Una vida —cualquiera— se resume en una serie de acontecimientos especiales, de puntos y aparte. Puntos que, por más tiempo que transcurra, permanecen intactos en la memoria, remanentes hasta el mismo día en que nos alcanza la muerte.
Si deseamos que aparezcan, basta con pararse a pensar en todo lo que uno ha hecho durante su vida (o en lo que no ha hecho) y la sucesión de esas imágenes, difusas en la mente, son el unir los puntos de nuestra existencia.
No suelen ser hechos trascendentes, sino simples momentos tan insignificantes para cualquier otra persona como especiales para uno mismo: el primer «te quiero», la muerte de un familiar o la muerte de un ser querido, la frontera que traza el primer «usted», el temblor de piernas incontrolable tras un accidente, las noches pasadas en un hospital prometiendo cosas a un dios que después olvidas, el primer beso en los labios o el primer beso en la boca —nunca es lo mismo—, la peor discusión con tu mejor amigo, ver tempranear al sol, la cicatriz más grande del cuerpo, el brotar de una vida, las noches en casa de los abuelos, descubrir que una pesadilla ha sido una pesadilla o la primera vez que comprendes que siempre que alguien quiere comprar hay alguien que, al final, vende.
Tesoro
Después de casi dos semanas empecinados, con la ilusión como principal motor del esfuerzo, acariciábamos la esperanza de terminarla. Contemplamos, ya durante el anterior verano, la necesidad de construir un lugar donde guarecernos del sol de las tierras manchegas; un refugio donde suavizar una sequedad a la que no acabábamos de acostumbrarnos los que veníamos de la costa.
Podríamos haber esperado a que la tarde estuviera mucho más madura —aunque ahora, desde el recuerdo, no sé si eso hubiese alterado en algo lo que vino después—, pero los días pasaban demasiado rápido y solo agosto era nuestro.
Aquella tarde comenzamos pronto. Con el postre aún entre los dientes, nos levantamos de la mesa para recorrer, con pasos que casi eran saltos, el largo pasillo que separaba el pequeño comedor de la gran cocina: espaciosa, con nevera de las de congelador arriba; conjunto de horno y encimera de butano; pila de mármol amarillento; dos sillas de las de asiento de mimbre y respaldo de madera; y una mesa, arrinconada en la pared, sobre la cual colgaba, desde hacía años, el mismo calendario: una joven señorita —o no tanto— nos mostraba, enfundada en un mono azul, sus generosos pechos convenientemente embadurnados de aceite: Talleres Garrigo, 1981.
Desde la cocina, a través de una cortina de canutillos, se accedía a la galería: alargada y extremadamente estrecha. La recorrimos en apenas cuatro zancadas para dirigirnos a la escalera —de pendiente acusada, peldaños agrietados y barandilla oxidada— que desembocaba en el patio.
No era aquel patio grande, sino enorme. Tapizado de tierra y de aspecto rectangular, distribuía, a la izquierda, una pequeña piscina junto a medio campo de baloncesto; al fondo, dos portás gigantes, y a la derecha, también al fondo, el rincón donde habíamos estado trabajando durante tantos días.
Aquella tarde de viernes se nos presentaba —como venía siendo habitual— relajada, varada en un agosto tranquilo. El cielo, liso y de un azul despejado, apenas ofrecía obstáculos a un sol que se ensañaba quemando la tierra que pisábamos. El viento ni siquiera era capaz de mover el pequeño molinete colocado en lo alto del único árbol que teníamos. Y el silencio que nos rodeaba era tan intenso que, sin apenas escucharlo, lo oíamos.
Comenzamos los preparativos para otra dura jornada de trabajo, la última si todo iba bien —al final fue la última yendo todo mal—. Colocamos nuestros taburetes de mimbre junto al alto muro de piedra, aprovechando así una pequeña franja de sombra que, a partir de las tres, comenzaba a dilatarse. Nos dividimos el trabajo para localizar de nuevo todo el material necesario: la vieja sierra de mango rojo que apenas serraba; la caja de herramientas repleta de clavos, tornillos y tuercas; los dos martillos; los alicates amarillos y varios destornilladores que abandonábamos cada día aquí y allá.
Y así, sin atisbo de sospecha, una apacible tarde de agosto, en apenas dos horas, se iba a rebelar contra nosotros.
Aquel rincón, el nuestro, en el que nos reuníamos cada día, pasó de ser una madriguera de niños a un nidal de ilusiones. Un lugar que almacenaba —además de ladrillos, maderas, tejas y todo tipo de chatarra— secretos, miradas y conversaciones que en aquellos años no llegamos a compartir con nadie más.
He estado, a lo largo de mi vida, en rincones —nunca esquinas— parecidos, pero en ninguno de ellos he sido capaz de encontrar lo que dejamos en aquel que hace años compartimos.
Comenzamos allí, arrinconados, lo que en breve supondría el final del verano, y a su vez, el final de todos los veranos juntos. Habían pasado ya los días de trazar la planta, de diseñar los bocetos y de colocar los ladrillos; había pasado ya el difícil momento de sostener el hueco de la entrada, de alinear las paredes y de equilibrar el conjunto. Todos esos días, con sus horas y sus minutos, con sus goces y sus disputas, habían pasado. Y tras el pasar de aquellos momentos, llegó el día más importante: nos restaba colocar el techo.
Ocupamos la mañana de aquel viernes seleccionando tablones: carcomidos a decenas, aceptables apenas ocho o nueve; pero tuvimos suficientes. Cuatro y cuatro, ese fue el reparto; primero Toni y después yo; y después él y después yo otra vez. Y así, suavemente, temblando tanto como se balanceaba el conjunto, los fuimos colocando.
La tarde la ocupamos buscando tejas. Había muchas, pero casi todas rotas. Pasó más de una hora hasta que conseguimos reunir una veintena aceptable. Las limpiamos a fondo con un trapo, haciendo enloquecer a las tijeretas que las habitaban: la mayoría, en su huida, se nos subían por los brazos.
