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Después de comer, Jane y Roche salieron de su casa en la Sierra para dirigirse a Thrushcross Grange. Condujeron hasta la calurosa ciudad al pie de las colinas, y después la atravesaron en dirección a la carretera costera, por calles repletas de lemas pintados: «Negro auténtico, no votes», «El control de la natalidad es una conspiración contra la raza negra».
El mar olía a ciénaga; apenas se rizaba, poseía brillo, más que color; y el calor parecía atrapado bajo la bruma rosácea del polvo de bauxita procedente de la estación de carga de mineral. Más allá del mercado, donde se descargaban camiones frigoríficos; más allá del vertedero, que ardía en lo que había sido un manglar, con negros cuervos carroñeros encorvados sobre los postes o saltando por el suelo; más allá de las construcciones en laderas de las colinas; más allá de los nuevos complejos residenciales, hileras de cubos de hormigón y chapa ondulada sin pintar que recordaban los poblados chabolistas derribados para efectuar esa renovación urbanística; más allá de los niños desnudos que jugaban en el polvo rojo de las nuevas y rectas avenidas, la ropa que colgaba como harapos en los tendederos de los patios; más allá de todo esto, el terreno se despejaba un poco. Y se podía ver el territorio sobre el que se había extendido la ciudad: a un lado, la ciénaga, desecada hasta formar una gran llanura; al otro lado, la hilera de colinas que se alzaban desde la planicie.
Ese terreno abierto no se prolongaba mucho. Los pueblos se habían convertido en barriadas periféricas. A veces había un anuncio pintado en el muro lateral de una casa de hormigón. En los campos que aún pervivían había vallas publicitarias. Y pronto se llegaba a un área industrial. Ahí empezaban las señales para Thrushcross Grange: el nombre, la distancia en millas, un puño pintado a modo de emblema, el eslogan «Por la tierra y la Revolución», y una franja en la parte inferior con el nombre de la compañía que había colocado el cartel. Los carteles eran todos nuevos. Los embotelladores locales de Coca-Cola habían puesto uno; también Amal (la empresa estadounidense de bauxita), varias compañías aéreas y muchas tiendas de la ciudad.
Jane dijo:
–Jimmy asusta a un montón de gente.
Roche, con cierta pinta de payaso debido a las gafas de sol baratas que llevaba para conducir, dijo:
–A Jimmy le gustaría oírte decir eso.
–Thrushcross –dijo Jane.
–«T’rush-cross.» Así es como se pronuncia. Es de Cumbres
borrascosas.
–Ya me parecía que sonaba muy inglés.
–No creo que signifique nada. No creo que Jimmy se vea
como Heathcliff ni nada por el estilo. Hizo un curso de escritura, y ese era uno de los libros que tenía que leer. Me parece
que simplemente le gusta el nombre.
Las colinas humeaban, como todos los días desde primera hora de la mañana: finas columnas de humo blanco que adquirían el color del polvo y se mezclaban con la bruma. Por encima del ocre de los asentamientos que había más abajo, la sequía había teñido las colinas de marrón; y sobre ese fondo pardusco los incendios de los matorrales habían dejado parches de color rojo oscuro. La carretera asfaltada era de un negro húmedo, distorsionada a lo lejos por ondas de calor. El fuego había ennegrecido la hierba, y en algunos lugares seguía ardiendo. A veces, por encima del ruido del coche, Jane y Roche oían crepitar unas llamas que, en la brillante luz, no podían ver.
En aquella zona industrial el tráfico era denso, pero la tierra seguía mostrando su reciente pasado agrícola. Aquí y allá, entre las grandes naves y los edificios modernos de hormigón sin enlucir, las altas vallas de alambre y los terrenos ajardinados, seguía habiendo campos, vestigios de las grandes fincas, junto con los propios de los pueblos: huertas, viejas casas de madera edificadas sobre postes, cabañas, patios delanteros pelados con matas de zinnias, arbustos de ixora y setos de hibiscos. La hierba crecía en los campos a ambos lados de la carretera; unos carteles ofrecían terrenos para la construcción de viviendas o fábricas. De vez en cuando se veía un solitario coche herrumbroso en alguna hondonada, como si se hubiese salido de la carretera y lo hubieran dejado allí; otras veces eran montones los vehículos abandonados.
Jane dijo:
–Pensaba que Inglaterra estaba en decadencia.
Roche preguntó:
–¿Decadencia de qué?
