Señores niños

Daniel Pennac

Fragmento

1

–La imaginación no es la mentira.

Crastaing lo aullaba sin levantar la voz.
–¡La imaginación no es la mentira!

Su cartera vomitaba nuestros deberes sobre su mesa. –¿Lo hacen adrede?

Nadie lo hacía adrede, habría sido necesario estar majara para hacerlo adrede.

–¿Cuántas veces tendré que repetírselo?

Treinta años más tarde, seguía repitiéndolo:
–¡La imaginación no es la mentira!

Durante esos treinta años el ganado se había renovado treinta veces, algunos alumnos eran los hijos de sus primeros alumnos (los nietos estaban en prensa), pero la fórmula de Crastaing, por su parte, no había cambiado:

–¡La imaginación no es la mentira!

Y Crastaing no había envejecido. No lo que se llama envejecer, no ese derrumbarse de la carne en torno a un pesar de juventud, ni esa calcificación del corazón en nombre del realismo. No ese tipo de envejecimiento. Seguía siendo él mismo, sencillamente, sin edad, desde el principio. Tal vez fuese eso lo que acojonaba a las generaciones: Crastaing procedía de la eternidad.

–¿Qué edad dirías que tiene?

Buena pregunta. ¿Qué edad podía tener aquel profe inoxidable que transformaba, desde siempre, a sus alumnos en estatuas de sal? No se le veía entrar en clase. Le aguardaban, no había llegado aún. Levantaban la cabeza y solo le veían a él: el mismo traje desde siempre, la misma mancha violeta bajo la pinza del bolígrafo, el mismo esparadrapo en la patilla derecha de sus gafas… y tan pálido que solo se veían sus rasgos: un contorno de caricatura.

–¡La imaginación no es la mentira!
¡Oh!, aquella voz de tiza…

Su vieja cartera soltó un chorro de deberes sobre la mesa.

–¿Lo hacen adrede?

Esta vez, como todas las demás, eligió un deber al azar. –¡Señorita Fontange!
¡Qué alivio el de todos al oír el nombre de otro! Y la agonía de Isabelle Fontange cuando estalló su nombre…

–Sí, usted, Fontange…

Siempre me he preguntado cómo un pedagogo de edad madura podía llamar por su apellido a un pequeño mastuerzo de doce años y tres meses cuyos pies tienen aún el peso de la infancia… En serio, intentemos imaginarlo: una mujer o un hombre hechos y derechos despiertan cada mañana, se cepillan unos dientes de encías encogidas, comprueban la caída de un seno, la f lacidez de una papada, abren una carta de Hacienda, sienten una punzada de niño incomprendido ante la jerigonza conminatoria de la Administración, dejan la respuesta para mañana, toman su cartera de profe, se zambullen en el metro con un resto de tostada en la boca y, media hora más tarde, miran de arriba abajo a una chiquilla de doce años y tres meses:

–La estoy escuchando, Fontange.

Levantando la hoja con la punta de los dedos, como si fuera un resto de bayeta.

–La estoy escuchando: ¿qué significa esa historia de abuela de alquiler cuyo bebé se convierte en la hermana de su hija, que se convierte a su vez en la madre de su madre?

Nadie se ríe.
–La estoy escuchando, Fontange, pero no la oigo. Por fin, la chiquilla balbucea:
–Estaba en el periódico…

Precisamente lo que no debía decir. (Pero ¿qué debía decir?)

–¡Ah, caramba! Cuando les pido que imaginen la familia ideal, ¿copia usted de los periódicos?

«Imaginen la familia ideal» era el tema del trabajo, sí. Que los alumnos recordaran, Crastaing siempre había puesto temas sobre la familia o la infancia. Una de esas manías de profesor que se convierten en leyenda.

–Los periódicos, Fontange…

Y estalló la cólera:
–¡La verdad no está en los periódicos! ¡La verdad no está en su aparato de televisión! ¡La verdad no está ni siquiera en lo que se dice a su alrededor!

La enseñanza remachada, el clavo pedagógico.
–La verdad no procede de parte alguna, la verdad nunca será distribuida en sus buzones…

Con aquella voz de tiza que hace chirriar los oídos. –¡La verdad no es un débito! ¡La verdad es una conquista, siempre!