Con cuidado de cirujano sobrio, las colocamos sobre toda la estructura —un peso demasiado exagerado para unas débiles maderas—, rehusando la idea de añadirle pendiente, eso no era tan importante. Allí, en verano, apenas llovía.
Serían casi las cinco de la tarde cuando colocamos la última teja en su lugar: la obra estaba acabada.
Silencio, esa fue nuestra alegría, nuestra recompensa. Un silencio prolongado, generoso, íntimo, de los que permiten ser recordados con el paso de los años. Un silencio irrepetible, ruidoso al fin y al cabo. Entre ambos, solo hubo silencio. Y esa ausencia de sonidos fue el principio del final.
Era, a nuestro parecer, perfecta: unos dos metros de ancha, unos tres de larga y casi dos de alta. Todo —ladrillos, maderos y tejas— estaba unido con ganas, con ilusión, pero con nada más.
A ninguno de los dos se le pasó por la cabeza que una leve brisa podría hacerla caer; a ninguno de los dos se le pasó por la cabeza que aquella casa tenía demasiadas similitudes con la del primer cerdito. Pero es que con doce años hay cosas que a uno no se le pasan por la cabeza.
Las vacaciones de verano siempre fueron especiales, seguramente porque su duración dejaba a la Navidad o a la Semana Santa en meros descansos. Eran casi tres meses sin pisar la escuela, tres meses por delante que se nos antojaban eternos. Y aun así, aun a pesar del desahogo que ofrecían, a partir de la tercera semana de agosto los días se precipitaban sin remedio hacia el nuevo curso.
A finales de julio nos preparábamos para iniciar las vacaciones en el pueblo. El ritual era todos los años similar: a las siete nos levantábamos, desayunábamos y, con la ilusión por sangre, sacábamos al pasillo todos los bártulos para que mi padre, a modo de porteador, los fuera colocando en la vieja furgoneta. En unos minutos, el vehículo iba hasta los topes con todo lo que podía necesitar una familia para pasar un mes completo de vacaciones: numerosas bolsas de comida —latillas, leche y todo aquello que aguantara semanas—, varios juguetes, libros de repaso y maletas repletas de ropa: ropa corta, ropa larga, ropa de baño, ropa de pies, ropa de deporte, ropa de vestir y ropa de abrigo, porque en el pueblo nunca se sabe.
Así pues, con todo aquel bagaje, partíamos en nuestra vieja furgoneta granate —que tenía que aprovechar al máximo las bajadas para poder coger carrerilla en las subidas— hacia tierras conquenses con la ilusión de iniciar, al estilo Cuéntame, nuestro mes de vacaciones en el pueblo.
—¿Cuánto falta para llegar? —preguntaba yo a discreción mientras mi madre chupaba medio limón para no marearse y mi hermana no paraba de decir que tenía pis.
—Ya hemos pasado dos toros, así que solo queda uno... Cuando lo veas, ya casi habremos llegado —me contestaba mi madre a la vez que le daba otro mordisco al limón, agriando la cara de tal modo que no podíamos dejar de reír.
Desde nuestra casa hasta el pueblo —y así es como yo medía entonces las grandes distancias en los viajes— había exactamente tres toros. Tres toros de esos gigantes y negros, de los que alteran el horizonte a lo lejos, cercanos a la carretera. Toros que, durante el resto del trayecto, me dedicaba a buscar sobre una planicie infinita, cubierta de colores pardos, verdes y azafranados que, perfectamente cuadriculados, hacían de La Mancha un lugar como jamás he vuelto a ver. De vez en cuando, mi vista se confundía entre los mantos de girasoles desplegados a orillas de la carretera. Todos con la coreografía aprendida, como la mayoría de las personas que conozco. Más de cien veces los miré y nunca llegué a entender el sentido de sus movimientos: yo siempre los vi cabizbajos, como con ánimo de siesta.
Y de pronto, en algún punto perdido del viaje, por fin la localizaba: una mancha negra en una Mancha de recuerdos. Una mancha que al acercarse a mí se transformaba en toro. Una mancha que en unos minutos se alejaba y se me escapaba de nuevo... faltaba un poco menos.
Una mirada recta, paralela al asfalto que, de vez en cuando, ondulaba verticalmente. Una mirada con la que, en los puntos más elevados, conseguía distinguir el conjunto de casas que formaban el pueblo en el que íbamos a pasar el verano juntos. Aquel, el último.
Cada verano invertíamos los dos primeros días de nuestras vacaciones en arrancar el manto de malas hierbas y cardos —de los de hasta metro y medio— que, aprovechando nuestra ausencia, habían cubierto todo el patio. Era aquel un trabajo duro, «de los que joden la espalda», como decía mi padre.
La tarde del segundo día —jamás recuerdo que se hubiera alargado a un tercero— decidíamos, la mayoría de las veces unilateralmente, que las obligaciones habían finalizado.
Y así, con todos los yerbajos, cardos y papeles amontonados en el centro del enorme patio encendíamos nuestra falla particular.
Alrededor de aquella hoguera se formaba un corro variopinto: los niños —derrotados o simulando estarlo—, sentados en el suelo, daban buena cuenta de sus bocadillos de Nocilla negra; la madre, de pie junto al fuego, acercaba las manos desde lejos; el padre, apoyado en el muro de piedra, disfrutaba del enésimo cigarrillo de la tarde. La abuela, desde la galería, miraba encantada —disfrutando como solo las personas mayores pueden hacerlo— a toda la familia. Y el abuelo... el abuelo casi siempre estaba ocupado en otros asuntos: sus asuntos.
La pequeña humareda gris niebla que, tras apagar los restos de la hoguera, se difuminaba en el cielo nos indicaba que habían empezado nuestras vacaciones.
Por las noches, aprovechando el pequeño «hoy parece que refresca» que nos regalaba el pueblo, nos vestíamos de domingo y salíamos a festear por el Riato. Una gran avenida que, contrastando con el resto de calles del pueblo —estrechas y saturadas de recodos—, trazaba una perfecta recta repleta de árboles, farolas y bancos de madera. Una avenida donde los bares hacían resucitar, con sus papas, sepias y zarajos, a una población que en invierno hibernaba.