Dejaron atrás las fábricas. El tráfico disminuyó y, cuando salieron de la carretera principal, entraron por fin en lo que parecía el campo. Pero los matorrales tenían un aspecto dejado, marchitos por la sequía. Se veían áreas pavimentadas de hormigón y asfalto; y, a veces, hileras de pilares de ladrillo rojo sobre los que trepaban enredaderas secas, que evocaban antiguas excavaciones: los pilares bien podrían haber sostenido el suelo de un baño romano. Eran los restos de algún complejo industrial, alguno de los proyectos fallidos de los primeros días de la independencia. Se ofrecieron exenciones fiscales a los inversores extranjeros; muchos habían acudido allí por las exenciones, pero después se habían marchado a cualquier otro lugar.
Roche dijo:
–Espero que haya algo que ver. Pero lo dudo.
–¿Le dijiste que venía?
–Se puso a la defensiva cuando lo supo, pero creo que estaba contento. Dio la habitual excusa: la sequía. Pero Jimmy es así. El mundo siempre lo trata injustamente. –Roche hizo
una pausa–. No es el único.
Jane no dijo nada.
Roche dijo:
–Dice que algunos de los chicos se han marchado. De vuelta a la ciudad, supongo. Y no creo que les guste tener la sensación de que viene gente a espiarlos.
–¿Quieres decir que lo único que buscan es publicidad?
Roche sonrió.
–No les hará ningún daño que los pillemos por sorpresa.
Es la única forma: obligarlos a que hagan lo que dicen que
quieren hacer.
Las carreteras del antiguo complejo industrial eran estrechas, los arcenes estaban llenos de maleza y trozos de la áspera superficie de grava estaban desgastadas. La tierra, que formaba parte de la gran llanura, era plana, pero ahora las zonas de arbustos eran más escasas, y se mezclaban con otras de bosque bajo. Seguía habiendo muchas carreteras, pero los desvíos eran todos iguales, y a un forastero le resultaría fácil perderse. Desde que habían salido de la carretera principal no habían visto ningún letrero de Thrushcross Grange. Pero entonces, abruptamente, surgió en el páramo un nuevo cartel amarillo, rojo y negro, coronado por el puño emblématico:
thrushcross grange comuna del pueblo por la tierra y la revolución
La entrada sin permiso previo está terminantemente prohibida en todo momento Por orden del Alto Mando, james ahmed (Haji)
En una franja de la parte inferior, en letras blancas sobre fondo rojo, aparecía el nombre de la compañía local, Sablich’s, que había instalado el cartel.
Roche dijo:
–Tuvimos que suavizar el tono de Jimmy.
Roche trabajaba para Sablich’s.
Jane preguntó:
–¿Haji?
–Según tengo entendido, un Haji es un musulmán que ha
peregrinado a La Meca. Jimmy lo utiliza como «señor» o «don».
Cuando se acuerda, claro.
Poco después del cartel, había una carretera más estrecha. La cogieron. Algo más adelante llegaron a una garita pintada a rayas diagonales negras y rojas. Estaba vacía; y la barra metálica, también pintada a rayas negras y rojas y con un contrapeso a un lado a modo de barrera, estaba levantada. Continuaron. La carretera era tan estrecha como la que habían dejado atrás, con bordes irregulares y el asfalto comido por los garranchuelos y los hierbajos del margen silvestre. Conducían a través de matorral y bosque bajo; todavía no había ninguna señal de cultivos.
Jane dijo:
–Tienen mucha tierra.
–Así es –contestó Roche–. Jimmy es irracional en casi todos los sentidos. Pero de algún modo consigue que se hagan
las cosas. Sablich’s estaba pensando comprarlo todo. Una inversión, supongo. Pero entonces llegó Jimmy y cedieron esta parte. Un contrato de arrendamiento de veinticinco años. Regalado. Así de sencillo.
Roche se echó a reír, y Jane le vio las muelas: separadas, con las raíces negras, las encías altas: como un fugaz vislumbre de su calavera.
La carretera se curvaba hasta emerger a un área grande y despejada, delimitada en tres de sus lados por bosque, unas paredes forestales que parecían entretejidas por los troncos claros y delgados y las ramas blancas de madera de coníferas. La tierra despejada había sido arada y labrada de punta a punta. Los surcos se veían llenos de tallos de un color verde brillante; y los caballones, uno o dos de los cuales mostraban una siembra caótica y fallida, eran de un color marrón claro y parecían secos como el hueso. Alejado de la carretera, pegado a una de las paredes del bosque, había un cobertizo bajo y abierto, con un techo de hojas de palma redondeadas. Junto a él, parcialmente metido en el bosque, se veía un tractor rojo: parecía tan abandonado como los herrumbrosos coches que habían divisado entre las altas hierbas de los terraplenes que había junto a la carretera. El campo parecía asimismo abandonado. Pero entonces Jane vio a tres hombres, luego a un cuarto, que trabajaban en el extremo más alejado, camuf lados con el bosque.
