Manituana

Wu Ming

Fragmento

William estaba extenuado. Apenas oía las palabras, pero la suerte del muchacho estaba clara. Otro guerrero se enfrentó al primero, cuando ya enseñaba su cuchillo.

Con las plumas en la cabeza y el cuerpo pintado parecían dos gallos en una pelea.

–Lleva el uniforme de los franceses. ¡No puedes cortarle la cabellera!

–Le oí hablar en caughnawaga.
–Hendrick dijo que los prisioneros blancos corresponden a los padres ingleses.

–Míralo bien, ¿parece un blanco?
–Si Hendrick estuviera aquí, te apartaría.
–Yo quiero vengarlo.
–Tú lo deshonras.
–¿Quieres que crezca y se convierta en un guerrero? Es mejor matarlo ahora, cuando los traidores caughnawagas se dan a la fuga y nos temen.

–¡Estúpido! Warraghiyagey se enfurecerá contigo.

William Johnson escuchó pronunciar su nombre indio. Warraghiyagey, «hace grandes negocios». Se incorporó sobre los codos, tenía que intervenir.

Vio descender el cuchillo hasta la cabellera del tamborilero. Llenó los pulmones para gritar.

Algo impactó en el rostro del guerrero.

La piedra cayó al suelo. El hombre abrió el puño, llevó la mano a la boca, tosió, escupió sangre. Una silueta pequeña y ágil se le echó encima y lo empujó lejos.

Un relámpago con piel de ciervo y cabellos renegridos. Rugía contra los guerreros, que retrocedían desconcertados.

–No tenéis honor –gritó la joven mujer–. Decís que queréis vengar a Hendrick, pero es el dinero de los ingleses lo que queréis. ¡Diez chelines por cada cabellera india!

escupió en la cara. El hombre intentó darle un golpe, pero ella lo reprendió.

–Es poco más que un niño. No disparó ni un solo tiro. Debe tener la edad de mi hermano. –Señaló a un muchacho de buen aspecto, a un lado del círculo de mujeres que se había reunido en torno a la escena–. Una vez que hayáis cobrado la paga, la gastaréis para compraros ron. Los que ahora se dan aires de grandes guerreros, mañana se revolcarán en el fango como cerdos.

El guerrero hizo un gesto de desdén antes de alejarse.

La mujer se dirigió a los otros.
–Lo único que os importa son las cabelleras, pero las cabelleras no van a cazar, no llevan comida a las casas, no cultivan los huertos. ¿Estáis tan sedientos de sangre que olvidáis nuestras costumbres? Hoy muchas mujeres han perdido hijos y maridos. Deben ser recompensadas con nuevos brazos. –Miró al joven tamborilero de arriba abajo–. Adoptaremos a los prisioneros como nuevos hijos y hermanos, según la tradición. La madre de mi madre fue adoptada, era de los Grandes Lagos. El mismo Hendrick se convirtió en un mohawk de este modo. ¡Vosotros lo habríais matado!

Las mujeres se colocaron detrás de la joven. Juntas hicieron frente a los guerreros. Los hombres cruzaron miradas indecisas, luego se alejaron con falsa indiferencia y mucho murmullo.

William Johnson se abandonó en el catre.

Sabía de aquella furia, la conocía desde niña. Molly, hija del sachem Brant Canagaraduncka. Por sí sola podía hacer frente a los guerreros. Decidía la suerte de un prisionero.

Hablaba como lo hubiera hecho Hendrick.

Primera parte

IROQUIRLANDA 1775

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1

Habían llevado también a los niños, para que algún día se lo contaran a sus hijos y nietos. Después de muchos intentos, el asta por fin estaba recta. El Mástil de la Libertad.

Un tronco de abedul, cepillado y pulido sin mucho esmero. Un rollo de cuerda. Un retal de paño rojo cortado de una manta. La bandera del Congreso Continental.

El comité de seguridad de German Flatts aprobaba su primer documento: la adhesión a las reclamaciones que la Asamblea de Albany había enviado al Parlamento inglés. El pastor Bauer procedió a su lectura. El texto se cerraba con el solemne compromiso de «permanecer unidos, bajo los valores de la religión, del honor, de la justicia y del amor por la Patria, para no ser esclavos y defender la propia libertad a costa de la vida».

El estandarte comenzaba a elevarse, celebrado con cantos y plegarias, cuando el ruido de cascos interrumpió la ceremonia.

Una partida de jinetes se presentó en el atrio. Blandían sables, fusiles y pistolas. Alguien disparó al aire, mientras la pequeña multitud buscaba refugio entre las casas. En la explanada quedaron pocos valientes. Cabezas asustadas asomaban por detrás de los muros, los huecos de las puertas y las ventanas de la taberna. Un nombre saltó de una boca a otra, en un juego de voces.

El nombre del hombre que disparó al cielo.

Sir John Johnson.

Junto a él, los hombres del Departamento de Asuntos Indios. Sus cuñados Guy Johnson y Daniel Claus. Justo detrás, los capitanes John Butler y Cormac McLeod, comisario de los Johnson y jefe de los aparceros escoceses que cultivaban las tierras del baronet.

la guerra contra los franceses, señor del valle del Mohawk, fallecido un año antes.

Sir John montaba un purasangre bayo de pelo brillante, furente por la presión del bocado. Se apartó del grupo y empezó a cabalgar por el perímetro de la explanada, mientras miraba a los miembros del comité con aire desdeñoso, uno tras otro.

Guy Johnson llevó su caballo a la sombra de un cobertizo y se subió allí con dificultad, a causa de su mole.

–Adelante, estamos aquí para discutir –dijo a las casas–. Es esto lo que queréis, ¿no?

Nadie respiraba. Sir John dio un tirón a las riendas, el caballo retrocedió y giró sobre sí mismo, luego se sometió a la voluntad de su dueño.

Entonces alguien se armó de valor. El grupo que se enfrentaba a los hombres a caballo se hizo más denso.

Guy Johnson echó una ojeada severa.
–Presentar una petición al Parlamento es admisible, pero izar una bandera que no es la del Rey es sedición. Una os cubre de ridículo, la otra os lleva al cadalso.

De nuevo silencio. Los miembros del comité evitaban mirarse por temor a ver la incertidumbre en los ojos de sus compañeros.

–¿Queréis seguir el ejemplo de Boston? –continuó Guy Johnson–. Dos fusilazos al ejército del Rey y se les ha subido a la cabeza. Su Majestad posee la flota más poderosa del mundo. Es amigo de los indios. Domina todos los fuertes de Canadá a Florida. ¿Creéis que los rebeldes de Massachusetts conseguirán algo más que un dogal al cuello?

Hizo una pausa, como para sentir hervir la sangre en las venas de los alemanes.

–La familia Johnson –prosiguió con calma– posee tierras y comercia mucho más que todos vosotros juntos. Seríamos los primeros en estar de vuestro lado, si Su Majestad en verdad pusiera en riesgo el derecho de hacer negocios.

Una voz resonó vigorosa:
–A buen seguro no afectará a sus negocios. Usted es rico y bien relacionado. Los impuestos del Rey nos oprimen a nosotros.

cobertizo Guy Johnson reconoció a Paul Rynard, el tonelero. Un polvorilla.

El semental de sir John sacudió la cabeza y resopló nervioso, recibió otro tirón.

La fusta del baronet impactó en el cuero de la bota.
–Los impuestos sirven para mantener el ejército –rebatió Guy Johnson–. El ejército mantiene el orden en la colonia.

–¡Al ejército lo necesitan para seguir sometiéndonos! –espetó Rynard.

Los ánimos se encendieron, algunos jinetes por instinto levantaron las armas, pero un gesto de sir John los contuvo.