Agosto era la víspera de las fiestas patronales, del montar de los feriantes, de los guachos y las guachas acariciándose las manos, del alcahueteo de las ancianas y del madrugar de los domingos para poder conseguir churros recientes. Eran los días de la reapertura del único cine del pueblo —dedicado a poner películas que hacía meses se habían estrenado en las capitales—, del ensordecedor ir y venir de las motos por las calles, de los cansinos «¿y tú de quién eres?» y de las interminables tardes en los billares jugando a máquinas donde los mejores se permitían el romántico detalle de escribir tres iniciales —la del medio siempre era una Y— en los high scores.
Era la época en la que la zona del Carrascal, un futuro parque en construcción provisto ya de algunos bancos, césped a medio rasurar, columpios —básicamente toboganes y ruedas de camión atadas con cadenas— y un quiosco abastecedor de chucherías, servía de testigo de amores de verano, de reuniones hasta la madrugada y del pasear pausado de los ancianos que se advertían, mutuamente, continuamente, que las cosas estaban cambiando en el pueblo.
Recuerdo, a menudo, cómo la tranquilidad se alojaba en nuestras vidas sin apenas darnos cuenta. Los días se sucedían sin agobios, y cualquier referencia al estrés parecía sacada de una película americana. Cuando nos tumbábamos un rato después de la comida, no se nos pasaba por la cabeza ponerle límite a su duración, el cuerpo ya lo haría. Si había alguna prisa en el despertar de las mañanas, yo no la recuerdo. Esa tranquilidad llegaba a rozarnos los huesos cuando, por las noches, tumbados sobre el césped húmedo, con un manojo recién arrancado entre los dedos, mirábamos al cielo esperando ver la fugacidad de una estrella que nos permitiera pedir un deseo.
Creo que nunca pedí el adecuado.
—¿Quién entra primero? —dije con miedo, como si el hecho de hacer la pregunta me evitara tener que ser yo quien la inaugurase.
—Tú mismo —me contestó Toni.
Y con más miedo que ilusión, con más recelo que ansiedad, entré lentamente en nuestra cabaña de ladrillo, madera y teja.
A pesar de su altura, tuve que entrar gateando: el hueco de la puerta era demasiado pequeño. Conforme accedía a su interior iba notando un agradable frescor que, después de tantas horas trabajando a pleno sol, reconfortaba enormemente.
—¡Toni, entra! —le grité, ya posicionado en mi sitio, en un sitio.
Y Toni entró, también gateando, con prudencia, con mesura y desconfianza. Me fijé en sus ojos de mirada aún temerosa. Pero al verme allí, sonriente, sentado con las piernas cruzadas y los pies descalzos, se animó. Lentamente, se sentó junto a mí.
Nos mantuvimos en silencio. Acostumbrando nuestros ojos a la oscuridad del mediodía y nuestro tacto a la tierra fría; degustando el resultado de casi trece días de duro trabajo.
Allí, juntos, sentimos un intenso aprecio mutuo, un amor de niños, de hermanos, que nos unió aún más como amigos. Un sentimiento que intuí eterno. Un sentimiento que el tiempo se encargaría de amplificar, pensé. No podía andar más desencaminado.
Brazo contra brazo, rozándonos la piel, ninguno pensó en cómo podía mantenerse toda aquella estructura en pie. Lo único que importaba era que, por fin, teníamos un lugar donde poder descansar cuando el sol se cebara con nosotros. Y lo habíamos conseguido juntos, sin ayuda de adultos, con nuestras propias manos.
En ningún momento presentimos lo que se nos iba a venir encima —qué crueles pueden ser a veces las palabras— aquella tarde.
No es posible prever que en unos minutos la vida pueda virar tan bruscamente; que todos los planes apalabrados para esa misma tarde, para el día siguiente o para el resto del verano, puedan, en un instante, escabullirse de golpe.
Y así mudó una tarde calurosa de agosto en tierras manchegas. Una tarde que llevaba trazo de ser anónima entre otras tantas. Una tarde cuya línea parecía ya dibujada en nuestras manos. Una tarde anodina donde los dos chiquillos se entretenían en el patio; donde el padre echaba la siesta, merecida después de estar, desde bien temprano, arreglando desperfectos de la casa; donde la madre y la abuela se enfrascaban frente a la tele con la novela de turno, descubriendo, arrojadas en el sofá, que «los ricos también lloran», y donde el abuelo deambulaba ocioso, en busca de oficios o pretextos. Una tarde que debía pasar del todo desapercibida en unos minutos se rebeló contra nosotros, en unos minutos se sobresaltó como lo hace un gato asustado en una habitación oscura: de lado a lado hacia no se sabe bien dónde; como lo hace un cocodrilo: de improviso, con una violencia brutal.
Pasada casi una hora, allí permanecíamos los dos, sentados, jugando con la arena entre los dedos o con los dedos entre la arena, haciendo especialmente nada, cuando escuché cómo mi madre nos llamaba:
—¡A merendar! ¡Niños, a merendar! —gritaba, como siempre lo hacía cuando hablaba—. ¡Niños! —insistía, y eso también era normal en ella.
Podríamos haber salido sin más, podríamos haber ido hacia su voz, hacia la galería, hacia arriba y, allí, merendar juntos. Seguramente, si hubiésemos seguido como hasta aquel día, sin comentar la existencia de nuestra cabaña, habríamos confundido al destino. Aquello lo habría cambiado todo o, lo que es lo mismo, no habría alterado nada.
—¡Aquí, mamá! —grité mientras asomaba la cabeza por la pequeña puerta—. ¡Aquí, en la cabaña que hemos hecho, aquí! —Y ese fue mi error: olvidar la razón por la que habíamos estado ocultando nuestro trabajo hasta entonces.