Roche dijo:
–Eso es en nuestro honor. O en el tuyo. Ahora es su período oficial de descanso. Nadie trabaja en los campos a esta hora
de la tarde.
Tras aquella área despejada se metieron de nuevo en el bosque, entretejido por las delgadas ramas blancas de las coníferas y sustentado por pilares de palmeras, sus rectos troncos erizados de tallos negros de los que colgaban frondas muertas y puntiagudas, y racimos de frutos amarillos con cáscaras de un verde grisáceo y forma de barca. Después, volvían a abrirse claros en ambos márgenes de la carretera. En un lado, el bosque había sido cortado y reducido a tocones y matorral. En el otro, la tierra se veía desnuda y limpia, despojada de árboles, palmeras y arbustos; en algunos lugares, la zona desbrozada se había convertido en una arcilla rojo pálido. A cierta distancia de la carretera, en ese mismo lado, sobre una suave pendiente pardusca, había una cabaña alargada de muros de cemento y techo inclinado de chapa ondulada. Se alzaba solitaria en medio de aquel refulgente vacío. El techo, brillante bajo el calor, apenas sobresalía del muro, y no daba nada de sombra.
El coche se detuvo y se hizo el silencio. Ni siquiera cuando cerraron las puertas de golpe salió nadie de la cabaña. No hacía viento; la pared de bosque, de un verde mortecino, estaba en calma; la carretera de asfalto era lisa bajo la gravilla. Jane y Roche cruzaron la zanja seca por un puente construido con tres troncos entrelazados. La tierra quemaba. Jane quería sombra, pero la única era la del umbral oscuro, casi negro, de la cabaña alargada.
Ella caminaba delante de Roche, como si, como siempre, conociera el camino. Él se había detenido para mirar a su alrededor. Cuando la vio subir la suave pendiente hacia la puerta de la cabaña, sintió que, como había temido, su presencia en aquel lugar era un error y parecía una intromisión. La blusa f loreada, a través de la que se transparentaba el sujetador, los ajustados pantalones que modelaban su estómago, su entrepierna y su hendidura en una única y repentina curva: todo eso en la ciudad tenía un pase, y en el centro comercial de la Sierra apenas llamaría la atención, pero aquí parecía provocativo, una excesiva informalidad en el vestir: Londres, extranjero, erróneo. Y Roche pensó de nuevo que era muy blanca, de un color que no se parecía en nada al de los blancos locales. Era lo bastante blanca como para resultar indescifrable; ni siquiera podía aventurarse su edad. Caminó rápidamente hacia ella, protector. Un perro abandonado de color claro, costillas marcadas y hocico afilado, salió de la parte trasera de la casa y se quedó quieto mirándolos sin interés.
Al principio, la cabaña parecía fresca, y, tras el resplandor del exterior, se veía oscura. Al entrar, pasando directamente del suelo de tierra a uno de cemento, vieron un archivador de acero en un rincón sin barrer, una vieja silla de cocina y una mesa polvorienta con lo que parecía una cochambrosa máquina de escribir, una cochambrosa multicopista y algunas bandejas de metal. Después, cuando sus ojos se acostumbraron a la luz interior, vieron también dos hileras de camas metálicas que llegaban hasta el final del suelo de cemento de la cabaña. No todas estaban hechas; algunas solo tenían delgados colchones con funda de rayas. La ropa colgaba de clavos sobre las camas que se utilizaban: coloridas camisas de tela sintética brillante, jerséis, los vaqueros que parecían, tan agresivos puestos, tan anodinos quitados.
Cuatro o cinco de las camas estaban ocupadas. Los chicos u hombres jóvenes que estaban tumbados en ellas miraron a
Jane y Roche, y después a la chapa ondulada o a la pared de enfrente. Sus rostros de un color negro brillante permanecieron inexpresivos, sin signos de haber registrado la presencia de extraños en la cabaña.
Roche dijo:
–Mannie.
El chico respondió, sin moverse:
–El señor Ahmed se está bañando.
Roche se echó a reír.
–¿Bañando? ¿Jimmy ha estado trabajando con vosotros?
Mannie no contestó.
Jane podía sentir la arenilla en el suelo de cemento a través de las suelas de los zapatos; le daba dentera.