–Aún no –susurró el baronet.

Guy Johnson, rostro enrojecido, gritó desde lo alto: –¡Cuando los franceses y sus indios ponían en peligro vuestras tierras exigíais el ejército a grandes voces! La paz os vuelve arrogantes y estúpidos hasta el punto de desear otra guerra. Cuidado, a los muertos la libertad no les sirve de nada.

–¡Eso es una amenaza! –gritó Rynard.
–¡Que regresen a Irlanda con sus amigos papistas! –gritó alguien.

Una piedra lanzada hacia Guy Johnson no le acertó por poco.

Una mueca de complacido desprecio se dibujó en la cara de sir John.

–Ahora.

Los caballos iniciaron su avance, el comité de seguridad se disolvió en el acto. Los hombres corrieron en todas las direcciones.

El caballo de John Butler arrolló a Rynard obligándole a revolcarse en el fango. El tonelero se puso de pie, intentó escapar hacia la iglesia, pero sir John le cerró el paso. El baronet lo fustigó con toda su fuerza. Rynard se acurrucó en el suelo, las manos sobre la cara. Por entre los dedos pudo ver a McLeod desenvainar el sable y lanzarse al galope. Comenzó a arrastrarse, invocando la misericordia de Dios. Cuando recibió un golpe de plano en las asentaderas, gritó alto, en medio de las carcajadas de los jinetes.

del Departamento se reunieron en el centro de la explanada. Guy Johnson montó en la silla y se unió a ellos.

Un ligero golpe de espuelas y sir John estuvo junto al Mástil de la Libertad.

Habló de manera que todos le escucharan, dondequiera que estuvieran escondidos.

–¡Oídme bien! Quien quiera desafiar la autoridad del Rey en este condado tendrá que vérselas con mi familia y con el Departamento Indio. –Sus ojos endemoniados parecían detectar a los habitantes uno por uno, más allá de las ventanas oscuras–. Lo juro por el nombre de mi padre, sir William Johnson.

Sacó un pie del estribo. Con algunos puntapiés, el Mástil cayó en el fango.

2

Sentado en el sillón, Jonas Klug soltaba risitas en la penumbra. Un rayo de luz de luna se reflejaba en la orden de desahucio que tenía entre las manos. Extasiado la remiraba, aunque a oscuras no podía leerla ni distinguía las líneas. La acariciaba, rozando con sus dedos la textura de la hoja, la olía como la carta de una novia impregnada de aromas. Aromas de riqueza, aroma a tierra, a futuro.

Los indios, en cambio, apestaban a pasado.

Jonas Klug estaba achispado, había celebrado. La péndola de la sala marcaba las once menos cinco. Su mujer en la cama y también la servidumbre.

Emborrachar a los mohawks había sido fácil. Corrían torrentes de ron en eso que llamaban la Casa Larga, la tierra de las Seis Naciones iroquesas. Hombres y mujeres chapoteaban en charcos de alcohol. Igual o más que los blancos, los salvajes ebrios perdían todo decoro, reían hasta desencajarse las mandíbulas, se agachaban hasta perder el equilibrio, caían y rodaban en el polvo, o bien echaban espuma por la boca, iniciaban discusiones que se convertían en peleas que se convertían en amasijos de cuerpos furiosos. Uno de sus jefes había muerto así, de borracho, cayendo en el fuego.

Si el ron estaba llevando a la ruina a las Seis Naciones, ¿por qué no aprovechar? Klug era un hombre de negocios. Había visto un campo de tierra buena al este de la aldea, cinco mil acres de bosque y claros llanos, con algunas chozas indias y huertos de aparceros blancos: irlandeses o escoceses papistas, que pagaban a los mohawks en especie.

Klug era alemán. Veinte años antes, había desembarcado en Nueva York muerto de hambre. Años de esclavitud por contrato, bertad, el viaje a las zonas del interior, y por fin las tierras. Como nunca se hubiera imaginado. Se había partido el espinazo, había labrado y construido, con la ilusión de salir de la miseria para siempre. Después estalló la guerra entre Inglaterra y Francia. Un período de terror, atrincherados en casa por miedo a las incursiones de los indios. Por fin, paz y prosperidad habían llegado. Jonas Klug hasta se había comprado una familia de esclavos para trabajar la tierra.

Ahora esos cinco mil acres también eran suyos. Con el dinerillo ahorrado podía construir un molino, una segunda granja, vender madera, sembrar cebada y centeno, hacer cerveza y whisky, criar ganado. O podía venderlas.

La ley –ese puñado de leyes que había– estaba de su lado. Del lado correcto. Dios no protegía a los salvajes: Jesús era blanco, no indio.

Los indios solo querían más ron. Los sachems más sobrios a menudo se habían mostrado contrarios al agua del diablo, y hasta el Viejo, antes de palmar, se había preocupado por ese problema. Como decir que se habían mostrado contrarios a la respiración, y William Johnson, baronet protector de los indios, se había preocupado por el aire. El ron estaba en todas partes y estaba allí para quedarse.

Tan simple como tomar una copita: tres años atrás, Klug había conseguido emborrachar al indio apropiado, el más estúpido y fanfarrón, Lemuel, Lemuel algo, y también a otros amigotes, idiotas como él. Mientras estaban borrachos, antes de que vomitaran hasta las amígdalas, habían firmado la cesión. Con una preciosa «X» de analfabetos, que igual servía. Klug no era un hombre de letras, pero con lo poco que sabía, mucho había hecho.

En el contrato, Lemuel y compañía se declaraban representantes legales de los habitantes de Canajoharie, los propietarios de la tierra. Algo así como un consejo de la tribu, cosa de salvajes. En virtud de esto, cedían cuatro mil acres, por el valor correspondiente a dos cajas de ron.

X», «X», delante de testigos.

Beneficiario: Jonas Klug.

agrimensor amigo suyo, que fue muy generoso con las mediciones. Mil acres de más respecto al contrato. Luego había enviado todo a Albany y al cabo de un año le había llegado el título de propiedad.

Triste despertar para los salvajes de Jefe Beodo.

Los mohawks habían presentado un recurso, diciendo que Jonas Klug había actuado de mala fe, que solo los sachems podían firmar un contrato de ese tipo y que la negociación se había realizado sin un intérprete oficial. Habían removido cielo y tierra, habían apelado a su baronet, al gobernador Tryon, a la Corona de Inglaterra. Y peticiones en los tribunales, y más protestas, y amenazas de ponerse en pie de guerra. Imagínate si un tribunal podía dejar mal parado a un honesto labrador contra una turba de pieles rojas.

Klug no estaba solo, tenía quien podía protegerle y los indios lo sabían. Por eso hablaban y hablaban, presentaban apelaciones como si fueran abogaduchos untados con grasa de oso, pero no pasaban a la acción.

Muchos colonos admiraban a Klug por lo que había hecho. Había quien no veía la hora de ajustar cuentas con los salvajes, gentuza apestosa que cuando tenía hambre se metía en el granero, o arrancaba las manzanas del árbol como si fueran suyas, y si no estabas atento, hasta te vomitaba encima. Dios no podía haber dado a primitivos irreligiosos el derecho sobre esas tierras.

Klug los odiaba. Y odiaba aún más a los que los protegían: el Departamento Indio y el clan de los Johnson, con su corte de encajes, puntillas y porcelanas. Sobre todo a esa bruja, Molly Brant, la mujerzuela del viejo sir William, con todos esos hijos mestizos: un día polvos y sombreros de plumas; al día siguiente, conchas y pinturas de guerra. Sus feudos se extendían por cientos de miles de acres, en Onondaga, Sacondaga, Schenectady, Kingsborough, Albany, Schoharie. Compinchados con las Seis Naciones y el rey Jorge de Inglaterra.

