Menos que cero

Bret Easton Ellis

Fragmento

Menos que cero

A la gente le da miedo mezclarse entre el tráfico de las autopistas de Los Ángeles. Esto es lo primero que oigo cuando vuelvo a la ciudad. Blair me recoge en la terminal y murmura eso mientras su coche sale del aparcamiento. Dice: «A la gente le da miedo mezclarse entre el tráfico de las autopistas de Los Ángeles». Aunque la frase no debiera haberme inquietado, se me queda grabada en la mente durante bastante tiempo. No parece que importe nada más. Ni el hecho de que yo tenga dieciocho años y sea diciembre y el vuelo haya sido duro y la pareja de Santa Bárbara, que estaba sentada al otro lado del pasillo en primera clase, se emborrachase a conciencia. Tampoco el barro que me había salpicado las perneras de los vaqueros, que notaba frescos y sueltos a primera hora de ese día en un aeropuerto de New Hampshire. Tampoco la mancha en la manga de la camiseta arrugada y sudada que llevo, una camisa que esta mañana se veía nueva y limpia. Ni el roto en el cuello de mi chaqueta de lana gris, que parece bastante más propia del Este que antes, en especial comparada con los ajustados vaqueros de Blair y su camiseta azul pálido. Todo esto parece irrelevante al lado de esa frase. Parece más fácil oír que a la gente le da miedo mezclarse que: «Estoy completamente segura de que Muriel está anoréxica», o escuchar al cantante de la radio que grita en las ondas. Nada parece importarme excepto ese puñado de palabras. Ni el viento cálido que parece impulsar al vehículo por la desierta autopista de asfalto, ni el leve olor a marihuana que todavía impregna el coche de Blair. Todo lo cual se reduce a que soy un chico que vuelve a casa a pasar un mes y se encuentra con alguien a quien lleva cuatro meses sin ver, y a que a la gente le da miedo mezclarse.

Blair deja la autopista y llega a un semáforo en rojo. Una fuerte ráfaga de viento hace que el coche oscile durante un momento y Blair sonríe y dice algo sobre subir la capota del coche y cambia de emisora. Al acercarnos a mi casa, Blair tiene que parar el coche porque hay cinco operarios retirando los restos de las palmeras que ha derribado el viento y cargando en un camión rojo muy grande las hojas y los trozos de corteza, y Blair vuelve a sonreír. Se detiene ante mi casa y la verja está abierta y me bajo del coche y me sorprende notar la sequedad y el calor. Me quedo allí parado un buen rato y Blair, después de ayudarme a descargar las maletas, sonríe y me pregunta:

–¿Te pasa algo?

–No –contesto.

–Estás pálido –insiste Blair.

Yo me encojo de hombros y nos decimos adiós y ella sube a su coche y se va.

Nadie en casa. El aire acondicionado está encendido y la casa huele a pino. Hay una nota en la mesa de la cocina que dice que mi madre y mis hermanas han salido a hacer las compras de Navidad. Desde donde estoy distingo al perro tumbado junto a la piscina, respirando pesadamente, dormido, el pelo agitado por el viento. Subo al piso de arriba y me cruzo con la nueva criada, que me sonríe y parece comprender quién soy, y paso por delante de los cuartos de mis hermanas, que todavía parecen seguir igual, solo que tienen recortes de QG diferentes pegados en la pared, y entro en mi habitación y veo que no ha cambiado nada. Las paredes siguen siendo blancas; los discos siguen en su sitio; no han quitado la televisión; las persianas siguen subidas, tal y como las dejé. Parece que mi madre y la nueva criada, o quizá la vieja, han limpiado mi armario mientras yo estaba fuera. Hay una pila de cómics encima de la mesa con una nota encima que dice: «¿Todavía los quieres?»; también hay un recado de que Julian me ha llamado y una tarjeta que dice: «Jodidas Navidades». La abro y dentro dice: «Pasemos las jodidas Navidades juntos». Es una invitación a la fiesta de Navidad de Blair. Dejo la tarjeta y noto que en mi cuarto está empezando a hacer frío de verdad.

Me quito los zapatos y me tumbo en la cama y me toco la frente para ver si tengo fiebre. Creo que sí. Y con la mano en la frente miro con precaución el póster con marco y cristal que está en la pared de encima de mi cama, pero tampoco ha cambiado. Es el póster de promoción de un viejo disco de Elvis Costello. Elvis mira hacia la ventana con esa sonrisa irónica y torcida en los labios. La palabra «Trust» revolotea por encima de su cabeza, y sus gafas de sol, un cristal rojo, el otro azul, están caídas sobre el puente de su nariz, de modo que se le ven los ojos, que están ligeramente desviados. Aun así, los ojos no me miran. Solo miran a lo que hay junto a la ventana, pero estoy demasiado cansado para levantarme y acercarme a la ventana.

Cojo el teléfono y llamo a Julian, asombrado de recordar su número, pero nadie contesta. Me siento, y por entre las persianas distingo las palmeras que se agitan furiosamente y se doblan debido al viento caliente, y luego vuelvo a mirar el póster y luego me doy la vuelta y luego vuelvo a mirar la sonrisa y la mirada burlona, los cristales rojo y azul, y todavía puedo oír que a la gente le da miedo mezclarse y trato de olvidar la frase, olvidarla del todo. Pongo la MTV y me digo que podría pasar de ella y dormirme si tuviera un Valium, y luego pienso en Muriel y me siento un poco mal cuando empiezan a aparecer los vídeos.

Esa noche llevo a Daniel a la fiesta de Blair, y Daniel lleva gafas de sol y una chaqueta de negra lana y vaqueros negros. También lleva unos guantes de cuero negro porque la semana pasada, en New Hampshire, se cortó con un trozo de cristal. Tuve que ir con él a la sala de urgencias del hospital, y miraba cómo le limpiaban la herida y le quitaban la sangre y empezaban a coserle cuando empecé a encontrarme mal, y después me fui y me senté en la sala de espera y eran las cinco de la mañana y oí cantar a The Eagles «New Kid in Town» y sentí ganas de volver a casa. Estamos a la puerta de casa de Blair en Beverly Hills y Daniel se queja de que los guantes se le pegan a los puntos y le quedan pequeños, pero no se los quita porque no quiere que la gente vea los puntos del pulgar y los otros dedos. Blair abre la puerta.

–Hola, guapos –exclama Blair.

Lleva una chaqueta de cuero negra y pantalones a juego. Va descalza y me abraza y luego mira a Daniel.

–Bueno, ¿y este quién es? –pregunta con una sonrisa.

–Se llama Daniel. Daniel, esta es Blair –digo.

Blair le tiende la mano y Daniel sonríe y se la estrecha con suavidad.

–Bueno, entrad. Feliz Navidad.

Hay dos árboles de Navidad, uno en el salón y otro en el estudio, y los dos tienen luces rojas que se encienden y apagan. En la fiesta hay tipos del colegio y a la mayor parte de ellos no los he visto desde que nos graduamos y todos están de pie cerca de los dos enormes árboles de Navidad. Trent, un modelo masculino al que conozco, también está.

–Hola, Clay –dice Trent.

Lleva un pañuelo rojo y verde alrededor del cuello.

–Hola, Trent –digo yo.

–¿Cómo estáis, pequeños?

–Estupendamente. Trent, este es Daniel. Danie

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