Con medio cuerpo fuera y agitando la mano, la animé a que bajase a vernos. Lo hice con esa ilusión del niño que desea demostrar a su madre que ya es capaz de ir en bici, «mírame, mamá, mírame»; con esa ilusión del niño que se tira por el tobogán —de cabeza— y parece que no tenga validez si los padres no lo miran, «mírame, mamá»; con la ilusión del niño que aprende a lanzarse en bomba a la piscina. Mírame cuando salto en las camas elásticas, cuando monto en los autos de choque y cuando tiro la peonza, «mírame, mamá»; mira cómo nado, cómo controlo la cometa, cómo hago el columpio con el yoyó. Con esa ilusión incontenible, llamé a mi madre esperando su reconocimiento por la cabaña que habíamos hecho, pero no recibí lo que esperaba.
Ella nos oía, pero no nos localizaba. Después de insistir dos o tres veces más, bajó hasta el patio para averiguar lo que ocurría.
La observé acercándose por la parte del muro que arrastraba sombra. Y, desde unos diez metros, sin querer enfrentarse al sol, me detectó: su hijo estaba con medio cuerpo fuera de lo que parecía una pequeña cabaña.
—¡Salid de ahí! —nos gritó desde la distancia. Un grito que venía con disfraz de amenaza: su tono se elevó aún más de lo habitual—. ¡Salid de ahí inmediatamente!
Algo no marchaba bien: noté en su grito esquirlas de miedo. Sin pensármelo, en una edad en la que aún no se buscan explicaciones, me revolví hecho un manojo de nervios. Arrastrando las rodillas por el suelo, gateé apresuradamente para salir lo antes posible del origen de las preocupaciones de mi madre.
—¡Salid de ahí! —continuaba gritando a la vez que abandonaba el sombrío burladero para venir a por mí, a por nosotros.
Me encontraba casi fuera de la cabaña cuando el pie izquierdo se me enganchó en uno de los ladrillos que formaban la base de la entrada; definitivamente, era demasiado pequeña.
Mi madre seguía chillando mientras se acercaba, o se acercaba mientras seguía chillando, no lo recuerdo exactamente; solo recuerdo que sus movimientos me ponían aún más nervioso. No pensé; lo único que me importaba era salir de allí cuanto antes. Arrastré el pie a la fuerza, no pensé en retroceder diez centímetros y sacarlo limpiamente; no pensé en que podía hacerme daño, en que podía hacernos daño. Y así, sin pensar, de un solo tirón, arrastré el pie desnudo hacia afuera. Noté un pequeño desgarro en la piel: sangre.
Fue aquella misma fuerza —la de la huida del pie encarcelado— la que movió un ladrillo, dejando la edificación aún menos estable que antes. Esta vez, ni siquiera hizo falta la visita del lobo. En dos segundos —suficientes para girar la cabeza y cerrar los ojos—, la cabaña se vino abajo.
Oí dos gritos, simultáneos. Uno que se acercaba, un grito en movimiento, de miedo. Otro inmóvil, a mi espalda, seco, apagado, pero no de dolor —eso vendría más tarde—, sino de pánico. Dos gritos y un silencio envuelto en una nube de polvo.
Mi madre se abalanzó sobre mí en el mismo instante en que la cabaña colapsaba. Me cogió tan fuerte, me agarró tan fuerte, me apretó tan fuerte... que aún hoy en día, cada vez que lo recuerdo, noto sus uñas clavadas en mis brazos desnudos. Descubrí aquella tarde la sensación de seguridad más intensa: el abrazo de una madre asustada.
Comencé a llorar sin saber exactamente el motivo; había tantos: la sangre en mi pie izquierdo, los dos gritos simultáneos, la recién estrenada sensación de incertidumbre, la nube de polvo que envolvía el momento, la sospecha de que se acababa el verano...
Lo que vino después fue un caleidoscopio de imágenes, movimientos y sonidos. Recuerdo a mi madre soltándome con la misma intensidad —casi violencia— con la que me había cogido para comenzar a quitar escombros; recuerdo los ojos de mi padre —que había venido corriendo al oír los gritos— indicándome, mientras ayudaba también a desenterrar a Toni, un «después hablaremos tú y yo»; recuerdo una niebla que desaparecía por momentos; recuerdo haber deseado que no desapareciera; recuerdo la humedad en mis mejillas...
Toni era el único hijo de los Abat, los mejores amigos de mis padres. Ana y José Antonio formaban una pareja curiosa, como sacada de un cómic. A ella la recuerdo muy delgada y alta, como Olivia la de Popeye. Él era un tipo más parecido a Brutus, con una barba que raramente dejaba ver sus labios. Los cuatro se conocían desde la época del pandilleo, cuando nació una amistad que se fue afianzando con los años. Sus vidas parecían viajar más o menos en el mismo vagón: ambas parejas se conocieron en la misma época, ambas se casaron en el mismo año y, ambas también, nos tuvieron a los dos con apenas unos meses de diferencia. Yo era el mayor.
Los Abat eran de esas amistades a las que te unes con vínculos más fuertes que los de la propia familia. Amigos de reuniones hogareñas de sábado noche; de viajes de fin de semana; de días de playa con sombrillas, toallas, neveras portátiles y todos los accesorios imaginables; de excursiones a la montaña para ver cómo la nieve asomaba por unos lugares donde raramente lo hacía. Amistades de «¿te quedas hoy con Toni y mañana te recojo yo al tuyo?» y de «¡no sabes el favor que me hiciste!».
Cada verano, yo solía pasar las dos o tres primeras semanas de julio en la casa que los Abat tenían en el Pirineo leridano, y en agosto, era Toni quien venía con mi familia a pasar todo el mes en la casa del pueblo.
Recuerdo con añoranza la casa de la montaña —así es como yo la llamaba— de los Abat. Era, en realidad, un conjunto formado por tres casas que el padre de Toni había comprado por un precio muy ajustado.