Roche le dijo a Jane, y era como si se dirigiera a los chicos: –Lo han construido todo ellos. –Se quitó las gafas oscuras y perdió parte de su aspecto de payaso; parecía más reservado de lo que sugerían su voz o su actitud. Se llevó a la boca el extremo de una patilla de sus gafas–. Mannie, tú fuiste el albañil, ¿no?
Este se incorporó con los pies colgando a un lado de la cama. Era pequeño y delgado. Junto a la cama, en un saco de arpillera en el suelo, había como una docena de tomates verdes.
La cabaña, que al principio había parecido fresca, ya no lo era tanto; Jane era consciente del calor que irradiaba la chapa ondulada. Y la cabaña era más diáfana de lo que había pensado; en realidad, estaba llena de luz. Ventanas alargadas, con lamas de cristal traslúcido enmarcadas en aluminio, se sucedían en la parte superior de la pared que daba a la carretera. Todo estaba expuesto, iluminado y abierto a la inspección: los chicos, sus caras, sus ropas, las camas estrechas, el suelo debajo de estas.
En la pared, junto al archivador, lo que había parecido en principio un gran plano era en realidad un horario. Jane lo estaba examinando –abluciones, té, trabajo en el campo, trabajo en el barracón, trabajo en el campo, desayuno, descanso, trabajo en el barracón, cena, debate– cuando oyó que Roche decía «Jimmy», entonces miró y vio a un hombre en la puerta que había al fondo de la cabaña.
Al principio, era solo una silueta que se recortaba contra la blanca luz del exterior. Cuando entró pudo ver que iba desnudo de cintura para arriba, con una toalla sobre el hombro. A medida que recorría el ancho pasillo entre las camas metálicas, avanzando con pasos cortos y ligeros, daba una creciente impresión de pulcritud física. Lo que provocaba esa sensación era la esbeltez de su cintura, la anchura de sus hombros, la expresión inescrutable de su rostro, sus mejillas cuidadosamente afeitadas, su bigote recortado, y sus pantalones de tela ligera y de color beis, muy ceñidos al cuerpo, de modo que todo él parecía ligero y ceñido de la cintura a los zapatos. Los propios zapatos eran de suela fina y en punta, relucientes bajo una pátina de polvo rojo.
Jane había esperado ver a alguien más tosco físicamente y más negroide, alguien al menos tan negro como los chicos, pero aquel hombre, de cerca, parecía claramente chino. El espeso bigote enmascaraba la forma de su labio superior y subraya la prominencia más que la plenitud del labio inferior. Sus ojos eran pequeños, negros e inexpresivos; eso, y el bigote, que sugería una boca firmemente cerrada, hacían que pareciera reservado, tenso, inescrutable.
Le dijo a Roche «Massa» y asintió en dirección a Jane sin que pareciera haberla visto. Sin apresurarse, indiferente al silencio, se quitó la toalla verde del hombro y la dejó en el respaldo de la silla de cocina, y luego cogió una túnica de un gris verdeazulado que colgaba de un clavo en la pared. El color apagado mitigaba el contraste entre su rostro y su pecho, más pálido, haciendo que su aspecto resultara menos turbador. Una vez por fin vestido, tiró del cajón de la mesa y dijo:
–Sí, massa. Como ves, seguimos aguantando.
Jane dijo:
–Veo que tenéis una máquina multicopista.
–De segunda mano de Sablich’s –contestó Jimmy–. Más
bien de última mano.
Roche dijo:
–Ayudaría que supierais usarla.
–Sí, massa. –Sacó algunas hojas ciclostiladas del cajón y se
las dio a Jane–. Esto te pondrá en antecedentes.
La hoja de arriba estaba manoseada y se notaba polvorienta. Jane leyó: «Comunicado n.º 1 clasificado».
Roche dijo:
–Eso es un cuento de hadas. Veo que el tractor sigue fuera
de combate, Jimmy. ¿No vino Donaldson?
–Hmm. ¿Eso es lo que te contaron en Sablich’s?
–¿No vino?
–Sí, massa. Donaldson vino.
Roche dejó el tema. Dijo:
–Muy bien.Vamos a ver lo que has hecho con la fosa séptica.