Klug conocía bien a los latifundistas arrogantes y tramposos. Su padre se había dejado la vida trabajando los campos de señores como aquellos. Klug había emigrado para no cargar con ese peso en sus espaldas; sin embargo, allí también había. Una maldición terrena.

los volvió a ver. Era posible que sus hermanos les hubieran molido a palos, tal vez los mataron, o los echaron de la aldea. Quién sabe, quizá se habían escapado al oeste, ahora eran vagabundos, maldecían cada día el momento en que se habían emborrachado, y para olvidar volvían a beber.

Las tierras serían suyas para siempre, hasta cuando quisiera. La acción de desahucio que tenía entre las manos, firmada por las autoridades competentes, era el último paso, el más esperado. Una patada en el culo a Joseph Brant y al alma de William Johnson que ardía en el infierno.

Por eso Jonas Klug soltaba risitas en la penumbra. Luego la péndola marcó las once.

De nuevo silencio.

Klug escuchó un ruido.

Joseph Brant le había dicho al gobernador: la paciencia de los mohawks estaba al límite. La suya, a decir verdad, se había agotado hacía tiempo. Allí tenía su finca, en esos cinco mil acres.

En la aldea los ánimos estaban crispados. Lo de Klug solo era el último de una larga serie de embrollos realizados por los colonos para robar las tierras de los mohawks.

Thayendanega, «une dos bastones», bautizado con el nombre de Joseph Brant, no era de los que se dejaban embriagar. Era un veterano de la guerra franco-india, un hombre respetado, el intérprete del Departamento Indio.

El gobernador Tryon había prometido hacer todo lo posible, pero la situación no había variado. Es más, las cosas se ponían peor, un futuro huérfano y negro amenazaba por la espalda a la nación. Los guerreros estaban impacientes, aún obedecían a los sachems pero los consideraban demasiado cautos. Eso no era cosa de jueces. Sir William ya no estaba y muchos querían resolver el asunto al viejo modo: poner la cabellera de Klug entre los trofeos de guerra.

Joseph había planteado una alternativa. No quería acabar sus días en la pobreza, las tierras y lo que había en ellas pertenecían a él y a su gente, aliada del Rey desde siempre. Pero tampoco queveniente, obtendría justicia para sí y los otros, en el respeto de las leyes inglesas.

El consejo de la aldea le había dado carta blanca. Alrededor de la casa de Jonas Klug había una docena de hombres.

Joseph se deslizó hacia un lado. Los compañeros, a sus espaldas, estaban nerviosos. Se habían acercado a contraviento y habían envenenado a los perros. Dos guerreros se habían quedado a vigilar a los esclavos africanos que dormían en la cabaña al fondo de la finca. Una media docena de desamparados, que Klug trataba peor que a las bestias. No darían problemas.

Joseph miró su propia imagen reflejada en el cristal de la ventana. Dos horas de marcha no parecían haber comprometido el carácter del atuendo: chaqueta de cazador con botones de hueso, pantalones de piel y botas de jinete. A la luz de la luna, la figura no era más que un perfil incierto trazado en el cristal: una sombra con su propio cortejo de sombras. Aparecería frente al alemán como un fantasma de los bosques.

Antes de ponerse en marcha, Joseph había pasado revista a la cuadrilla. David Royathakariyo y dos jóvenes del clan del Oso se habían pintado el rostro. Joseph se limitó a murmurar algo en voz baja, sacudiendo la cabeza: difícil saber lo que pasaba por la cabeza de los jóvenes. Pero, mientras no hiciera estupideces, cada uno tenía derecho a engalanarse como quisiera. Claro que las pinturas daban a entender una cosa: deseo de guerra.

Jacob Bowman Kanatawakhon, August Sakihenakenta y otros dos del clan del Lobo eran más de fiar.

Todos parecían estar bastante sobrios, dejando de lado al último en llegar, Johannes Tekarihoga. El hombre más noble de Canajoharie se había presentado ebrio. Olía a ron y daba largos tragos a una cantimplora, ofreciendo también a los demás. Joseph había pasado una tarde entera convenciéndolo para que participara. La presencia de un personaje de su rango daba legitimidad a la partida. Si el viejo sachem se dormía en medio del camino, se encargarían de recogerlo a la vuelta.

Joseph irguió su figura, hizo señas a la fila de guerreros para que se alejaran de la pared y a grandes pasos recorrió la distancia que lo separaba de la entrada. Se detuvo delante la puerta, inspiró. El aire nocturno llenó sus pulmones. El pecho se hinchó debajo de la chaqueta. Advirtió una sensación fría y profunda: satisfacción. Su aspecto era elegante y marcial.

Dentro, una lumbre encendida. Klug estaba despierto. Mejor así. Joseph llamó a la puerta con el puño de marfil del bastón de paseo, antiguo regalo de sir William.

–Jonas Klug, ¡abra la puerta! ¡Abra o la tiramos abajo! Rumores entre los guerreros. Algunos lanzaron gritos de batalla. Joseph imaginó que el alemán descerrajaría la puerta y dispararía a ciegas. Imposible: Klug no expondría su pellejo, intentaría tergiversar.

La puerta se entreabrió. Joseph empujó los tablones con la suela de la bota. Klug, pálido, quedó a la vista de los indios.

–¿Qué os trae por aquí? ¿Qué queréis?

Por toda respuesta, Royathakariyo apartó a Joseph y se acercó al alemán rechinando los dientes.

–¿Qué nos trae por aquí, eh? ¿Tú qué crees?

Las manos del indio rodearon la garganta de Klug. El alemán braceó. Lanzó un grito forzado, mientras Joseph intentaba liberarlo de las manos del agresor. Cuando lo logró, Klug cayó de rodillas con un ataque de tos.

Su esposa bajó las escaleras con un fusil al brazo. Intentó hacer puntería, pero Kanatawakhon agarró el cañón y lo desvió hacia arriba. El disparo dio en el techo. La señora se echó a gritar como una posesa, imitada por los indios. Por un instante, pareció que competían para conseguir los gritos más altos. Luego, la mujer regresó a la planta superior, en brazos de las criadas.

Entretanto Klug intentaba escapar a su destino escabulléndose a gatas. Los indios se le echaron encima.

–¡No en la cabeza! –ordenó Joseph.

Sobre la espalda y las piernas del alemán llovieron golpes. Cuando consideró que ya había recibido suficientes, Joseph apartó a los guerreros.

Se agachó hasta Klug y agitó una hoja delante de su nariz. –Esta es una declaración escrita en la que usted, señor Klug, admite haber obtenido mediante engaños las tierras de mi gente. –Con la otra mano agitó el bastón–. Esto solo es una muestra. Ya sabe lo que le espera si no firma.

Había preparado el discurso unos días antes. Sonaba bien.

3

Por la mañana podía oír la tierra respirar. A mediodía, oía la hierba crecer. Por la tarde, veía dónde los vientos iban a reposar. Muchas cosas invisibles para Molly Brant eran nítidas, claras como una caligrafía, limpias como el contorno de los árboles en un día sereno. Con su abuela materna había aprendido a ver donde otros ojos eran ciegos, a oír donde otros oídos eran sordos. Había aprendido a cautivar a los oyaron, espíritus que guían a través de los sueños. Y había aprendido la forma correcta de despertar. Abrir los párpados, agradecer al Dueño de la Vida, contar tres respiros y levantarse rápido, antes que la pereza del cuerpo enturbie la mente: así la cabeza permanece despejada, los sueños no escapan, los males del alma pueden ser curados.

