La nueva taxidermia

Mercedes Cebrián

Fragmento

1

No se entendía muy bien qué hacía ahí esa onza de chocolate huérfana, arrinconada en el bolsillo del abrigo escolar ya desde antes de sacarlo del armario el primer día de verdadero invierno. Sin tableta que le otorgara sentido, actuaba como embajadora en el presente del gran descubrimiento del curso anterior: el chocolate blanco, muy atrás en nuestros intereses papilares del momento, centrados en el regaliz rojo y en los caramelos con funciones de silbato.

¿Para qué has vuelto, onza? ¿Quieres decirme algo? Así actúan también los recuerdos, resurgiendo sin que se los convoque. Hace tres días se viene proyectando en una pantalla como de cine de verano improvisada en mi propio cerebro el viaje a Sicilia que hice con un grupo de amigos hace siete años, recién comenzado el nuevo siglo. En él aparecen muy fielmente y casi en súper 8, formato en que tenían lugar todas las grabaciones mudas de los veraneos infantiles, un cuscús de pescado, la servilleta del restaurante que alguien se ató a la cabeza con cuatro nudos para hacerse una foto de las catalogables como divertidas, la sorpresa del viajero español al descubrir que en Italia las playas son privadas y su orgullo al darse cuenta de que en su país eso no sucede.

Esta semana es ese viaje y la que viene quizá sea, insistente, la alegre espera grupal en el aeropuerto a la amiga que llevaba un año lejos, y, por lo tanto, las pancartas caseras de papel de embalar, el mensaje de bienvenida escrito con un rotulador grueso cuyo olor marea agradablemente, la ausencia de sentido del ridículo y los gestos de impaciencia repetidos, casi como estereotipias, frente a la barandilla que separa a pasajeros de anfitriones.

Ya que hablamos de regresos y de recibimientos, preguntémonos quién vuelve a quién, ¿nosotros al recuerdo o el recuerdo a nosotros? No queda claro quién hace de agua y quién de nadador que se zambulle en ella, ni quién pronuncia primero el Hola, cuánto tiempo sin saber de ti; tampoco queda claro si el recuerdo es una mera suma de fotografías, anécdotas, objetos y bandas sonoras de un acontecimiento, o si es más bien de índole sinérgica y la suma de todo lo citado no da ni por asomo un resultado equivalente a la escena rememorada.

2

Breda se rinde, Granada se conquista, el Nobel se gana: tales eventos merecen ser fijados con pintura al óleo; moldeados en cera, emulsionados en nitrato de plata para ser revividos y, por lo tanto, expuestos. ¿Es la fiesta –party, soirée, serata– uno de estos eventos? Y no me refiero específicamente al fiestorro-catarsis en un local nocturno, ni a esa fiesta en la que te presentaron a Fulano y gracias a eso conseguiste tu trabajo actual; tampoco a la fiesta sorpresa que el grupo de amigos le hizo al primero que cumplió los treinta, ni a la dinner party estadounidense que se limita a ser cena, quizá con un charlar previo, entre vinos de alta gama y almendritas. Me estoy refiriendo en cambio a la reunión festiva formada por las teselas de todas ellas, por la media aritmética de cualquier tipo de fiesta imaginable.

El evento que merece ser reconstruido es más bien similar al vetusto guateque donde los asistentes valoran poder hablar sin que el volumen de la música se lo impida, donde se come algo más sofisticado que patatas fritas y triángulos de maíz sabor tex-mex, donde, mientras se charla y se fuma, se intercambian tarjetas de visita a cuál mejor diseñada. Puede tratarse de una fiesta temática («la fiesta del bigote», «la fiesta color verde», «la fiesta del revés») y, en tanto que fiesta, traerá consigo alcohol, claro que sí, pero alcohol de calidad, jamás suelo pringoso a causa de vasos de plástico estriado que, llenos de cualquier mezcla, se cayeron y nadie recogió. Una discreta presencia de la coca es posible: nada de enharinar el salón con rayas, que vaya al baño quien lo desee, que allí tenga lugar la operación y que quien no esté interesado ni se entere, salvo por la repentina labia de algunos invitados.

Estamos hablando de coordenadas espaciotemporales en las que el presente se portaba bien y nos resguardaba de cualquier variante del frío; el invierno era lo de menos: subíamos temerarios a la azotea a contemplar las vistas sin la ropa de abrigo que habíamos dejado sobre la cama de la anfitriona. Las mujeres llevábamos los vestidos que mejor nos sentaban y lo sabíamos; no había nada muriendo, o eso nos parecía; cualquier acción hacía crecer algo y todo el crecimiento era benigno –¿no es precisamente esa la idea de proyecto?–: los invitados comentaban, animados, los suyos. Los sistemas jurídicos nos eran favorables, no había ningún pasaporte problemático entre los asistentes. Cabelleras limpísimas; el esmalte de los dientes, en su mejor momento: ninguna pieza de aire perruno, ni limada ni roma por arriba, como si una ortodoncia instantánea nos hubiese recolocado la dentadura a todos, a esos mismos todos, que, además, habíamos hecho algún curso de cata y empleábamos con naturalidad términos como retrogusto, tanino y barrica de roble, términos pertinentes en particular cuando nuestra anfitriona descorchaba etiquetas nacionales, crianzas y reservas, y las servía, no en vasos desparejados –atrás queda esa edad de bajo presupuesto–, sino en copas amplias de un vidrio tan limpio que parecía recién soplado.

Esa completa ñoñería para adultos es la fiesta. Ñoña, sí –gente de treinta, de cuarenta y tantos con la ropa al revés, con bigotes postizos incluso–, pero por el momento carecemos de otros eventos que generen tales expectativas solo con pronunciarlos. De hecho, hasta las cámaras de fotos para aficionados traen su correspondiente «modo fiesta» para rememorar celebraciones nocturnas. En él la cámara elige los parámetros que empleará para adecuarse fotográficamente a las condiciones específicas de aquellas, para proporcionar colores festivos, cálidos, a los futuros recuerdos.

Hay unanimidad con respecto a lo bueno de la fiesta. Pero, ojo, no caigamos en el error de recrear sus restos apagados, lo que ve la anfitriona al día siguiente: los vasos de tubo vacíos, los cuencos donde al principio hubo pistachos llenos de cáscaras y colillas, el reloj camuflado entre los almohadones del sofá que se olvidó aquella chica al liarse con un invitado; tampoco las botellas semivacías de vino, ni las de cava tibio, abierto y ya sin fuerza. Se trata de reconstruir la fiesta en el momento en que su nombre no ha sido aún estrenado: los ceniceros limpios, las copas impolutas sin manc

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