Los dos hombres salieron a la luz del sol. Jane se quedó
dentro. Ahora sentía los ojos de los chicos sobre ella, y miró
las hojas ciclostiladas que tenía en la mano. «Todas las revoluciones empiezan con la tierra. Los hombres nacen en la tierra,
cada hombre tiene su lugar, es su derecho de nacimiento, y
debe reclamar su porción de la tierra en fraternidad y armonía. Con este espíritu llegamos como un grupo intrépido al
bosque virgen, es el estilo de vida y la filosofía de Thrushcross
Grange.» Así empezaba el comunicado. Pero, al seguir leyendo, Jane vio que pronto se convertía en lo que Roche había
dicho: un cuento de hadas, una redacción escolar, confusa y
agramatical, sobre la vida en el bosque, sobre las ansiedades,
los peligros y las necesidades de hombres aislados, sobre la falta de agua, electricidad y transporte. Y luego un montón de
quejas, sobre la gente y las compañías que habían prometido
cosas que no habían cumplido, sobre un equipamiento donado que había resultado defectuoso.
Jane levantó la vista de las hojas multicopiadas y pilló a uno de los chicos mirándola. En la pared que había encima de su cama vio un póster: un dibujo a bolígrafo de Jimmy Ahmed, todo él pelo, ojos y bigote, y más negroide de lo que era, con unas palabras toscamente escritas debajo: «No soy el esclavo ni el semental de nadie, soy un guerrero y un abanderado – Haji James Ahmed».
Las oblongas ventanas mostraban un cielo incoloro. Pero ahora Jane percibía algo más que el calor: notó una sensación de desolación. Más adelante, en la Sierra, en Londres, esa visita a Thrushcross Grange podría ser una anécdota. Pero en aquellos momentos, en aquella cabaña, con el maltrecho equipamiento de oficina en la mesa, los dibujos y los recortes de periódicos mostrando a chicas negras colgados en las paredes, con aquellos jóvenes en las camas metálicas, con la luz y el vacío fuera, y el bosque circundante, sentía que había entrado en un mundo completamente distinto.
Oyó un siseo. Era uno de los sonidos callejeros que había aprendido a reconocer en la isla. Así era como los hombres llamaban a alguien desde lejos: ese siseo podía oírse por encima del ruido de los vehículos en una carretera con mucho tráfico. Este procedía de uno de los chicos de las camas. Sabía que iba dirigido a ella, pero no prestó atención e intentó seguir leyendo.
–Hermana.
No miró.
–Señora blanca.
Levantó la vista. Dio un paso hacia las camas. Después, envalentonada por ese movimiento, avanzó entre ellas, buscando al que había hablado.
Mannie era el único que estaba sentado; los demás seguían tumbados. Uno de los chicos pareció atravesarla con la mirada cuando pasó por delante de su cama. Pero después le oyó decir en voz baja, como si hablara para sí mismo: «Así que sabes tu nombre». Y el chico de la cama contigua dijo en voz más alta y de manera abrupta, sin mirarla, mientras su rostro reluciente descansaba de lado sobre su fina almohada, y sus ojos muy juntos e inyectados en sangre permanecían fijos en la puerta de atrás: «Dame un dólar».
Su cara era extrañamente estrecha y retorcida por un lado, como si hubiera nacido con una malformación. Tenía el ojo del lado deforme medio cerrado, y unos bultos prominentes y brillantes en la frente y las mejillas. Llevaba el pelo recogido en pequeñas trenzas: una cabeza de Medusa.
Jane sacó un monedero del bolso y le ofreció un billete rojo de un dólar, doblado en cuatro partes. Levantando el brazo, pero sin cambiar de postura, él cogió el billete, dejó que su mano cayera sobre la cama y dijo: «Gracias, señora blanca». Y entonces no había nada más que decir o hacer. Jane caminó de nuevo entre las camas, sintiendo el silencio detrás de ella, y salió a la luz del sol, pasando del suelo de cemento de la cabaña a la arcilla roja y caliente.
Contempló las palmeras, sus rectos troncos envueltos en la bruma de agujas negras, sus corazones vivos y putrefactos, como vendados con jirones de arpillera. La tierra estaba roturada, despejada y limpia hasta la carretera y la pared de bosque. Pero el terreno que quedaba detrás de la larga cabaña parecía descuidado y medio abandonado. Vio algunos gallineros vacíos, toscamente construidos con viejas tablas y con combadas paredes de rejilla de alambre: como los gallineros de los patios abiertos del proyecto de renovación de la ciudad: y allí en medio de la maleza, causaban ya un efecto de suburbio degradado. Vio montones de maderas viejas y láminas de chapa ondulada, rollos de alambrada herrumbrosa vieja, bidones: basura de patio trasero. Distinguió también una especie de pozo: montículos de arcilla seca, una pila de bloques de cemento. En el límite del claro había una letrina de chapa ondulada sobre una alta base de cemento. Se veía plateada bajo la intensa luz, y la puerta estaba abierta. Se había fijado un techo de paja al muro trasero de la cabaña, en su extremo más alejado. Empezaba a media altura y descendía casi hasta el suelo. Bajo su negra sombra, sobre un fregadero construido con ramas cortadas, había cuencos de esmalte, platos y palanganas sin lavar; el suelo de debajo se veía oscuro y mugriento. Desolación: ahora sintió urgencia por alejarse de allí.