La luz de la ventana rompió la oscuridad. El pie de la cama quedó en penumbra, pero de la cintura para arriba las sábanas estaban colmadas de sol.

Molly se levantó con soltura. Los negros cabellos cayeron sobre el camisón de lino. Echó el contenido de una jarra en el barreño, lavó su rostro. Se secó con una toalla de algodón y alzó la cabeza.

En el espejo, una red de ligeras cicatrices, piel que la viruela apenas había rozado. Otra batalla ganada en compañía de sir William.

El cosquilleo de tus cabellos me llena de pasión, enciende mis mejillas.

La voz llegó con un soplo de viento. Molly sondeó el reflejo de las pupilas. Podía sostener la mirada de cualquiera, incluso la de Molly Brant.

Capaz de soñar con intensidad, como se hacía en tiempos de los abuelos, cuando Hendrick era joven y la nación prosperaba.

En el sueño de esa noche la iglesia estaba repleta. Ojos y cabezas casi rozaban el techo, como sacos de maíz almacenados para el invierno. Propietarios irlandeses, aparceros escoceses, guerreros mohawks. Osos y lobos acurrucados en el suelo de tierra. Enormes tortugas sostenían el altar con sus dorsos.

El pastor, de pie en el púlpito, hojeaba el libro de oraciones. Peter se levantaba. Tocaba el violín: la vieja marcha irlandesa que su padre hacía entonar a las gaitas antes de dar batalla. Dos sachems con guantes negros y manto de luto se acercaban al ataúd para depositarlo debajo del altar, pero la fosa aún no había sido cavada.

Los fieles pasaban al frente, uno a la vez. Cogían un azadón e intentaban clavarlo. Inútil. La tierra era más dura que el hierro. El mango de la azada se rompía.

Joseph empuñaba el tomahawk para usarlo como piqueta. Un guerrero lo acompañaba, el rostro en sombras. Cavaba con las uñas hasta que sus dedos se manchaban con sangre.

Molly se acercó a la ventana. Corrillos de hombres y mujeres abarrotaban la plazuela delante del almacén.

Un cazador indio cargado de pieles y un vendedor de ollas querían contratarla como intérprete para poder cerrar sus tratos. Un barquero necesitaba provisiones para sus viajes y brea para reparar una barca. Colonos de granjas vecinas habían venido para aplazar las deudas familiares. Había dos señoras alemanas de Palatine, de esas que la llamaban bruja pero luego cruzaban el río para ir a su tienda, a causa de una infusión milagrosa contra el dolor de muelas. Había perros y niños, ancianos y guerreros, sachems y gandules a la espera de la ración de ron. Las mujeres, jóvenes y ancianas, se encontraban allí para contarse sus sueños, comentar las novedades y, llegado el caso, comprar carne salada.

bujas, Molly percibió inquietud. El volumen de las voces era más alto que el de costumbre. El tono agitado. No la conversación común para engañar la espera, sino una avalancha de frases.

Todos hablaban, nadie parecía escuchar.

4

Cada vez que Canajoharie se insinuaba a la vista, Joseph Brant meditaba sobre el destino de su pueblo.

A los pies de la colina, el río Mohawk formaba una gran curva que encerraba los campos y viviendas de madera, construidas según el modelo de las casas largas.

Cuando la nación todavía era numerosa, las tradicionales moradas hacían honor a su nombre: podían alojar hasta trescientas personas. Ahora toda la aldea ni siquiera llegaba a eso.

Las dimensiones de las casas se habían reducido mucho. Ya no había hombres para llenarlas y los mohawks se habían acostumbrado a vivir como los blancos. Los de condición más elevada tenían cristales en las ventanas, y los colonos más pobres los miraban con envidia.

Tan solo el territorio de las Seis Naciones seguía siendo una Casa Larga, de una manera simbólica: los senecas protegían la puerta occidental, los mohawks la oriental. En el centro, los onondagas custodiaban el fuego. Los cayugas, oneidas y tuscaroras ayudaban a los tres hermanos mayores en sus tareas ancestrales.

Por el sendero que conducía a la aldea, Joseph divisó una figura que corría hacia ellos.

Tras la visita a la finca de los Klug, media partida había equivocado el camino, perdida en las brumas del ron. Las estridencias alcohólicas habían espabilado a los perros en el radio de una milla. Acosados por las bestias, los guerreros se habían desperdigado en las inmediaciones. Algunos cayeron rendidos, vencidos por el sueño. Se necesitaron horas para reunirlos a todos y retomar el viaje. Los que se habían pintado el rostro lucían una máscara grotesca y poco digna.

estuvo al alcance de la voz.

Cuando llegó hasta él, prosiguió:
–Los rebeldes. Tomaron Fuerte Ticonderoga sin disparar un solo tiro.

Joseph miró a su sobrino. En los últimos tiempos se habían visto pocas veces. Después de la muerte de su padre, Peter había regresado de Filadelfia solo en un par de ocasiones.

–Al mando está un tal Ethan Allen. ¿Quién es, tío Joseph? –Es un bandido de las Montañas Verdes. Hace años que lucha contra el gobernador. Ven, vamos a ver a tu madre.

Joseph advirtió que un escalofrío recorría a los hombres detrás de sí. Los guerreros hubieran preferido cien latigazos, antes que enfrentarse a Molly en esas condiciones. Con diferentes excusas, se dispersaron cada cual por su lado.

Tío y sobrino se pusieron en camino.

A lo largo del sendero, hombres y mujeres aligeraban el paso, como con las primeras gotas de un temporal, luego se paraban de golpe, absorbidos por la primera muchedumbre. Las puertas de las casas estaban abiertas, para no cerrar el paso a las noticias.

No había muchacho que no hiciera las veces de mensajero, a la carrera desde la iglesia al muelle de bajeles hasta las granjas más distantes.

El local principal del almacén se desarrollaba en longitud. Entre volutas de polvo y humo, las mercancías ocupaban todos los rincones, anaqueles o estanterías, cuando no pendían de las vigas del techo. Cuerdas de cáñamo, cajas de madera para clavos, mechas, eslabones. Estuches con pigmentos para guerreros, marcados con ideogramas chinos. Espejos para pintarse el rostro, velas, herramientas, piedras de pedernal, barnices; y luego mantas, encerados, pieles, vestidos de varios modelos y tallas; alimentos frescos y secos, ahumados y en salazón. Al final, en pequeñas barricas, el indiscutible soberano de todo almacén, tenderete o mercado de intercambio en cientos de millas a la redonda: el ron.

Joseph saludó a su hermana, empeñada en convencer a un cliente de que sus chelines eran falsos, útiles solo para una limostizada e infalible. Su madre le dio su bendición y con un gesto invitó a Joseph a seguirle.

Detrás de una cortina de lino crudo se ocultaba un ambiente tranquilo, reservado para las negociaciones y clientes distinguidos. La mesita baja y las mecedoras descansaban sobre una alfombra de seda oriental. En la pared del fondo, peldaños de madera llevaban a las habitaciones personales. Molly se acercó a la escalera y ordenó que alguien sirviera el té. Luego acomodó un cojín en el sillón, se sentó y comenzó a espantar las moscas con un abanico de encaje.

Joseph la miraba. Era ocho años mayor que él. En su larga trenza asomaban cabellos blancos.

Una joven criada negra bajó a la sala con una bandeja de plata y porcelanas chinas. Joseph reconoció el servicio. Provenía del salón de Johnson Hall.

–¿Aún añoras la antigua casa? –le preguntó.

