La ciudad feliz

Elvira Navarro

Fragmento

LA LLEGADA

LA LLEGADA

1

Después de cenar su padre habló con la vieja en la cocina mientras Chi-Huei les espiaba desde el jardín. Su padre le entregó un sobre a la tía y Chi-Huei sintió un escalofrío similar al de la pesadilla que le acometía con frecuencia, mezcla de tifones, hojas con cuentas y uñas largas y rugosas clavándose en la piel de alguien que parecía ser su madre. De aquel sueño se despertaba siempre mirando hacia la puerta: una sombra agazapada en la penumbra del corredor, cuyas paredes estaban empapeladas y olían a refrito, estaba a punto de entrar. Su tía Li contó los billetes y los metió en un bote, y su padre salió de la cocina. De los matorrales ascendía un coro de grillos, monótono y preciso, ahogando el ronroneo del tráfico y el trasiego de voces vecinales disparadas desde las ventanas abiertas. El bochorno de la atmósfera estival rezumaba el olor entre dulce y ácido de los nísperos, y a Chi-Huei le gustaba pararse debajo del árbol aspirando la extrañeza de la noche, si bien ahora no estaba atento a su muda vibración. Se había quedado suspendido del dinero que la tía acababa de contar, de la vieja y de su padre reunidos en la cocina como si asistieran a un conciliábulo.

Aquella mañana la tía, que siempre le había cortado el pelo en casa con una maquinilla, lo había llevado por primera vez en su vida a la peluquería. El camino se le hizo eterno y excitante, a pesar de que la zona norte de Y., al pie de la montaña, estaba casi vacía. El cielo lucía gris, y al cabo de la cuesta interminable, a lo lejos, se levantaba imponente la montaña, de un intenso verde oscuro, que Chi-Huei miraba todos los días cuando cruzaba la calle para ir a la escuela. La sensación de estar caminando hacia ella fue por un momento tan fascinante que sintió que se ahogaba. Tirando de la mano de la tía, mientras señalaba a lo lejos, dijo:

–¿Vamos a ir allí?

–No –respondió la tía–. Te he dicho que vamos a la peluquería.

Pero a Chi-Huei le parecía imposible no alcanzar aquella maravilla que se alzaba sobre ellos, casi podía tocarla ya con las manos, y preguntó que si la peluquería no estaba allí, en la montaña.

La peluquería era un pequeño establecimiento atendido por un señor de mediana edad, vestido con una bata blanca salpicada de pelos, que le sentó en una silla de escay azul frente a una pared de espejo y le hizo esperar quince minutos. La tijera le provocó escalofríos en la nuca, y cuando terminó quiso reclamar los mechones negros esparcidos sobre la losa, que el peluquero barría ya con una escoba. Todo el camino de vuelta se lo pasó mirando hacia atrás, interrumpiendo continuamente los andares ágiles de la vieja, que le espetaba «¡Vamos!», y con una sensación insoportable de pérdida e impotencia, pues ya nunca podría subir a la montaña. No concebía irse para siempre de allí sin haber satisfecho aquel deseo, que en ese momento le pareció la realización definitiva de su corta vida. Cabizbajo, se dedicó a levantar la tierra de los arriates del patio, cuyo declive evitaba las inundaciones del monzón. Los arriates, debido a las frecuentes lluvias, estaban siempre húmedos, y a veces Chi-Huei se entretenía haciendo bolitas de tierra que luego dejaba secar al sol. Pero esta vez no hacía bolitas; tan sólo escarbaba con un palo mientras pensaba en la montaña que jamás volvería a ver, y que de repente era más importante que la vieja y el orden diminuto y estático de los días que lo habían hecho feliz sin saberlo, porque todavía no tenía noción de lo que era la felicidad. La montaña se erigía como símbolo de lo que deseaba y jamás haría. Cuando la vieja se percató de sus pantalones perdidos de tierra a punto estuvo de pegarle una paliza, pero se contuvo. La amenaza que se cernió sobre él durante aquellos breves instantes hizo que se olvidara de la montaña. Comió en calzoncillos, silencioso y contrito, y después la tía lo metió en la bañera. Repeinado y con ropa limpia, esperó sentado en una silla del patio, muy quieto, atento a las sombras del otro lado de la puerta, que lucía grietas portentosas, a través de las cuales, y hasta hacía medio año, Chi-Huei se había dedicado a espiar a su vecino, el viejo señor Chao Li. El señor Chao Li tenía una casa más grande que la de la vieja, a la que se accedía por un patio separado de la calle mediante un muro bajo con rejas. En mitad del patio el tío Chao Li, que era como lo llamaba Chi-Huei, tenía una inmensa jaula con gallinas. Hacía ya medio año que el tío había muerto, y su casa había sido demolida. Un edificio tan gris como los que se construían en esa calle y en las adyacentes, y más lejos aún, por toda la ciudad edificios grises, iba a ser levantado en el solar, todavía lleno de escombros.

–¿Puedo jugar ya? –preguntó Chi-Huei.

–No. Tu padre tiene que estar a punto de llegar –respondió la vieja.

Pero su padre no llegaba, y para que no se pusiera nervioso y empezara a dar la lata, la tía le dejó ver los dibujos animados. En unos cuantos minutos Chi-Huei se olvidó también de la espera, sumergiéndose con una sensación de absoluta paz en los movimientos de los muñecos en la pantalla.

A las cuatro de la tarde sonaron tres golpes. La vieja se había quedado dormida en el sofá, frente al televisor, y Chi-Huei se deslizó del sillón y salió al patio. Los cristales le devolvieron una imagen borrosa de la vieja en el sofá, y convencido de que no iba a despertarse ni con cien golpes más, se sentó tranquilamente en el suelo, muy cerca de la puerta. A través de una rendija observó los pantalones de paño azul marino y la camisa blanca, algo deslucida, del hombre que, se suponía, era su padre. No tenía sensación alguna de estar ante un padre. Se quedó muy quieto; volvieron a caer más golpes, cinco esta vez, sordos e impacientes, y luego aquel extraño miró por la cerradura. Chi-Huei pudo seguir el movimiento de su ojo, que enfocaba la casa y le pasaba por alto. No fue capaz de permanecer en el suelo; de un salto se levantó y echó a correr, mientras el hombre de la calle pronunciaba su nombre con una energía que le resultó odiosa. Pasó como un rayo junto a la vieja, despertándola, y se encerró en su habitación. Todavía podía oír, lejanos, los gritos del hombre de la calle, que disparaba alternativamente su nombre y el de la vieja, con autoridad, y también con cierta alegría. «¡Ya va!», decía la vieja. No escuchó nada de la conversación que su padre y la tía mantuvieron en el salón, ocupado como estaba en esconderse en algún sitio. Lo que sí oyó fue: «Chi-Huei ha salido corriendo», y luego el sonido de la puerta al abrirse. Se hizo el dormido sobre la cama.

–¿No quieres saludar a tu padre, niño tonto? –le dijo la vieja. Chi-Huei se puso en pie, y sin responder, con la vista clavada en el suelo, se acercó. Miró el cuello delgado y el rostro macilento, parecido al de las fotografías, y por ello mismo profundamente extraño, turbador. Su padre se agachó. Estaba muy delgado y le olía mal el aliento.

–Se ha enfadado porque no ha venido su madre –se disculpó la vieja.

Estaba apoyada en la cómoda

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