Cuando vio a Roche y Jimmy Ahmed caminando hacia donde estaba ella, pudo apreciar, por la tristeza y la irritación en el rostro del primero, que habían discutido. Pero Jimmy se mostraba tan inexpresivo como antes, con su boca firmemente cerrada bajo su bigote.
Roche dijo:
–Un día de estos te vas a encontrar con una epidemia entre manos.
Jimmy contestó:
–Sí, massa.
Roche sonrió a Jane. La irritación de él era como la suya, pero su sonrisa la deprimió. Aquella sonrisa suya, que una vez le había parecido melancólica y llena de ironía, surgida de una visión más amplia del mundo, ahora solamente parecía contener una ironía estática y sin sentido. Y menos que eso: sarcasmo, frustración, mal humor.
Fueron en busca del coche para ir al campo de cultivo. Jane se sentó delante con Roche; Jimmy, en la parte de atrás. Demasiado pronto para ella, que habría preferido dar la visita por terminada, salieron del coche a la renovada conmoción de luz y calor y desde la carretera cruzaron hasta el sendero que había al final del campo nivelado, junto a la linde del bosque. Caminaban uno detrás de otro: Roche, Jane, Jimmy. Roche seguía irritable. La impasibilidad de Jimmy había derivado en una especie de calma. Con Jane era incluso considerado: ella se dio cuenta inmediatamente.
–¿Qué tal te ha ido con los chicos? –preguntó Jimmy con su suave voz.
–No hemos hablado mucho.
–No tienen mucho de que hablar –dijo Roche, sin volverse.
Jimmy emitió su gruñido.
–Hmm.
El sol caía con fuerza sobre ellos, y también sobre la pared del bosque, más seco, menos verde y denso de lo que parecía a lo lejos. No corría una brizna de aire. El sendero era duro y lleno de baches, y levantaban polvo al andar. Jane sudaba; el polvo se le pegaba a la piel.
Roche preguntó:
–¿Te han pedido dinero?
–Uno de ellos me ha pedido un dólar.
Jimmy dijo:
–Era Bryant.
–Un chico con trenzas. Muy negro.
–Bryant –confirmó Jimmy.
Roche preguntó:
–¿Se lo has dado?
–No.
Jimmy dijo:
–Hmm.
Caminaron entre el bosque y el campo seco, pasando junto a los surcos donde hierbas de un verde intenso crecían en la tierra abrasada; junto al tractor rojo abandonado con el nombre «Sablich’s» pintado; junto al cobertizo desmoronado con techo de paja, donde largos plantones de tomate amarilleaban en cajas poco profundas de tierra seca; junto a excrementos humanos que encontraron en dos puntos en medio del sendero. Sortearon en silencio las heces.
Entonces Jane, pensando en la sombra, y al mismo tiempo en algo que pudiera facilitarles la vida a Jimmy y sus chicos, preguntó:
–¿Vais a plantar árboles frutales?
Jimmy dijo:
–A largo plazo. En esta fase del proyecto necesitamos dinero y nos concentramos en cultivos comerciales.
Llegaron al final del campo, donde cuatro chicos con vaqueros y botas de goma se inclinaban a horcajadas sobre sendos caballones. Como en una parodia de los grabados de las plantaciones decimonónicas, que los lugareños habían empezado a coleccionar, los chicos, de mirada huraña y desganada, como si estuvieran realizando una tarea desagradable, plantaban largos tallos de tomate que, en cuanto se introducían en sus polvorientos agujeritos, encorvaban y marchitaban.
Jimmy le dijo a Jane, como si le hablara de un cultivo puramente autóctono:
–Tomates. Puedes pagar ochenta centavos por una libra en el mercado. La venta, massa… ese va a ser el problema.
Roche dijo:
–Nos ocuparemos de eso cuando llegue el momento.
Dejaron a los chicos atrás y caminaron hasta la linde del
bosque, donde crecían unas matas de bambú crecían que se
arqueaban sobre el campo. Hacía fresco a la sombra del bambú, y el suelo era blando y estaba tapizado con hojas muertas.