Molly se encogió de hombros.
–Echo en falta mis cosas, los muebles que había escogido, las vajillas compradas con William en las tiendas de Nueva York. El ama de llaves de sir John me ha dicho que mandaron a fundir la platería, temían que los rebeldes decidieran requisarla.

La atmósfera aterciopelada envolvía a Joseph. Olor a cuero, cereales y azúcar moreno. Todo estaba al alcance de la mano. La claridad se colaba por un único lucernario.

Sorbió aire por entre los dientes e ingirió el té.
–Los colonos cada día están más arrogantes. Desde que ha muerto tu marido, la ley de los blancos nos protege muy poco.

–Para la ley de los blancos, sir William ni siquiera era mi marido.

Joseph sacó de la chaqueta una hoja plegada.
–No podrán ignorar esto. –Entregó el papel a Molly, que lo abrió y le echó un vistazo–. La firma de Klug es auténtica –precisó el hermano–. Tenemos que enviar a Albany una persona de confianza. Hay que entregarlo al tribunal de la colonia.

Molly esbozó una sonrisa y dejó el documento sobre la bandeja.

Los bostonianos tomaron Ticonderoga y se dirigen a Canadá.

–La rebelión se está extendiendo –asintió Joseph–, y la Casa Larga debe elegir su guerra, antes de que la guerra elija por la Casa Larga.

Siguió un silencio quebrado solo por las voces que llegaban a través de la cortina. Molly se mecía con suavidad en la silla.

–Muchos dicen que es un asunto entre ingleses, pero las tierras son nuestras y hemos firmado acuerdos con el rey Jorge.

Joseph se levantó y abrió la cortina.

Peter había convencido al cliente y le ofrecía el libro de créditos para que lo firmara. El muchacho era muy listo. Vivía en una gran ciudad, solo y sin miedos, orgulloso de sus orígenes y de lo que había aprendido. Hablaba y escribía tres idiomas: inglés, francés y mohawk. Sabía música, tocaba el violín, ejercitaba sus dotes comerciales. Pronto enseñaría a los guerreros también su valor. Sir William y Molly habían soñado un gran porvenir para su primogénito. El muchacho no les defraudaría. A gusto entre los blancos y en la Casa Larga, con dieciséis años encarnaba el futuro de la nación.

Joseph retrocedió, se giró y retomó el hilo de sus pensamientos.

–¿Qué hubiera hecho sir William?

Molly observó la superficie oscura en la taza. Le pareció ver las aguas del sueño y la canoa que navegaba a contracorriente hacia la tierra donde duerme el sol.

–Se lo preguntaré en sueños. Sin duda hubiera defendido el valle. El mundo construido junto a Hendrick.

5

Aún era la granja más bonita de la zona. Paredes sólidas, cristales en las ventanas, terreno hasta el río. Margaret, la madre de Joseph, la había heredado de su tercer marido, el sachem Brant Canagaraduncka.

En el patio, una familia de aparceros irlandeses alzaba un carro para montar una de las ruedas sobre el eje. Los caballos de tiro abrevaban, vigilados por un chiquillo. Un par de cazadores mohawks reparaba la quilla de una canoa, mientras sus esposas regateaban con las mujeres de las granjas vecinas, en torno a una pila de mantas.

Por lo general, Joseph se detenía para cruzar opiniones y comentarios, pero no ese día.

Susanna lo esperaba en la puerta.Christina espiaba por detrás de la falda. En cuanto reconoció a su padre, le dedicó una sonrisa tímida. Él le rozó la mejilla con un dedo y la niña se escondió otra vez.

Antes de entrar, miró a los ojos a su esposa y le dejó intuir su preocupación.

En la penumbra entrevió a los comensales, que se pusieron de pie de un salto. Herr Lorenz, armero de Albany, lo saludó y presentó al guía indio que comía a su derecha. Los otros dos huéspedes se inclinaron. El mayor debía de tener unos dieciséis años, habló en nombre de ambos. Eran maestros itinerantes, de la nación shawnee. Habían estudiado en Lebanon, para llevar a Cristo y las letras a las aldeas de frontera. Pasaban cada noche en la casa de un viejo alumno de la escuela. Agradecieron la hospitalidad, habrían de rezar por él.

Joseph se sentó con ellos, pero una figura en una esquina llamó su atención. Ojos pequeños reflejaban los chispazos del fuego.

El chiquillo se acercó. Tenía nueve años, muy pocos para combatir. Joseph no estaba seguro de que fuera algo bueno: en tiempos de guerra los débiles sucumben. Lo asió de los hombros, como si quisiera medir su robustez y transmitirle fuerza al mismo tiempo. Vio que tenía las mejillas pintadas de rojo y negro. La presión se hizo más fuerte, Isaac intentó liberarse, pero se vio obligado a ceder ante la fuerza del adulto.

–Estas son pinturas de guerra –dijo Joseph mientras le limpiaba la cara con gestos enérgicos–. No deben ser usadas para jugar ni tampoco dentro de casa.

Le soltó y el muchacho corrió hacia la puerta de la casa. Los niños ya no tenían respeto por las cosas importantes.

–Tu hijo no tiene la culpa de lo que te atormenta –murmuró Susanna.

Joseph ignoró el reproche y llevó su mano hacia la pequeña Christina, pero la niña se echó hacia atrás y siguió a su hermano fuera de la casa.

Susanna le sirvió la comida. Joseph comió sin quitar los ojos del plato, los ruidos resonaban en el silencio. Cuando acabó, se sentó frente a la chimenea para fumar la pipa, en tanto los comensales se despedían uno tras otro.

El último era Lorenz, que se acercó sigiloso, con la evidente intención de decir algo.

Recibió una mirada indiferente.
–Piden fusiles, señor Brant.
–Bueno para sus negocios.

Lorenz sacudió la cabeza.
–No ha entendido. Piden fusiles. Muchos fusiles. Más de los que puedo producir.

–Hará una fortuna.
–Desde Albany hasta aquí, he encontrado tres puestos de bloqueo de la Milicia. Me apuntaron con armas, hurgaron dentro del carro, lo revolvieron todo. ¿Qué demonios está pasando, señor Brant? ¿Se han vuelto locos? ¿Quieren hacer lo mismo que en Boston?

Joseph dejó que las llamas le capturaran la mirada, mientras daba largas chupadas a la pipa.

El armero titubeó, luego comprendió que el indio no diría nada más y se despidió.

Joseph se quedó mirando el fuego.

Susanna llamó a los niños.

Era hermana de Peggie, su primera esposa. Eran oneidas del valle del Susquehanna. Después de quedarse viudo, Joseph la desposó, como mandaban las costumbres. Isaac y Christina se habían encariñado en el curso de un verano. Si los acontecimientos se precipitaban, debía pensar qué hacer con ella y con sus hijos.

Y con Margaret.
–¿Dónde está mi madre?
–En la cama.
–¿Está enferma?
–No. A veces confunde el día y la noche.

La anciana madre se presentó aferrada al brazo de Susanna. Se sentó frente a Joseph, en una poltrona raída que parecía hecha a su medida como un vestido. Huesos, carne, madera y paño se habían amoldado con un encaje perfecto.

–¿Cómo estás, Margaret?

La anciana entornó los ojos para reconocerlo.
–Antes de irme a dormir, le he pedido a Dios que me llevase consigo mientras duermo. Pero ahora que me habéis despertado ya no podrá complacerme.

–Será para otra ocasión.
–Bien. Quiero fumar.

Joseph le pasó la pipa.
–He visto a Molly, en el almacén. Te manda saludos.
–Dile que venga a verme, antes de que me muera. Debo decirle algunas cosas.

–Está bien, Margaret.

La anciana paladeó el sabor del tabaco con satisfacción. –¿Recuerdas cuando William Johnson vino aquí por primera vez?

