Luz de verano, y después la noche

Jón Kalman Stefánsson

Fragmento

Estábamos a punto de escribir que la peculiaridad de nuestro pueblo consiste en que no tiene ninguna, pero eso no sería del todo cierto. Seguramente existen otros lugares donde la mayoría de las casas no superan los noventa años, lugares donde no ha nacido ninguna celebridad, donde nadie ha destacado en el deporte, la política, la literatura o el mundo del crimen. Sin embargo, una cosa sí nos diferencia de otros pueblos: no tenemos iglesia, y tampoco cementerio. Se ha intentado varias veces enmendar esta anomalía, una iglesia sin duda beneficiaría a nuestra comunidad: sus plácidos tañidos levantarían el ánimo de las almas afligidas, pues las campanas nos traen noticias de la eternidad, y en el cementerio se plantarían y crecerían árboles, sobre los que se posan y cantan los pájaros. Sólrún, la directora de la escuela, organizó dos recogidas de firmas para pedir una iglesia, un cementerio y un cura. Sólo consiguió reunir trece nombres, y con eso no basta para conseguir un pastor, menos aún para una iglesia o un cementerio. Obviamente, nos morimos como todo el mundo, pero muchos lo hacemos a una edad más que respetable; en proporción, tenemos la cifra de habitantes octogenarios más alta de toda Islandia, lo que podría considerarse nuestra peculiaridad número dos. De hecho, unos diez son casi centenarios, la muerte parece haberse olvidado de ellos, y por la tarde los oímos reír mientras juegan al minigolf en la plaza, detrás de la residencia de ancianos. Hasta ahora nadie ha encontrado la explicación a nuestra esperanza de vida, pero ya sea la alimentación, la actitud ante la vida o la cercanía de las montañas, debemos estar agradecidos a esta longevidad que nos mantiene tan lejos del cementerio, y por eso nos resistimos a firmar la petición de Sólrún, secretamente convencidos de que al hacerlo firmaremos nuestra propia condena, es más, invocaremos a la misma muerte. Cierto, esto no son más que tonterías, pero incluso las tonterías suenan convincentes cuando hablamos de la muerte.

Por lo demás, no se puede decir nada especial de nosotros.

El pueblo cuenta con una docena de casas, la mayoría de tamaño medio y diseñadas por arquitectos o aparejadores poco inspirados; es curioso que exijamos tan poco a quienes dejan una huella tan profunda en el paisaje. También hay tres conjuntos de casas adosadas, con seis viviendas cada una, y unas cuantas casas de madera muy bonitas que datan de la primera mitad del siglo XX. La más antigua se construyó hace noventa y ocho años, en 1903, y está tan carcomida que los vehículos más pesados reducen la velocidad al pasar por delante. Los edificios más grandes son el matadero, la lechería, la cooperativa y la fábrica de tejidos, y tampoco destacan por su valor estético. En cambio, el espigón de cemento que se adentra en el mar, construido hace cincuenta años, es muy bonito, aunque nunca se ven barcas o botes amarrados en el muelle. Eso sí, nos encanta orinar desde el pontón, ¡el chorro hace un ruido tan gracioso!

El pueblo está más o menos en el centro de la región. Al norte, sur y este estamos rodeados de campo, y al oeste se extiende el océano. Son hermosas las vistas del fiordo, aunque nunca ha habido muchos peces. En primavera, sus aguas atraen alegres y confiadas aves acuáticas, pero no hay mucho más que caracolillos en la playa. A lo lejos, cientos de islotes y escollos emergen del agua como hileras de dientes mellados; por la tarde, cuando el sol se desangra en el espejo del mar, pensamos en la muerte. Tal vez te parezca enfermizo pensar en la muerte, quizá creas que causa angustia, desesperación, que daña venas y arterias, pero aquí decimos que sólo los muertos dejan de pensar en la muerte. Por otra parte, ¿alguna vez te has parado a pensar en la cantidad de cosas que dependen del azar? Tal vez todo en la vida. Es una idea inquietante, sobre todo porque el azar rara vez tiene sentido, y en tal caso nuestra vida, esta vida que parece extenderse en todas direcciones y a menudo se interrumpe a media frase, no sería más que un vagar sin rumbo. Quizá precisamente por eso queremos contarte historias de nuestro pueblo y los campos de los alrededores.

No pretendemos hablar de todos los habitantes del pueblo, tampoco ir casa por casa, sería insoportable, pero sí que hablaremos del deseo que une el día y la noche, de un camionero feliz, del vestido de terciopelo negro de Elísabet y de aquel que llegó en autocar; de Þuríður, tan alta y con un anhelo secreto, del hombre incapaz de contar los peces y de una mujer que respiraba tímidamente; de un granjero solitario y de una momia de cuatro mil años. Hablaremos de cosas banales y cotidianas, pero también de aquellas que sobrepasan nuestro entendimiento, sin duda porque son inexplicables: gente que desaparece, sueños que cambian una vida, muertos de casi doscientos años que en vez de descansar insisten en llamar la atención. Y, por supuesto, queremos hablaros de la noche que se cierne sobre nosotros, de la noche que saca su fuerza de lo más profundo del universo, de los días que vienen y van, del canto de los pájaros y el último suspiro; como veis, os esperan muchas historias. Empezaremos aquí, en el pueblo, y terminaremos en una granja, al norte de la región. Y ahora adelante, empecemos, que vengan la alegría y la soledad, la timidez y la locura, la vida y los sueños... Ay, los sueños.

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