Los tallos, de tonos que iban desde el verde brillante hasta el
amarillo cromado y el color pajizo, se mecían bajo su propio
peso y crujían al rozarse entre sí. Una de las plantas estaba quemada, pero ya habían empezado a salir brotes verdes de su corazón ennegrecido y ceniciento.
En esa parte del campo, a la sombra del bambú, las hierbas habían crecido hasta convertirse casi en matorrales. Caminaron a través de ellas hacia lo que Jimmy dijo que era el huerto; las verduras que crecían allí eran solo para consumo de Thrushcross Grange. El huerto estaba oculto bajo una capa de hierba que llegaba a la altura de la rodilla, sin ningún rastro de surcos o caballones. Ni Jimmy ni Roche parecían sorprendidos. Jimmy, repentinamente enérgico, apartó las hierbas para buscar lo que habían plantado y mostrar lo que había crecido: berenjenas deformes, pálidas; quingombós raquíticos. Estaba emocionado: era como un hombre que descubre la simplicidad de la Naturaleza, sus leyes inmutables, los procesos que funcionan para él igual que para los demás.
Jimmy no vivía en Thrushcross Grange. Su casa estaba a poca distancia, separada de la cabaña comunitaria por una zona boscosa. Había un sendero a través de los árboles, pero también se podía acceder por las carreteras aledañas del antiguo complejo industrial; así que fueron en el coche.
La invitación fue inesperada; a Roche siempre le había parecido que Jimmy era muy reservado con respecto a su casa. Pero Jane no estaba sorprendida. Ya había empezado a pensar que la frialdad inicial de Jimmy solo había sido una forma de ansiedad; que consideraba la visita importante y se había preparado para ella, había preparado su entrada, su rostro inexpresivo y hermético; y que se había ido relajando gradualmente, convirtiéndose poco a poco en un hombre ansioso por causar buena impresión, por exhibirse. Había habido un momento en el huerto en que, mientras Jimmy se inclinaba para apartar las malas hierbas de las plantas, Jane había pensado: «Es un candidato». Y su irritabilidad, que hasta entonces había sido la irritabilidad del calor y la repugnancia, había dado paso a la irritabilidad de la mujer que sabe que está siendo cortejada. Entonces había empezado a sentirse más cómoda.
Incluso antes de llegar a la garita pintada a rayas, Roche, oculto tras sus gafas de sol, había reconocido el nuevo estado de ánimo de Jane. Era algo que recordaba de sus primeros días en Londres: esa irritabilidad, mezclada con una abrupta coquetería, que constituía su estilo personal. La anémona de mar, pensó, agitando sus filamentos en el fondo del océano. Firmemente arraigada, e indiferente hacia lo que atrae. La mujer fatal, infinitamente despreocupada, infinitamente inconsciente de su actitud calculadora, tan indiferente hacia el cuerpo, en apariencia tan dispuesta a maltratarlo, y, sin embargo, tan cuidadosa del mismo, tan cuidadosa de su tez, sus dientes, su pelo.
La casa se levantaba aislada al final de una carretera estrecha que terminaba a cierta distancia de la linde del bosque. En la época del complejo industrial había sido la residencia del gerente estadounidense de la fábrica misma. Durante su período de gracia, la empresa había retirado el capital y la maquinaria. Los edificios, su armazón de hierro y madera, habían sido desmantelados y subastados como material de construcción; y ahora lo único que quedaba era la carretera sin salida, el terreno llano que se extendía a ambos lados de esta, y la casa al final de la carretera.
Unas adelfas blancas y rosadas bastante altas rodeaban el edificio, y las buganvillas crecían salvajes: un repentino estallido de color sobre el fondo marrón. La casa, sostenida por pilares bajos de cemento y muros ocres del mismo material, parecía sencilla, pero el techo de chapa ondulada no lo era: un intento de lo que allí llamaban estilo californiano.
Cuando llegaban, una pequeña furgoneta azul salía del patio de entrada: «Hermanos Chen, Ultramarinos de Calidad». Roche se apartó para que pasara la furgoneta y después, dejando atrás el resplandor blanco del porche delantero, condujo hacia el refugio y el frescor del aparcamiento en un lateral de la casa. En los escalones de cemento del extremo más alejado había cajas de cartón llenas de paquetes y fardos.
Jane preguntó:
–¿El reparto llega hasta aquí?
–Y gratis –contestó Roche, quitándose las gafas de sol–. Es
algo casi tan bueno como vivir de la tierra.