–Sí.

valle.

Joseph conservaba imágenes nítidas. Tenía once años cuando su padrastro había hospedado a ese caballero irlandés de cabellos rojos. Molly era joven y en edad de merecer. Joseph recordaba que los adultos habían hablado de la guerra contra Francia y de sus aliados hurons, abenakis y caughnawagas.

Acarició los cándidos cabellos de su madre.
–¿La guerra sigue todavía? –preguntó ella.
–Acabó hace doce años.

La anciana sacudió la cabeza sosteniendo la pipa con sus labios arrugados.

–¿Joseph?
–Sí, Margaret.
–¿Cuántos nietos tengo?
–Diez. Tienes diez nietos.
–Bien.

Margaret asintió a sus propios pensamientos.

Joseph la miró largo rato. Veneraba el pasado contenido en ese rostro, testigo de viejas épocas que pasaron una tras otra, con la corriente del río. Se preguntó si algún día Isaac y Christina cuidarían de él como él cuidaba a Margaret. Tal vez lo mirarían con la misma compasión. Tal vez no viviría lo suficiente.

La anciana tendió un dedo huesudo hacia el fuego.
–Mira. Las llamas son de color verde. Están llegando. –¿Quién?

Margaret escupió al fuego y no respondió. Susanna le llamó a la ventana. Él echó una mirada. Una canoa avanzaba por el sendero, portada por tres hombres.

6

Apoyaron la embarcación en el muro del granero y se sentaron bajo el cobertizo para recuperar el aliento. Joseph reconoció los rostros sucios por mucho andar. Cuerpos envueltos en estratos de pieles, cuchillos de caza en la cintura, Kentucky Jaeger de cañón largo: fusiles para osos.

–Recuerda que tu madre no quiere verlos en casa –dijo Susanna.

Joseph salió sin replicar.

Cuando lo vieron, le dirigieron parcos gestos de saludo. Masticaban tabaco, o carne salada.

El mayor fue el primero en hablar. Lo hizo en lengua mohawk. –Salud, Thayendanega.

La cabeza huesuda y calva, con grandes orejas de soplillo, asomaba entre las pieles de castor como la de una tortuga por su caparazón. Hacía días que no se afeitaba. En la cara curtida por el sol y la intemperie, la barba crecía híspida y canosa.

–Bienvenido a mi casa, Henry Hough.
–¿Recuerdas a mi hermano John?

El joven gruñó un saludo incomprensible. Tenía un ojo bizco. Henry Hough señaló al otro hombre:
–Daniel Secord también es de los nuestros.
–Dios te guarde, Joseph Brant, y proteja tu casa.

Secord parecía tener la misma edad que el menor de los hermanos, como mucho treinta años. Los amuletos seneca en el cuello y brazos eran señal de vanidad y superstición.

Hough levantó un gancho de hierro, para mostrar las pieles que tenía colgadas.

–Tu mujer podrá hacerte una chaqueta de invierno.

–¿Qué os trae por Canajoharie?
–Daniel tiene un contrato de trabajo. Una exploración de los manantiales salados alrededor del lago Onondaga. Por cuenta de un sujeto que quiere hacerse rico. Nosotros lo acompañamos.

Joseph deslizó una mano sobre las pieles, suaves y lustrosas. –No habéis elegido el camino más corto.
–Hemos venido para enterarnos de las novedades. Circulan extraños rumores: que la colonia está en convulsión, que los bostonianos quieren atacar Canadá.

–Tomaron Fuerte Ticonderoga.

Hough asintió sin cambiar de expresión. Los amigotes se limitaron a observar al indio, las miradas neutras de los que suelen dar poca importancia a las desgracias.

–El asunto se vuelve serio –comentó Hough–. ¿Los de Albany qué piensan hacer?

Joseph tuvo ganas de irse de allí. Habló con mucho esfuerzo. –La Milicia se ha puesto a las órdenes de los rebeldes. Hough pareció estudiar esas palabras como si salieran de las Sagradas Escrituras.

–Podéis dormir en el granero –dijo Joseph–. Ni os acerquéis a la casa o mi madre os maldecirá de nuevo.

El más joven desorbitó los ojos.
–¡¿La vieja sigue viva?!

El hermano mayor le propinó una patada que levantó una nube de polvo.

–Un poco más de respeto, hijo de perra. –Se dirigió a Joseph–. Eres un hombre generoso, Joseph Brant.

Regresó al atardecer, con una lámpara de aceite, ron, cerveza y una cazuela de carne guisada. Los observó comer en silencio, tumbados sobre la paja, y beber a grandes tragos, mientras los ojos se encandilaban y el alcohol escaldaba las entrañas.

Henry Hough se había calado un tricornio raído, para proteger la calva del frío de la noche. El largo cuello pellejudo se proyectaba hacia la comida. Tenía un aire ridículo y, sin embargo, inquietante.

–Saben que los colonos quieren nuestras tierras –respondió Joseph–. Si nos atacan, tendremos que combatir.

–Menudo brete, para tus amigos del Departamento.

El hermano más joven eructó, se limpió las gotas que caían de la boca.

–Si hay que freír a un paleto, podéis contar con mi fusil.

El mayor le lanzó una mirada furiosa.
–Johnny quería decir que somos fieles súbditos del rey Jorge. –Pero si tú ni siquiera sabes quién es el rey Jorge –espetó el hermano menor, tratando de incorporarse en la paja–. Dices eso porque el miserable de tu cuñado está con los rebeldes.

Recibió un cuenco en la frente y se acurrucó como un perro apaleado.

–En cierto sentido, Johnny tiene razón –intervino Secord. Había permanecido en silencio hasta ese momento. Su aspecto era menos achispado y más formal que el de los otros. Los colgantes contra el mal de ojo tintinearon cuando encendió un gran cigarro que acariciaba entre sus dedos.

–Dicho con todo respeto, ¿alguien ha visto al Rey? –continuó–. Vive al otro lado del océano y nos deja en paz. En cambio, los muy listos, los de Albany, son millares. Si se ponen al mando, querrán apoderarse de todas las tierras. Primero las de los mohawks, luego las de los Johnson, y al final también las nuestras.

Henry Hough hizo un gesto a su socio y se dirigió a Joseph. –Aquí tienes una cabeza que funciona. Hay mucha gente entre nosotros que piensa del mismo modo. Tenlo en cuenta, Joseph Brant.

El indio permaneció en silencio. La noche había caído en la granja y en el valle, una oscuridad densa y sin luna ahogaba la tierra de los antepasados. Miró más allá del río. Nuevos fuegos brillaban a lo lejos, avanzadas del futuro inminente.

7

El rostro de Johannes Tekarihoga, sachem del clan de la Tortuga, era piedra milenaria, las rendijas de los ojos labradas por un cincel sabio. El anciano guerrero avanzaba impasible por el sendero a través del bosque.

Joseph caminaba a su lado con destino a Johnson Hall. Sin darse cuenta, rozó la mejilla con la palma de su mano. Se preguntó si el tiempo trabajaría del mismo modo sobre su cara.

A Joseph, el viejo sachem le agradaba. Había sido un combatiente de gran valor y una autoridad justa y confiable en las controversias internas de la nación mohawk. Además, era uno de los defensores más firmes de la alianza con los Johnson y la Corona inglesa. Hombre de pocas palabras, poder interpretarlas era descifrar un oráculo. Se precisaba imaginación y espíritu de iniciativa, dotes que a Joseph no le faltaban.

Hacía meses que no pisaba el bastión de los Johnson. Había pasado casi un año desde el funeral de sir William. No era sencillo habituarse a la ausencia del superintendente, el gran patriarca, Warraghiyagey. Más aún cuando las cosas se ponían difíciles y las decisiones complicadas.