Una de ellas, seguramente la que en su época fue la principal, se encontraba totalmente abandonada. Apenas le quedaban los cuatro muros de piedra encargados de sostener un precioso techado de pizarra que, pese al deterioro del tiempo, no se había hundido. Tenía puerta y ventanas permanentemente cerradas y solo pudimos acceder a ella un verano. Su padre, hastiado por los insistentes «¿qué hay dentro de la casa vieja?» o «¡esta noche hemos oído ruidos en la casa vieja!», nos acompañó una tarde para enseñarnos todo lo que no había en su interior: no había fantasmas, no había un señor gigante que salía por las noches a encender los farolillos y no había animales secretos que hablaban entre sí; en realidad, no había prácticamente nada. Una casa abandonada a su suerte, sin apenas mobiliario y con un suelo que se apartaba para dejar paso a las yerbas que buscaban hueco para continuar creciendo. Una casa que permanecía a la espera del «algún día me pondré con ella».
La más pequeña, situada a unos veinte metros de la anterior, había sido rehabilitada por el padre de Toni y servía ahora de pequeño refugio para toda persona que lo necesitase. Sus padres eran así propietarios de una generosidad que rara vez he vuelto a ver. Apenas tenía una habitación con dos literas, un pequeño baño con ducha y unas mantas. Lo suficiente para cualquier montañero que tuviera que pasar la noche.
El conjunto lo completaba la que finalmente se había convertido en la principal, la que los Abat utilizaban para pasar las vacaciones. Su restauración duró tres años. Tres años en los que el padre de Toni lo invirtió todo: su tiempo, su dinero y su ilusión. Allí, arropada entre montañas, se hallaba una preciosidad de muros de piedra grisácea, ventanas de madera roja y techo de pizarra de cuento. La casa estaba distribuida en dos plantas. Abajo, dominaba la estancia un amplio comedor con dos grandes sofás enfrentados, separados por una alfombra de dibujos extraños. En un extremo, la televisión; y enfrente, la chimenea, cuya lumbre aún se encendía alguna que otra noche de julio. La cocina estaba junto al comedor, separada por una puerta de cristal templado. Completaba la planta baja un pequeño baño y una habitación con dos camas donde dormíamos Toni y yo. Entre el baño y nuestra habitación estaba la escalera que permitía acceder al segundo piso, donde se encontraban el resto de las estancias: la habitación de los padres de Toni con un baño en su interior, la de los invitados y un baño completo.
Aún recuerdo perfectamente la última parte del recorrido que llegaba al conjunto de los Abat. Apenas habíamos atravesado el pequeño pueblo de Espot, abandonábamos la carretera para adentrarnos en una gran pista de tierra. Una pista tan inusualmente recta como ancha, cuyo final ni siquiera se intuía. El todoterreno de los Abat recorría con agilidad aquella gran recta, formando tras de sí una persecutoria polvareda que nos entusiasmaba. Con los mofletes pegados al cristal observábamos el desvanecimiento de los altos árboles que nos rodeaban. Después de unos quince minutos —según mis cálculos de entonces, de niño— llegábamos a una especie de balsa cercada por una valla metálica. Allí, la gran pista continuaba en dirección subida, pero a la derecha, en dirección bajada, nacía un pequeño camino, únicamente señalizado por una estaca gruesa de color rojo apagado. Aquella estaca —como nos explicó una vez el padre de Toni— era un símbolo que aparecía en las guías más antiguas de montañismo de la zona, probablemente con la intención de indicar el nacimiento del sendero. El padre de Toni decidió mantenerla; y cada año, después del verano, la repintaba de rojo.
El todoterreno apenas cabía en el estrecho, pedregoso y difícil sendero. Mientras las ramas atacaban al coche —que deambulaba de lado a lado—, nosotros nos divertíamos más que si estuviéramos en cualquier atracción de feria. A pesar de que su padre, con las manos aferradas al volante, intentaba evitar las piedras y los salientes más afilados del camino, de vez en cuando oíamos un fuerte golpe en los bajos del coche que nos hacía, instintivamente, levantar los pies.
Para disgusto nuestro y alivio de Ana —que si no había vomitado ya, le faltaría muy poco—, en apenas cinco minutos llegábamos a una pequeña planicie en la que se encontraba el lugar donde pasaríamos los siguientes quince o veinte días. Todo el conjunto estaba rodeado por un vallado de apenas un metro de altura, cuya finalidad era más estética que práctica. Se accedía a través de dos pequeñas cancelas. Cada una tenía colgado, en su parte más alta, un farolillo de los de luz calabaza. Y no eran estos los únicos, ya que las tres casas —incluso la abandonada— tenían otro farolillo idéntico sobre sus respectivas puertas de entrada.
Algunas noches, a oscuras, nos alejábamos del vallado para, sentados bajo un árbol, deleitarnos con la constelación canela que formaban aquellas cinco luces.
Los cuatro —yo siempre me sentí uno más de la familia— recorríamos las montañas con excursiones que incluían —además de bocadillo, refresco y chocolatina— visitas a los pueblos cercanos, recorridos por los picos de alrededor o paseos hasta el gran lago.
Por la noche, después de haber andado durante horas por caminos, sendas y pistas, el cansancio nos abatía de tal manera que era entrar en la casa y caer rendidos en el sofá. Afortunadamente, alguien se encargaba de que despertásemos en nuestras respectivas camas.
Ahora, con mi muy prominente barriga, que si bien tiene mucho de curva no me aporta ni un gramo de felicidad, con mi colección de estrías a la altura de la cintura y mis fláccidos pectorales que ya luchan en tamaño con los de mi mujer, recuerdo aquellos años con tristeza. Recuerdo cuando aún era ágil, cuando nos pasábamos las tardes descubriendo montañas, escondiéndonos entre los árboles, cogiendo piñas para lanzarlas contra las botellas de cristal o pedaleando a toda pastilla para lucir las pegatinas que habíamos colocado entre los radios de las bicis. Ahora ya he abandonado cualquier posibilidad de volver a sentir todo aquello. Llega una edad en la que parece que todo se precipita hacia abajo, cuando sabes que, en adelante, todo será decadencia.
A pesar de que no éramos hermanos de sangre, sí que nos considerábamos hermanos de vida. Siempre que pienso en mi infancia, aparece él asomándose en la esquina de cada recuerdo. Aún hoy, sé que jamás volveré a estar tan unido a una persona como lo estuve a él.
