Suites imperiales

Bret Easton Ellis

Fragmento

Suites Imperiales

Habían hecho una película sobre nosotros. La película estaba basada en un libro escrito por alguien que conocíamos. El libro tenía un argumento muy sencillo que narraba cuatro semanas en la ciudad donde crecimos y era en su mayor parte una descripción fiel. Lo habían catalogado de ficción pero solo habían modificado unos pocos detalles, no habían cambiado nuestros nombres y no había nada en él que no hubiera sucedido. Por ejemplo, era cierto que una tarde de enero habían proyectado una película snuff, una de esas grabaciones sádicas de violencia en directo, en una habitación de Malibú, y que yo salí a la terraza con vistas al Pacífico donde el autor trató de consolarme asegurándome que los gritos de los niños torturados eran fingidos, pero sonrió mientras lo decía y tuve que volverle la espalda. Otros ejemplos: era cierto que mi novia había atropellado un coyote en los cañones más abajo de Mulholland, y una cena de Nochebuena en el Chasen’s con mi familia de la que me había quejado al autor estaba fielmente descrita. Y una niña de doce años había sido realmente sometida a una violación en grupo; yo estuve en esa habitación de Hollywood Oeste con el escritor, quien en el libro registra solo una vaga resistencia por mi parte y no logra describir con exactitud lo que sentí realmente aquella noche: el deseo, el shock, el miedo que me producía él, un chico rubio y marginado del que se había medio enamorado la chica con la que yo salía. Pero el escritor nunca la correspondería porque estaba demasiado absorto en su propia pasividad para crear el vínculo que ella necesitaba, por lo que ella acudió a mí, pero para entonces ya era demasiado tarde, y como al escritor le molestó que acudiera a mí, me convertí en el narrador atractivo y aturdido, incapacitado para el amor o la bondad. Así fue como me convertí en el joven calavera tarado que deambulaba entre las ruinas con la nariz goteando sangre, haciendo preguntas que no necesitaban respuesta. Así fue como me convertí en el chico que nunca entendió cómo funcionaba nada. Así fue como me convertí en el chico que no salvaría a un amigo. Así fue como me convertí en el chico que no podía querer a la chica.

Las escenas más dolorosas de la novela eran las que ofrecían una crónica de mi relación con Blair, sobre todo aquella, casi al final, en la que rompía con ella en el patio de un restaurante que daba a Sunset Boulevard y donde me distraía una valla publicitaria en la que se leía «DESAPAREZCA AQUÍ» (el autor añadió que llevaba gafas de sol cuando le dije a Blair que nunca la había querido). Yo no había mencionado esa dolorosa tarde al autor, pero aparecía en el libro palabra por palabra; a partir de ahí dejé de hablar con Blair y no podía oír las canciones de Elvis Costello que nos sabíamos de memoria («You Little Fool», «Man Out of Time», «Watch Your Step»), y sí, ella me había regalado una bufanda en Navidad, y sí, se me había acercado bailando y cantando mudamente «Do You Really Want to Hurt Me» de Culture Club, y sí, me había llamado «so zorro», y sí, se enteró de que me había acostado con una chica a la que conocí en The Whiskey una noche lluviosa, y sí, se lo había contado al autor. Él no estaba unido a ninguno de los dos, me di cuenta al leer esas escenas relacionadas con Blair y conmigo; en todo caso, lo estaba a ella, y no mucho. Solo era alguien que flotaba en nuestras vidas y a quien no parecía preocuparle la percepción tan plana que tenía de todo el mundo, o que había voceado nuestros fracasos secretos al mundo entero, escenificando la indiferencia juvenil, el nihilismo deslumbrante, infundiendo glamour al horror de todo ello.

Pero era inútil enfadarse con él. Cuando se publicó el libro en la primavera de 1985, el autor ya se había ido de Los Ángeles. En 1982 estudiaba en el mismo pequeño college de New Hampshire en el que yo había intentado desaparecer y donde habíamos tenido poco o ningún contacto. (En su segunda novela hay un capítulo ambientado en Camden, donde hace una parodia de Clay; un gesto más, otro cruel recordatorio de lo que sentía hacia mí. Despreocupada y no particularmente mordaz, era más fácil restarle importancia que a la descripción que hace de mí en la primera como un zombie con dificultades para expresarse y confuso por la ironía de «I Love L.A.» de Randy Newman.) Gracias a su presencia solo me quedé un año en Camdem y en 1983 me trasladé a Brown, aunque en la segunda novela sigo en New Hampshire durante el primer trimestre de 1985. Me dije que no debía importarme, pero el éxito del primer libro flotó dentro de mi campo visual durante un tiempo incómodamente largo. Esto se debía en parte a mi deseo de ser también escritor, y al hecho de que deseé haber escrito esa primera novela después de leerla; era mi vida, y el autor me la había robado. Pero enseguida tuve que aceptar que yo no tenía ni el talento ni el ímpetu necesarios. Me faltaba paciencia. Solo quería ser capaz de hacerlo. Llevé a cabo unos pocos intentos patéticos y fulminantes, y después de licenciarme por Brown en 1986 comprendí que nunca lo conseguiría.

La única persona que expresó incomodidad o desdén hacia la novela fue Julian Well; Blair seguía enamorada del autor y se mostró indiferente, al igual que la mayor parte del elenco de actores que componía el reparto, pero Julian lo hizo de un modo maliciosamente arrogante que rayaba en la excitación, a pesar de que el autor no solo había sacado a la luz su adicción a la heroína sino que también era prácticamente un chapero en deuda con un camello (Finn Delaney) y vendía su cuerpo a hombres de Manhattan, Chicago o San Francisco que estaban de visita en los hoteles que bordeaban Sunset desde Beverly Hills a Silver Lake. Julian, borracho y autocompasivo, se lo había explicado todo al autor, y el hecho de que el libro contara con un gran número de lectores y de que lo presentara a él como coprotagonista parecía darle una especie de norte que rayaba en la esperanza, y creo que en secreto estaba satisfecho con él porque no tenía vergüenza alguna, solo fingía tenerla. Y aún se emocionó más cuando estrenaron la película en el otoño de 1987, solo dos años después de la publicación de la novela.

Recuerdo que mi inquietud por la película empezó una calurosa noche de octubre, tres semanas antes de su sonado estreno en una sala de proyecciones de la 20th Century Fox. Me senté entre Trent Burroughs y Julian, que aún no estaba desintoxicado y no paraba de morderse las uñas, retorciéndose, lleno de expectación, en la silla con respaldo de felpa. (Vi entrar a Blair con Alana y Kim, seguida de Rip Millar. La ignoré.) La película era muy diferente al libro en el sentido de que no había nada de él en ella. A pesar de todo –todo el dolor que sentí, la sensación de traición–, mientras estaba sentado en la sala de proyecciones no pude evitar reconocer una verdad. Todo lo que contaba el libro sobre mí había ocurrido. Era algo que no podía rechazar sin más. Era un libro directo y rezumaba honestidad, mientras que la película solo era una mentira adornada. (Tam

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