–Mis hermanos chinos –dijo Jimmy. Mientras caminaban bajo el sol hacia la parte delantera de la casa, se dirigió directamente a Jane–. ¿Sabes lo de los chinos?
Ella parecía coqueta, interesada, divertida.
–Nací en la trastienda de un comercio chino. Pero supongo que eso es bastante evidente.
Jane dijo:
–No sé nada de comercios chinos.
–Supongo que por eso siempre me he sentido hambriento. Mis hermanos chinos entienden la situación.
El jardín parecía al mismo tiempo abrasado y cubierto de maleza. Los garranchuelos habían crecido, más tallo que hierba, y al secarse habían dejado trozos de suelo desnudos. Pero la sequía que había agostado la tierra e incendiado las colinas había hecho surgir los brotes más tiernos en las buganvillas sin podar y las matas casi desnudas de los hibiscos. Era la estación de las hojas nuevas, y donde estas habían aparecido, conservaban todavía un verde muy vivo.
El sol daba de lleno en el porche de terrazo, y el resplandor llegaba hasta el salón. Un cuadrado de moqueta inglesa, de color azul eléctrico con pintas negras y amarillas, cubría el suelo casi por completo. El mobiliario también era inglés y tenía un estilo ingenuo similar; era de esa clase que se ve en los escaparates de la calle principal de las ciudades inglesas de provincias. Era un juego de sofá y sillones cuadrado y macizo, con grandes cojines, tapizado de un material sintético de rayas atigradas, grueso y afelpado. En los estantes empotrados había una colección de libros encuadernados todos en el mismo color magenta: «Los cien mejores libros del mundo»; también había ediciones en rústica y una pulcra pila de discos. Un jarrón de cristal azul contenía tres tallos de buganvilla. Era una habitación sin desorden; obviamente, estaba preparada para la visita.
Jane sintió que se esperaba algún comentario suyo, y dijo: –Es como estar en Inglaterra.
Jimmy explicó:
–Todo lo que hay aquí viene de Inglaterra. Ya sabes lo que
se dice. Quizá no puedas ganarte la vida en Inglaterra, pero
Inglaterra te enseña cómo vivir.
En dos de los estantes empotrados, debajo de los que contenían libros y discos, había fotografías en marcos baratos: Jimmy en Londres, con varias personas. Jane reconoció a algunos famosos: un actor, un político, un productor de televisión. Era gente que estaba fuera del círculo de Jane, y allá en Londres sus nombres le resultaban indiferentes. Pero allí le parecían glamourosos; y tuvo la sensación de que en aquel entorno, que por otra parte era el suyo, Jimmy era un hombre minimizado.
Jane comentó:
–Tus recuerdos de Inglaterra.
Él notó el automatismo irónico de su voz, y en sus ojos se
ref lejó cierta inquietud. Después, su boca se cerró firmemente bajo su bigote.
Jane vio otra fotografía enmarcada. Había sido mutilada, cortada irregularmente por la mitad para excluir a alguien. Lo que quedaba mostraba a dos niños de raza mestiza, con caras rechonchas y rasgos gruesos, el pelo más rizado que el de Jimmy, y la piel no tan pálida. Una fotografía mutilada, un recordatorio de la persona eliminada: era extraño que un hombre tan aficionado a las fotografías no tuviera retratos de los niños solos.
Un triángulo de luz blanca avanzaba desde el porche hacia el salón, sobre el borde de la moqueta azul eléctrico, colocada sin fijar encima del suelo de terrazo. El resplandor mostraba una fina capa de polvo sobre el cristal ahumado del tablero de la mesa de centro. Encima de la misma, Jane vio cartas con sellos ingleses, como si estuvieran allí para ser vistas.
Jane dijo:
–¿Echas de menos Inglaterra?
Lo vio dudar: era como si le hubiera hecho una pregunta trampa.
Roche dijo, con aquel tono cansino que tiempo atrás le había hecho buscar significados más profundos en sus palabras:
–Inglaterra está en el ojo del huracán. Es parte de su gran suerte.
Ella dio la espalda a Jimmy con cierta coquetería, con su tez tan fresca, tan cuidada, y mientras la irritación asomaba de repente a sus ojos, dijo:
–¿Es una suerte estar medio muerto?
Era lo que él le había enseñado, lo que Jane había tomado de él e incorporado, como palabras, como una actitud coyuntural, al caos de palabras y actitudes propias: palabras que podía soltar en cualquier momento con la misma facilidad con que las había cogido, y olvidar luego que las había dicho; ella, que una vez había estado casada con un político joven y había encarnado sin esfuerzo una corrección al uso, y que fácilmente podría r