Llegué a pensar que nuestra amistad carecía de caducidad, que se perpetuaría a través de los años... pero fueron esos mismos años los que acabaron con ella. Llegó así un momento en el que, a pesar de las miradas cómplices, de cubrirnos las espaldas y de las risas solo interrumpidas por el dolor abdominal, ninguno de los dos fuimos capaces de mirarnos a los ojos con franqueza.
Esa amistad entre Toni y yo, la de hermanos que no lo eran pero lo sentían, esa amistad se perdió hace ya muchos años. Nos quedó después el poso del afecto. Y más tarde ni siquiera eso. Ahora nos conformamos con ser conocidos de ascensor, de oficina y de ciudad.
A los diez años de aquel verano, cuando finalizaba ya nuestra época universitaria, hubo un conato de esperanza. Fue una época en la que comenzamos a tener amigos comunes, a coincidir en varias clases e incluso, de tarde en tarde, a quedar para estudiar juntos en la biblioteca.
Tuvimos así una segunda oportunidad para sanear una relación que se abocaba a la indiferencia. Durante un tiempo conseguimos despertar una amistad aletargada: un cine los domingos por la tarde, algún recorrido —como solíamos hacer en el pueblo— en bicicleta por carreteras secundarias, e incluso, de vez en cuando, en esos momentos en que gustábamos de recordar nuestros años de infancia, éramos capaces de cruzar miradas en las que aún se podían encontrar restos de ese amor que nos tuvimos.
Durante meses albergué —quiero pensar que albergamos— la esperanza de que todo podría volver a ser, si no igual, al menos un buen sucedáneo de antaño. Pero, como el árbol torcido incapaz ya de enderezarse, nuestro destino también tendía a separarnos. Cuando las raíces del pasado volvían a coger fuerza, cuando parecía que Toni y yo, yo y Toni, podíamos volver a ser los mejores hermanos no hermanos del mundo, entonces todo se volvió a dislocar.
Comenzó el declive también un día de agosto. Un día de esos en que solíamos quedar con los amigos en la playa para pasar el rato.
Aquella tarde, cuando ya llevábamos casi dos horas tostándonos al sol, llegó Pablo acompañado de su novia y de otra chica a la que nadie conocía.
—¡Hola, chicos! —nos dijo Pablo mientras se acercaba.
—¡Hola! —contestamos todos al unísono, sin dejar de mirar a la desconocida que venía con ellos; miradas que iban desde la curiosidad a la sorpresa, pasando por el deseo.
—Esta es mi prima Rebeca. Sus padres se han trasladado a vivir aquí y como aún no conoce a nadie... —nos informó Pablo mientras colocaban sus toallas sobre la arena.
—Hola a todos —nos dijo una voz suave.
Los tres se fueron quitando la ropa hasta quedarse en bañador. Toni y yo, tumbados boca abajo, ocultos bajo nuestras gafas de sol, no dejábamos de mirar a la nueva chica.
Rebeca era una preciosidad de ojos azules, melena vainilla y cuerpo atlético. No era especialmente alta ni baja, una estatura media. Nos quedamos embobados mirándola mientras se restregaba la crema solar por todo el cuerpo. Ella se dio cuenta —no fue la única, su primo nos miraba con cara de pocos amigos— y nos dedicó una sonrisa. Cuando finalmente acabó de recorrerse el cuerpo con las manos, se tumbó boca abajo sobre su toalla. Llevaba aquel día un biquini negro que realzaba aún más su cabello rubio, aunque no fue en eso en lo que más nos fijamos.
A partir de entonces, Rebe —como prefería que la llamasen— fue una más en nuestro grupo, pero no una más en nuestras vidas.
Además de su físico, si algo me —nos— atrajo de ella, fue su energía inagotable, sus ganas infinitas de aprovechar cada instante de una vida que apenas acababa de estrenar. En cada momento ya tenía planes para el siguiente, aún no había vivido el hoy y ya estaba pensando en el mañana. Fue una época durante la cual Rebe no quiso conocer el significado de palabras como siesta, reposo o descanso.
Se convirtió, durante semanas, en una amiga común con dos pretendientes: dos hermanos que no lo eran. Recuerdo ahora esos juegos tontos, esas miradas de uno y otro, esos momentos de placentera conversación con ella. Recuerdo a dos chiquillos que, aun siendo adultos seguían diciendo «mírame, Rebe»; mira cómo me tiro de cabeza a la piscina, «mírame, Rebe»; mira cómo soy capaz de hacer el pino en el agua, «mírame, Rebe»; mira cómo yo soy más como tú que él, «mírame, Rebe...».
Y aquella competición adolescente, en un principio amistosa, poco a poco se fue tornando más hostil. Tanto que al final acabó con nuestra reciente retomada amistad.
Finalmente llegó el día en el que Rebe se decidió entre ambos. Y así, con aquella elección, lo nuestro se acabó de nuevo otra vez. Definitivo.
Quedé inmóvil, derrotado sobre la tierra. Mirando, a través de las lágrimas que me empañaban la vista, cómo mis padres desescombraban los restos de la cabaña en busca de quien, minutos antes, me ayudaba a levantarla. Fueron momentos en los que anduve —como un equilibrista— sobre el alambre que separa la realidad de la inconsciencia.
Debajo de todo aquel despropósito apareció una cabeza rebozada en polvo, ladrillo y sangre. Y adherido a ella, apareció también un trozo de madera; al final se nos había olvidado quitar algún clavo.
La sangre, litros me parecieron entonces, nacía de su pelo y, como un pequeño torrente, le atravesaba la frente. A la altura de la nariz se transformaba en dos pequeños riachuelos para, finalmente, embalsarse en el cuello, a la altura de la nuez. Sangre, aún fresca, mezclada con tierra, que se derramaba por toda la cara. La cara de un Toni que yo no acababa de reconocer.
Su cuerpo apareció inmóvil. Me fijé en sus uñas: llenas de tierra, como si, mientras yo luchaba por sacar el pie, él —previendo el desastre— hubiese estado también luchando, arrastrándose, por sacar el cuerpo.