Al pie de la letra nos lo soltaba treinta años antes. No es que fuera falso, pero ¿qué podíamos comprender nosotros? Todavía hoy, ante esa clase de oídos, demasiado tiernos, es una verdad fuera de alcance.

–¡Y usted, Grassien!

Grassien levanta una cabeza de buey.
–Eso no es una descripción suya, Grassien, ¡es cualquier cosa!Yno es una familia a su alrededor, ¡es cualquier cosa!

Grassien hace muy bien el buey. Con los ojos húmedos y todo.

–¡No ponga su cabeza de buey!

Dejemos el resto, la entrega de los deberes por orden decreciente de notas y acompañada de comentarios:

–¡Grassien, inepto! ¡Oussedine, grotesco! ¡Marcelin, pura bazofia! ¡Van Dong, mentira!

Con una perorata, de vez en cuando, bautizada como «corrección»:

–¡La imaginación no es la mentira! Se trata de imaginar realmente. ¿Acaso es pedirles demasiado que no me cuenten tonterías? ¿Tan difícil es imaginar una verdadera familia? ¡Y la infancia! ¿Acaso la infancia es el planeta Marte?

Ante treinta miradas gachas, lo que, multiplicado por treinta años de ejercicio y solo en esa clase de quinto, nos da novecientas miradas huidizas, es decir, toda una existencia deslizándose por ojos que resbalan, convenciéndose de que se es un profesor maldito, el mensajero solitario de una verdad perdida.

Toda una existencia.

Que hoy, a las dieciséis horas y veinticinco minutos, va a cambiar a causa de tres pequeños gilipollas que, hasta ahora, en nada se distinguen de los otros veintisiete, y a los que les importa un pimiento esa vida de profe, esa palabra de profe, porque no se puede tener miedo una hora entera, ni siquiera a los doce o trece años, ¡y ni siquiera de un Crastaing!

Tres pequeños gilipollas que ofrecen un minuto de recreo a su crastaingitis. Citémoslos:
1) Igor Laforgue, sexta fila, junto a la ventana, que mete ostensiblemente una hoja muy interesante en su clasificador de francés.
2) Joseph Pritsky, su amigo y vecino, que se la quita con la rapidez del relámpago mientras Crastaing les da la espalda.
3) Nourdine Kader, que se inclina sobre los otros dos para no perderse nada de una eventual juerga.

Mientras, Crastaing prosigue su corrección recorriendo los pasillos:

–¡La verdad es que la familia es una especie en vías de desaparición! Nos machacan la pérdida de los valores familiares. ¡Tonterías! ¡Lo que ha desaparecido es la propia familia! Completamente disuelta por las enzimas mediáticas. La televisión fabrica generación espontánea y ustedes son el desastroso producto de esa manufactura. igor: ¡Joseph, no me jodas, devuélvemelo, mierda! nourdine: ¿Qué es? ¡Déjamelo ver! ¡Déjamelo ver, Joseph! joseph: ¿Lo has hecho tú, Igor?
–Sus aparatos de televisión les bastan, ese es el drama –prosigue Crastaing, arriba y abajo–: tienen jeta de pantalla. Jeta de pantalla con auriculares añadidos. ¡No les pido nada del otro jueves, a fin de cuentas! Les pido que se desconecten durante unas horas e inventen lo real. ¡Sus padres son muy reales, vamos! Papá y mamá existen de verdad, ¿no? Sus hermanos y hermanas no son personajes de Gameboy. ¿O sí? igor: ¡Basta, Joseph! ¡Devuélvemelo! ¡Van a jodernos, te lo advierto! joseph: (Carcajada silenciosa pero ostensible).

nourdine: Déjamelo ver, Joseph, vamos, ¡déjamelo ver, joder!

Crastaing nos decía lo mismo, a nosotros, los padres de esos alumnos, pero por aquel entonces sus «correcciones» eran más morales que sociológicas. A su modo de ver, éramos unos macacos que no merecíamos nuestras familias, sencillamente, y nuestros padres echaban l

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