El Departamento Indio había invitado a Tekarihoga para discutir sobre la rebelión. También estaría allí Pequeño Abraham, sachem de los mohawks de Fuerte Hunter.

Su mente volvió al sendero. No faltaba mucho, unas pocas millas de camino en el bosque. Después de horas de silencio, Joseph necesitaba oír una voz humana.

Se dirigió al sachem:
–¿Qué podemos esperar de esta convocación?

saron minutos. La respuesta llegó con un soplo.
–Regalos.

Joseph logró ver una sonrisa en la inmovilidad del rostro.

La larga calle de acceso a Johnson Hall bullía de actividad. Criados y mozos acarreaban tierra, troncos, sacos. Indios y Highlanders montaban guardia a la entrada de la calle. Más adelante, las cabañas de los esclavos, bañadas por el sol. Críos de pocos años se revolcaban entre perros y aves de corral. Mujeres negras hacían comidas, perseguían niños, lavaban ropa. Hacia el final de la calle, otros indios y escoceses formaban una segunda y mejor dotada guardia, hasta la puerta del edificio principal.

A pesar de tantos años, Joseph siempre quedaba impresionado por la gran fachada, por el número de ventanas, por la madera que a simple vista parecía piedra blanca. Por mucho tiempo había sido la casa de su hermana Molly, durante casi veinte años ama de llaves y compañera de William Johnson, madre de sus últimos ocho hijos. En el testamento, sir William no los había olvidado, les había dejado tierras y bienes en abundancia.

Joseph también le debía mucho al baronet irlandés: se había encargado de él desde muchacho, le dio educación, le había dado empleo como intérprete en el Departamento.

En las escaleras de la entrada principal les aguardaba un negro, anciano, vestido con una vieja librea de paño. Con una inclinación de cabeza indicó el edificio adyacente, ese que sir William, años atrás, había renombrado como «el despacho».

Antes de entrar, Joseph se volvió hacia Tekarihoga, que se quedó mirándole, en silencio como durante el viaje. Joseph pensó que la Tortuga no podía tener mejor representante.

8

La cosecha de regalos era copiosa. Tekarihoga podía considerarse satisfecho, más aún en un período difícil para intercambios y comercio. Ante todo, las pinturas para el rostro y cuerpo. Espejos de distintas formas y tamaños, con incrustaciones o piedras engastadas de varios matices. Un barril de melaza y uno de carne seca, porque el estómago también merecía atenciones. Chaquetas de lana, confortables, resistentes y de buen corte, mucho mejores que las de pieles. Tabaco para mascar de primera calidad. Collares de wampum. Un gran cuerno de buey lleno de pólvora negra.

La sala principal del despacho era muy amplia. Decoración sobria: una enorme chimenea central, bancos y sillas adosados a los muros, una imponente mesa al fondo tras la cual solía sentarse sir William. En las paredes, los retratos de los Johnson intercalados con mapas geográficos, antigua pasión del Viejo.

El Departamento estaba al completo.

Sir John Johnson, hijo de la primera esposa de sir William, estaba apoyado en la larga mesa, no quería ocupar el lugar de su padre.

A su izquierda, barriga que desbordaba de un sillón con anchos brazos de madera, Guy Johnson, yerno de sir William, elegido por él como su sucesor en el cargo de superintendente de Asuntos Indios.

Pocos pasos hacia la derecha, Daniel Claus, ceño fruncido y brazos cruzados. El alemán había hecho fortuna desposando a una hija del patriarca y convirtiéndose en superintendente de los indios de Canadá.

Frente a ellos estaba sentado el capitán Butler, competidor de los Johnson en el comercio de pieles, pero fiel aliado en política.

de los territorios del noroeste. Un importante nodo en la red de poder que William Johnson había tejido con paciencia y estrategia.

Pequeño Abraham, una esfinge sentada junto al propio cúmulo de regalos, daba al cuadro una pincelada diferente. Joseph y Tekarihoga tomaron asiento en sendos costados, sobre cómodas sillas.

Con un gesto de su mano, sir John pidió a Guy Johnson que hiciera los honores de la casa. El superintendente se aclaró la voz.

–Hermanos –dijo mirando a los sachems–, gracias por estar aquí, en un momento tan delicado para nuestra comunidad. Cuando urge tomar decisiones, el parecer de hombres sabios y expertos es como lluvia sobre tierra seca.

Dejó que Joseph tradujera, luego prosiguió con tono algo agitado.

–Tenemos noticias seguras de que la Milicia colonial está intentando secuestrarme y pedir a cambio concesiones, infligiéndonos un insoportable daño. Las calles del condado se han vuelto peligrosas, para aquellos que siempre nos hemos declarado leales al rey Jorge. Todo nos dice que la rebelión ya no es solo un problema bostoniano. Con la toma de Fuerte Ticonderoga, las milicias whigs controlan la navegación interna de Nueva York a Montreal. Corremos el riesgo de quedar aislados.

Joseph concluyó la traducción, en tanto Pequeño Abraham y Tekarihoga cruzaron una mirada cómplice. El sachem de Fuerte Hunter estaba considerado uno de los mejores oradores de la Casa Larga y sus palabras eran muy esperadas. Sobre todo porque en todo este asunto de la rebelión, aún no se había podido entender qué era lo que pensaba.

–Las preocupaciones de los hermanos ingleses también son las nuestras –comenzó–. Nadie debería entrar en la Casa Larga, amenazar a un amigo de mi pueblo y retirarse como un huésped cualquiera. Cuando llegué aquí, veinte guerreros de nuestra aldea me han recibido enseñando sus fusiles. La morada de Warraghiyagey es lugar muy especial para los mohawks, solo por detrás del sagrado fuego de Onondaga, y, como tal, tenemos la intención de protegerla. Otros veinte guerreros ya están en camino hacia rintendente y hemos prometido honrarlo siempre.

Acabada la traducción, todos esperaban que Pequeño Abraham continuara su discurso. En cambio, se dejó caer sobre el respaldo, señal de que había terminado, y tocó otra vez a Guy Johnson romper el silencio.

Agradeció al sachem por sus palabras, por la estima y la fidelidad. Luego, con la debida cautela, procuró dejar en claro que no era suficiente.

–Las noticias que me conciernen son una hoja que arde en un bosque en llamas. Esparcir agua sobre la hoja no apagará el incendio. Si se tratara tan solo de Guy Johnson, su familia bastaría para protegerlo, no habría necesidad de molestar a hombres como Tekarihoga y Pequeño Abraham.

Pequeño Abraham entendía el inglés e intervino sin esperar al intérprete.

–Hermanos, aquí se habla de una hoja que arde, pero nadie ha visto las llamas. Por eso he pedido una reunión a Philip Schuyler. Es el nieto del hombre que llevó a Hendrick a Londres y su palabra tiene mucho valor para mi pueblo. Si promete que nadie está intentando perjudicar a nuestro superintendente, esa promesa puede ser el viento que aparte del valle el olor del fuego.

Las palabras del sachem querían transmitir seguridad y Joseph se esforzó por traducir su propósito, pero el viento que soplaba entre los blancos anunciaba un temporal. Una reunión entre Pequeño Abraham y el general de los rebeldes sin duda no era una buena noticia.

El capitán Butler pidió la palabra. Cuando una discusión parecía perder el norte, siempre era él quien marcaba el derrotero.

