girando a derecha e izquierda, hacía lo que podía para dirigir mi cara hacia él. He rechazado el café que me ha ofrecido, pues soy de esos que con cafeína en las venas se ponen a temblar y a establecer compromisos eufóricos.

No digas nada de lo que te puedas arrepentir más tarde.

Para la entrevista he puesto la espalda recta y he adoptado una mirada osada. Puede que Coetzee sepa que normalmente voy encorvado y que tengo la mirada furtiva –no puedo controlar estos ojos–, pero hoy he querido transmitirle la idea de que me estaba creciendo formalmente alrededor de la osadía y de la verdad. (Desde el colapso de la pubertad todas las posturas me han resultado incómodas. Sin embargo, no hay conducta que no se pueda aprender. Tengo grandes esperanzas de un futuro integrado.)

Coetzee ha hablado. Con una serie de cumplidos cuya ambigüedad nunca ha dejado de mostrarse desnuda, se ha dedicado a echar por tierra los frutos de un año entero de trabajo. No fingiré que no puedo reproducir su discurso al pie de la letra.

–Nunca me imaginé que un día este departamento estaría produciendo trabajo de naturaleza vanguardista –ha dicho–. Tengo que elogiarle a usted. Me ha gustado leer sus primeros capítulos. Escribe usted bien. Será un placer que me asocien con un trabajo de investigación tan bien acabado.

»Lo cual no significa –ha continuado–, por supuesto, que todo el mundo tenga que estar de acuerdo con lo que usted dice. Está usted trabajando en una novela y con un asunto controvertido, y tiene que esperar controversia.

»Sin embargo, no le he pedido que venga para discutir la sustancia de su informe, en el cual, déjeme que lo repita, dice usted cosas importantes en las que quienes nos han contratado van a tener que pensar seriamente.

»Lo que me gustaría, más bien, es transmitirle unas cuantas sugerencias relativas a la presentación. Le hago estas sugerencias únicamente porque yo cuento con cierta experiencia en materia de redactar y supervisar informes para el Departamento de Defensa. Mientras que esta, y corríjame si me equivoco, es la primera vez para usted.

Me va a rechazar. Tiene miedo de la visión, no siente piedad por la pasión ni por la desesperación. El poder solo habla con el poder. Las frases esperan en fila detrás de sus pulcros labios rojos. Voy a ser despedido, y despedido de forma sumaria. Cierta configuración de su boca y de su nariz tan sutil que solamente yo la puedo percibir me dice que las toxinas febriles que corren por mi sangre y flotan en mi sudor le resultan desagradables a sus refinados sentidos. Yo centelleo. Estoy luchando por abatir con mi centella a un hombre que no cree en la magia. Si fracaso me contentaré con una casa entre los plácidos especialistas en control y autocontrol. Mis ojos emiten una serie de súplicas y amenazas tan rápidas que solamente las puedo percibir yo, y también él.

–Como sabe usted por sus tratos con ellos, los militares son, en su conjunto, para decirlo con franqueza, cortos de entendederas, recelosos y conservadores. Convencerlos de algo nuevo nunca es fácil. Y, sin embargo, son la gente a la que usted tiene que convencer en última instancia de la justicia de sus recomendaciones. Créame, no lo conseguirá si les habla con altivez. Ni tampoco lo conseguirá si se dirige a ellos con ese espíritu de absolutismo, de ferocidad intelectual, que encuentra usted en nuestro debate interno aquí en el Instituto Kennedy. Nosotros entendemos las convenciones del duelo, ellos no: ellos ven un ataque como un ataque, y probablemente como un ataque a toda su clase.

»Así que lo que me gustaría que hiciera usted, primero de todo, antes de que hablemos de nada más, es ponerse a revisar el tono de su argumento. Quiero que reescriba sus propuestas para que los militares puedan tomarlas en consideración sin sufrir en su autoestima. No olvide esto: si les dice usted que no saben hacer su trabajo (lo cual probablemente sea cierto), o que no entienden lo que están haciendo (lo cual es indudable), entonces a ellos no les quedará más remedio que tirarlo a usted por la ventana. En cambio, si recalca usted todo el tiempo, y no solamente de forma explícita, sino por medio de las mismas genuflexiones de su estilo, que no es usted más que un funcionario con una especialidad importante pero estrecha, un pseudoacadémico desprovisto de esa comprensión total que tiene el soldado de la ciencia de la guerra; y que, sin embargo, dentro de los estrechos confines de su especialidad tiene usted unas cuantas sugerencias que ofrecer

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