Tras unos instantes comenzó a reaccionar, emitiendo unos sonidos que no olvidaré en la vida: unos quejidos ahogados como el triste maullar de un gato que agoniza, como un querer respirar y no saber. En cuanto Toni volvió a la vida, mi padre corrió a casa de los vecinos —en aquella casa no teníamos teléfono— para avisar a una ambulancia. Mi madre se sentó a su lado, agarrándole la mano mientras le susurraba esperanzas al oído.
—No te preocupes, cariño, no te preocupes... —Temblaba como nunca antes la había visto temblar, de puro miedo, de pura preocupación—. Ahora mismo viene la ambulancia, cariño.
»No te muevas, Toni. —Le agarraba la mano tan fuerte que pensé que se la partía—. Aguanta un poco más que pronto pasará todo, no te muevas, cariño —le seguía susurrando mientras le apartaba el polvo de los ojos con miedo a tocarle la madera que se le había quedado clavada en la cabeza. Ella también lloraba.
Pero Toni no se movía. Continuaba tendido sobre el regazo de mi madre, luchando por recuperar todo el aire perdido. Me quedé viendo, entre lágrimas, cómo su pecho se hinchaba y se deshinchaba. Me llevé las manos a unos ojos que ya me dolían demasiado, y a partir de ese momento todo comenzó a estar confuso, lejano, todo desenfocado.
Al final no pude mantener el equilibrio y caí.
Desperté empapado en mi cama, en la habitación que Toni y yo compartíamos durante todos los agostos. La oscuridad cubría la estancia como cualquier otra noche. Supuse que aquel había sido un extraño sueño en un día extraño. Sentí un alivio indescriptible, un alivio desmesurado, casi eufórico. Con las manos aún plagadas de nervios, me aferré a mi propia cabeza, a mi propia esperanza. Fue el mejor momento de un agosto triste cuando, aún confuso, comprendí que las pesadillas a veces son tan reales que el cuerpo tarda en asimilarlas como ficción. Me mantuve, durante unos instantes, en el espacio de tiempo necesario para conocer que, a pesar del sobresalto, uno no se ha caído de la cama, que el coche no se ha estrellado o que ella no se ha largado con otro. Me mantuve en el mejor momento de una pesadilla: cuando eres consciente de que lo ha sido, de que nada era real.
Así pues, al día siguiente, a la mañana siguiente, aun a pesar de hacerlo a escondidas, aun a pesar de la pesadilla, Toni y yo seguiríamos colocando el techo; eso sí, revisando mejor los clavos.
Mi cuerpo seguía agitado. Cerré los ojos, me tapé completamente e intenté volver a dormir.
Estaba ya rozando el sueño cuando el desaparecer de los nervios ofreció paso a una ligera molestia en mi pie izquierdo. Una molestia que al moverlo se convertía en dolor. Un dolor agudo; un dolor que, durante unos instantes, había estado aletargado; un dolor que, de pronto, se desparramó por todo el cuerpo. Un dolor que segregó realidad, una realidad demasiado dura.
Me destapé bruscamente para lanzarme contra la cama de Toni y, buscando a tientas la esperanza, rocé el vacío.
Allí, sobre una cama vacante, sin Toni, lloré los restos de pesadumbre que aún se alojaban en mi interior. Cabeza abajo, golpeando a un colchón inocente, le grité en susurros a una cama sin deshacer. Le exigí explicaciones, le pregunté por Toni, le ordené cambiar una realidad que las uñas de mi madre sobre el brazo se empeñaban en confirmar.
Allí, sobre la humedad del desamparo, después de horas de súplicas, me volví a dormir.
Mi madre se fue con Toni en la ambulancia; mi padre los siguió con el coche.
En el hospital le pusieron unos quince puntos en la cabeza y, tras dos días de observación, durante los cuales le estuvieron haciendo varias pruebas —el golpe le había hecho perder el conocimiento—, corroboraron que la herida no había sido demasiado profunda: no le quedaría ninguna secuela. Evidentemente, solo hablaron de las físicas, y de las suyas. No pensaron en nosotros, en mí.
No me permitieron ir con ellos, así que, impotente y carcomido por la culpa, me tuve que quedar en el pueblo soportando los «pobrecito Toni» de mi abuela. Fueron aquellos los días más largos de mi infancia.
Después de muchas muchas horas, llegó el regreso. Los esperaba desde muy temprano, así que no me moví de la ventana en toda la mañana. Fue a eso de las doce cuando divisé, calle abajo, a lo lejos, el coche de mis padres seguido del todoterreno de los Abat.
—¡Ya vienen, ya vienen! —grité.
Y sin dejar pasar un segundo más, bajé corriendo a la calle.
Su imagen, saliendo del coche con la cabeza vendada, se me quedó grabada para siempre en la memoria.
Nos abrazamos —ni siquiera nos dio tiempo a mirarnos— como nunca lo habíamos hecho. Nos abrazamos sabiendo que no era aquello un reencuentro, sino una despedida.
Volví a llorar. Él también.
Supimos entonces, aun a pesar de nuestra corta edad, que aquel era el momento donde se separaban nuestras vacaciones. Con los años descubrimos que también nuestras vidas.
A pesar de que intentaron consolarme con los típicos «no te preocupes» o «tranquilo, todo ha pasado», yo sabía que realmente nada había pasado, sino todo lo contrario. Sabía que a partir de aquel momento comenzaba de nuevo todo, todo había comenzado a ser distinto.
Con el derrumbe de aquella cabaña se rompieron muchos de los lazos que unían a nuestros padres, entre ellos, el de la confianza.
No volvimos a pasar más veranos juntos, ni en mi pueblo ni en sus Pirineos. Aquel incidente alteró todo lo anteriormente vivido: terminó con las tardes de carreras de chapas en el patio —el equipo Kelme contra el Reynolds—, con las olimpiadas a dos saltando sobre la arena o lanzando piedras simulando el peso, con las salidas en bicicleta por el pueblo y sus alrededores, con las hogueras de escombros y cardos, y, sobre todo, alteró una amistad que, a partir de entonces, fue, a pesar de los altibajos, ya en declive.