–Pequeño Abraham tiene razón –dijo–. Siempre es oportuno controlar las voces que lleva un río y ninguno de nosotros hubiera convocado a los sachems sin antes haberlo hecho. Del mismo modo, nadie tenía dudas de que nos ayudarían a proteger Johnson Hall y al superintendente Johnson. Sin embargo, hay otros incendios. Algo lejanos, pero no tanto como para quedarnos tranquilos. El humo y las llamas de Lexington y Boston por Ethan Allen en la toma de Ticonderoga corren de boca en boca. Hablar con Philip Schuyler puede ser una buena idea, pero sus promesas no pueden apagar fuegos tan grandes. Es preciso que los mohawks intenten contener la amenaza, antes de que las llamas lleguen a quemarles.

–En pocas palabras, hermanos –intervino brusco sir John, que hasta ese momento había escuchado en silencio–, lo que queremos decir es que las guerras tienen un defecto que obliga a escoger de qué parte estar.

En la sala cayó el silencio. Guy Johnson enrojeció de vergüenza. Joseph no tradujo las palabras de sir John, sabía que los dos sachems habían entendido todo.

Sin mover un solo músculo, Tekarihoga comenzó a hablar en la lengua de sus padres, con tono bajo y acompasado. Un puñado de segundos, y luego paró. Pequeño Abraham cerró los ojos. Era su señal de aprobación.

La sala se llenó de silencio, mientras todos, uno a uno, dirigían la mirada a Joseph, a la espera de la traducción. Dejó que el silencio tomara cuerpo, materia interpuesta que unía y dividía a cada uno de ellos. ¿Qué había dicho Tekarihoga? «Si mi casa arde, mi vecino está en peligro.» Poco para los blancos. Su significado era: si mi problema puede afectar a otras personas, no es conveniente resolverlo solo. Se debe consultar a todos, empezando por los más cercanos, informar acerca del peligro, escuchar su punto de vista. Saber si están dispuestos a ayudarte. Una carga enorme para tan pocas palabras.

Joseph habló con voz grave y firme.
–Hermanos, el noble y sabio Tekarihoga saluda y agradece a todos. Él comparte las preocupaciones por las noticias recogidas y por las nubes que se van espesando. Las tierras y los bienes que compartimos tientan a muchos. Sabemos por experiencia de la codicia de ciertos colonos. El hecho de que algunos hijos hayan decidido rebelarse contra el padre inglés es una desgracia. Cuando los hermanos se amenazan con armas y las apuntan contra los padres, esto es siempre una calamidad y debe ser conjurada. Por eso Johannes Tekarihoga dice que es muy importante advertir a nos en la custodia de la puerta oriental de la Casa Larga, antes que el fuego nos llegue por sorpresa. Si la amenaza contra Guy Johnson es una hoja que arde en un bosque en llamas, entonces esa amenaza ya no es solo un problema nuestro. Que las Seis Naciones sepan el peligro que corre su superintendente.

Joseph dejó flotar las palabras en la habitación, en tanto Pequeño Abraham y Tekarihoga esbozaban una sonrisa, mostrando su conformidad por la traducción.

Los blancos se cruzaron miradas. Joseph intuyó la desconfianza. Desde el comienzo de la rebelión, los oneidas eran un enigma. Su predicador, Samuel Kirkland, era partidario de los whigs. Joseph lo conocía bien: habían estudiado juntos en el colegio de Lebanon, cuando eran jóvenes. Sir William siempre lo había considerado un instigador.

Guy Johnson decidió poner al mal tiempo buena cara.
–Las sabias palabras de los sachems siempre son bien acogidas por nosotros. Lo que dice Tekarihoga es muy razonable, nos pondremos en contacto con las otras naciones, primero con los oneidas. Si mi hermano Joseph se encarga de redactar el mensaje en mohawk, los honorables sachems podrán poner sus firmas.

Joseph se congratuló a sí mismo. Ante los blancos, hasta el más noble de los sachems contaba poco sin un buen intérprete.

Escrito en casa de Guy Johnson, mayo de 1775

Esta carta es para vosotros, oh grandes hombres o sachems. Guy Johnson dice que se alegraría de que vosotros, los oneidas, recibierais este despacho sobre su actual condición. Cada día está más seguro de las intenciones de los rebeldes. Guy Johnson tiene un gran temor a ser hecho prisionero por los bostonianos. Nosotros, los mohawks, estamos obligados a vigilarlo de forma permanente. Por eso os mandamos este despacho, para que estéis informados. Guy Johnson confía en que vendréis a prestarle ayuda, y tiene la certeza de que vosotros, sin duda, estaréis de acuerdo con esta idea. Él tiene fe en que no permitiréis dejar que sufra. Por tanto, os esperamos. Es todo por ahora. Nos dirigimos solo a vosotros, los oneidas, pero tal vez más adelante llamaremos a las demás naciones. Concluimos, dor, Guy Johnson, ya que todos somos una sola cosa.

Johannes Tekarihoga

Pequeño Abraham Joseph Brant (intérprete de Guy Johnson)

Joseph leyó en voz alta. Tradujo el texto del mensaje, intentando reproducir las formalidades y cortesías.

El inglés era un idioma mucho más tosco y conciso: al pasar de sus ojos a la boca las palabras se acortaron, perdieron resonancia, dejaron en la hoja parte de su significado. En la lengua del Imperio, a cada causa le seguía una consecuencia; a cada acción correspondía un solo fin; a cada situación, la conducta más adecuada. Por el contrario, la lengua de los mohawks estaba llena de detalles, salpicada de dudas, completada con numerosas aclaraciones. Cada palabra se extendía y alargaba para capturar cada uno de los sentidos y sonar en los oídos de la manera más apropiada.

En la carta, los sachems y Joseph se dirigían a los oneidas en calidad de hermanos mayores; las palabras habían sido escogidas de forma que conciliaran las posiciones de los mohawks de Canajoharie y Fuerte Hunter; expectativas y certidumbres de Guy Johnson habían sido descritas de manera que confirmaran su amistad con los mohawks sin generar dudas sobre la independencia de estos últimos. Guy era nombrado solo por su nombre, sin otra añadidura, ninguna frase generosa que exaltara su reputación. Aunque sir William no era mencionado, los oneidas comprenderían que este favor se pedía en homenaje a su memoria. De ahí la última frase: Joseph la había escrito y vuelto a escribir, hasta conseguir el tono conveniente, que le agradara incluso a Pequeño Abraham. Los hermanos menores serían puestos a prueba: ¿qué decisión tomarían? ¿Seguirían las inclinaciones de su reverendo presbiteriano o prestarían ayuda a los mohawks que protegían al heredero de Warraghiyagey? El llamamiento a la unidad de las Seis Naciones quedaba en equilibrio sobre un ordenado cúmulo de matices. El inglés perdía ocho sobre diez. Lo que quedó convenció a los blancos. Fue llamado un mensajero.

9

El delaware se detuvo y olfateó el aire.
–El perro está cerca.

El blanco sonrió. Hizo un gesto a los demás y avanzó, los ojos clavados en la espesura del bosque. Ahora que se fijaba bien, podía notar el olor a grasa de oso. Los salvajes preparaban con ella un repugnante ungüento para protegerse de los insectos. El guía indio que tenían, en cambio, para no alterar el olfato había adoptado la solución en boga entre los colonos: untarse de barro.

El bosque dio paso a un claro, la luz se reflejó en el suelo. Los hombres quedaron deslumbrados.

Una sombra escapó atravesando el follaje, unas cien yardas por delante del grupo de cazadores. Los blancos apenas la vieron, el delaware ya estaba corriendo en esa dirección.

Alguien gritó. Se lanzaron a la persecución.

La presa saltó matas y ramas caídas, huyendo a través del claro. Entrar en el bosque era la única forma de salvar la pi

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