Amor en Venecia, muerte en Benarés

Geoff Dyer

Fragmento

PRIMERA PARTE AMOR EN VENECIA

PRIMERA PARTE

AMOR EN VENECIA



Desgraciadamente, la película no era gran cosa; además, nunca me gustó la novela.

JOSEPH BRODSKY, Watermark

Los destituidos, los vencidos, los desencantados, los heridos, o los simples aburridos, parecen haber encontrado allí algo que ningún otro lugar puede ofrecer…

HENRY JAMES


Una tarde de junio de 2003 en que parecía que la invasión de Irak no había sido tan mala idea después de todo, Jeffrey Atman salió de su piso para dar un paseo. Tuvo que salir porque desde que se había pasado el alivio del principio ante la situación general —el alivio de saber que Saddam no había utilizado sus inexistentes armas de destrucción masiva contra Londres y que el mundo entero no había sufrido un holocausto—, los innumerables agobios y frustraciones de su situación particular habían vuelto a acosarlo. El trabajo de esa mañana había sido un coñazo. El supuesto «artículo de reflexión» (pensado para no exigir ninguna reflexión por parte del lector y poca más por parte del escritor, pero aun así superior a sus fuerzas) de mil doscientas palabras que tenía que escribir le provocó tal tedio que se había pasado media hora mirando fijamente el correo electrónico de una línea dirigido al editor que se lo había encargado: «No puedo seguir haciendo esta mierda. Atentamente, J.A.».

La pantalla presentaba un duro dilema: «Enviar» o «Eliminar». Así de simple. Si hacía clic en «Enviar», todo se acabaría. Si hacía clic en «Eliminar», volvería a donde había empezado. Si acabar con la vida de uno fuera tan fácil, habría miles de suicidios a diario. Te das un golpe en el dedo del pie camino del cuarto de baño. Clic. Al desayunar, te manchas el puño de la camisa de mermelada. Clic. Empieza a llover en cuanto sales de casa, pero te has dejado el paraguas arriba. ¿Qué hacer? Sube a por él, vete sin él y empápate, o… Clic. Pero mientras estaba sentado mirando fijamente el mensaje, a punto de mandarlo, sabía que no lo haría. La sola idea de enviarlo bastaba para disuadirlo. De modo que en lugar de mandar el mensaje o continuar con su artículo sobre una nueva y «controvertida» exposición artística de la Serpentine, se quedó sentado, paralizado, sin hacer nada.

Para romper el hechizo que lo atenazaba, hizo clic en «Eliminar» y salió de casa como si huyera de la escena de un espantoso crimen aún por cometer. Con suerte, el aire fresco (si se podía considerar tal) y el movimiento lo reanimarían y le permitirían dedicar la noche a acabar aquel absurdo artículo y hacer los preparativos del viaje a Venecia que debía realizar al día siguiente por la tarde. ¿Y cuando llegara a Venecia? Más bazofia en cantidades industriales. Debía cubrir la inauguración de la Biennale —esa parte estaba chupada—, pero le había surgido una entrevista con Julia Berman (o, al menos, una posible entrevista con Julia Berman) y ahora, además de escribir sobre la Biennale, se suponía que tenía que convencerla —que rogarle, suplicarle y rebajarse en general— para que le concediera una entrevista que garantizaría todavía más publicidad al álbum de próxima aparición de su hija e inflaría la hinchada reputación de Steven Morison, el padre, un artista extraordinariamente sobrevalorado. Además tenía que asegurarse, como mínimo, de que ella cedía a Kulchur los derechos exclusivos para reproducir un dibujo que le había hecho Morison, un dibujo que no había sido publicado antes y que no había sido visto por ningún miembro de Kulchur, pero que, debido al temor a que una publicación rival se hiciera con él, había adquirido el estatus de objeto excepcional y valioso. El valor de cualquier parte aislada del acuerdo era irrelevante. Lo que importaba era que, en términos de marketing y publicidad (o, desde un punto de vista editorial, de tirada y anuncios), todos los planetas se alinearan. Tenía que entrevistarla y que marcharse con el dibujo y los derechos para reproducirlo. Mandaba cojones… Una mujer que empujaba un cochecito de niño todoterreno le lanzó una mirada rápida y apartó la vista todavía más deprisa. Él debía de haberlo hecho: no hablaba en voz alta, sino que formaba palabras con la boca, sincronizando inconscientemente con los labios el torrente de quejas que le rondaban constantemente por la cabeza. Cerró bien la boca. Tenía que dejar de hacerlo. De entre todas las cosas que tenía que dejar de hacer, esa era la primera de la lista. Pero ¿cómo se deja de hacer algo cuando uno no se da cuenta de que lo está haciendo? Charlotte era quien se lo había hecho notar cuando todavía estaban juntos, pero seguramente él ya llevaba años haciéndolo. Hacia el final se refería a esa práctica de karaoke murmurado como «esa cosa». «Esa cosa —decía—. Ya estás haciendo esa cosa otra vez.» Al principio era una broma entre ellos. Luego, como el resto de cosas en un matrimonio, dejó de ser una broma y se convirtió en la manzana de la discordia, un problema, una fuente de resentimiento, uno de los múltiples factores que hacía la vida en el Planeta Jeff —como ella bautizó el yermo inhabitable de su matrimonio— insoportable. Lo que ella no entendía, decía él, era que la vida en el Planeta Jeff también era insoportable para él; de hecho, más que para cualquier otra persona. A eso se refería ella exactamente, decía Charlotte.

Hoy día no tenía a nadie que le avisara de que andaba por la calle pensando en voz alta. Era una costumbre muy fea. Tenía que dejar de hacerlo. Era posible que mientras andaba por la calle estuviera formando esas mismas palabras con la boca: «Es una costumbre muy fea, tengo que dejar de hacerla, es posible que mientras voy andando por la calle esté formando esas mismas palabras con la boca…». Volvió a cerrar la boca para interrumpir su hilo de pensamiento. El único modo de poner fin a la costumbre de formar palabras con los labios era dejar de formar las palabras en su cerebro, dejar de tener las ideas que formaban las palabras. ¿Y cómo lograrlo? Era una tarea importante, la clase de logro que se consigue en un ashram, y no de forma superficial en un salón de belleza. Al final, todo lo que a uno le pasa por dentro se manifiesta externamente. El interior se exterioriza… Hizo un esfuerzo por sonreír. Si pudiera acostumbrarse a hacerlo continuamente, de forma que su cara pareciera alegre en reposo, el exterior se interiorizaría y sería capaz de sonreír internamente. En cuanto dejaba de concentrarse en sonreír, su cara retomaba la norma adusta. «Norma» era sin duda la palabra adecuada. La mayoría de las personas que se cruzaban con él parecían terriblemente deprimidas. A juzgar por sus caras, muchas de ellas parecía que tuvieran el alma ceñuda. Tal vez Alex Ferguson estuviera en lo cierto y masticar chicle ferozmente era la única salida. De ser así, la solución estaba al alcance de su mano en forma de tienda de periódicos.

Tras el mostrador había una joven indi

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