Aún hoy, a mis tantos años, sigo guardando la imagen de ese niño con un trozo de madera clavado en la cabeza. Una imagen que me transporta a la noche en que desperté pensando que todo había sido un sueño; la noche en que, a mis doce años, me hice adulto.
La distancia comenzó a agrandarse entre las dos familias, y, por ende, entre nosotros. Nadie quiso reconocer en lo ocurrido aquella tarde la razón de ese distanciamiento. Nunca hubo un reproche, ni una recriminación, ni un «¿de quién fue la culpa?»; pero fue el principio del fin.
No supe ver entonces que los Abat habían encontrado grietas en la confianza depositada en mis padres. Grietas que nunca antes habían visto, pero que a partir de ese momento fueron incapaces de olvidar. Grietas que nadie se atrevió a reparar, grietas que, con el tiempo, se fueron abriendo sin remedio.
Tampoco supe ver la tristeza que atrapó a mis padres al descubrirse incapaces de velar por la seguridad de un chiquillo de doce años. Una responsabilidad, la suya, que había sido herida. Un chiquillo que, a pesar de ser como de la familia, no lo era. A pesar de ser de casa, no lo era. Y ese pesar pesó esa vez —y a partir de entonces— más que todos los momentos anteriores en los que nos sentimos inseparables.
Y allí, en la calle, frente al portal, pero fuera de él, se produjo nuestro primer desencuentro. No quisieron —prefiero pensar que, en realidad, no pudieron— disimular sus ganas de marcharse cuanto antes. No supieron tampoco mis padres proponer lo que a buen seguro hubiese sido una comida incómoda. Finalmente, con un «ya tomaremos algo por el camino» ambas partes respiraron aliviadas.
No fui capaz entonces de entender las razones de aquella huida, de aquellas prisas por partir, de aquella incomodidad entre familias. No entendí que aquel «el médico ha dicho que debe guardar reposo» guardaba otras cosas. Cosas que, a mi edad, no supe comprender.
Nos perdimos, muy a pesar nuestro, ambos, aquel día.
MEDIADOS DE MARZO, 2002
Ya es la una y media de la madrugada, y sigo sin tener sueño. Ella duerme hace horas, tantas como llevo yo recordando viejos tiempos; tiempos de infancia; tiempos que aún guardo como un tesoro.
Hace tantos años de todo aquello, de los veranos juntos, de la libertad de ser niños, de la ilusión por tener toda una vida por delante... Cómo me gustaría retroceder en el tiempo, cómo me gustaría volver a aquellos años que fueron los viveros de una relación que nunca llegó a buen puerto: la mía y la de Toni.
He pensado en mi infancia por culpa del plan que ahora tengo en mente: los Pirineos sería un buen lugar para volver a empezar. No sé, quizá solo tenga agallas bajo las sábanas, quizá cuando de aquí a unas pocas horas me levante, vuelva a olvidarme de todo.
Las dos de la madrugada. Voy a intentar dormir, si no, mañana —ya hoy— seré incapaz de despertar.
—Buenas noches, Rebe —le susurro al oído.
La huida
FINALES DE ABRIL, 2002
Ha pasado poco más de un mes desde aquella noche en la que recordé mi infancia. Un mes durante el cual ha cambiado toda mi vida: lo he perdido todo. Sí, he pasado de construir un plan para salvar mi relación con Rebe a escapar sabiendo que la he destruido completamente. Todo en apenas cinco semanas.
¿Cuándo se sabe que una decisión es la adecuada?
¿Dónde está la diferencia entre hacer una locura o volverse loco?
Es ahora cuando, desde la calma, desde la soledad, comienzan a posarse de nuevo los sentimientos. Revueltos, enardecidos, contagiados todos por una excitación desmedida.
Me pauso, lentamente me amaino, para poder pensar en lo que dejo, no de lado, sino atrás.
El traqueteo de las ruedas me zarandea. ¿Cuántos años hace que no viajo en tren? ¿Cuántos años hace que no viajo? ¿Cuántos años hace de todo?
Ovillado en un duro asiento de plástico, incapaz de aislar las emociones, me limito a mirar a través de la ventanilla de un vagón vacío: luces lejanas de casas ajenas, oscuridad, luces fugaces que intensifican la nostalgia.
Apoyado sobre el cristal, aún tengo el valor de juguetear, nervioso, con el maldito boli entre mis dedos. Él, que ha sido testigo de todo. Él, que ha deambulado más que yo. Él, que me ha hecho cambiar de rumbo. Él, inocente, ausente, olvidado pero abandonado adrede también, ofrecido y a la vez deseado.
Podría haber seguido sentado en el bostezo. Podría haber seguido estancado en la rutina, cerrando disfrutes y almacenando siestas. Podría haber evitado todo cambio, ausentarme en mente y presentarme únicamente en cuerpo.
¿Podría haber seguido sentado en el bostezo? No, imposible. Al menos, ahora ya estoy en movimiento.
Son tantas las preguntas que he dejado sin responder...
Pero ¿y si todo esto es un error, si en realidad he sido un cobarde, si en vez de batirme he iniciado retirada? Debería estar feliz por escapar, pero no lo estoy. Debería estar apenado por lo que abandono, pero no lo estoy. Debería pensar en que algún día tendré que regresar, pero no quiero pensarlo, solo quiero, por una vez, pensar en mí mismo, en mi inmediato futuro.
¿Cómo nos lo repartiremos?, ¿qué haremos con lo nuestro?, ¿qué pensarán los demás? Son preguntas que intento evitar. No puedo estar más de un día sin verlo y ahora me alejo en dirección contraria.
La decisión está tomada, pero... ¿hasta cuándo?
Presiento un viaje largo, no en tiempo sino en recuerdos, no en distancia sino en remordimientos. Te quiero; a ambos.
Ya solo me queda esperar, dos o tres horas, y después...
No hay nada que me entretenga, nadie con quien hablar. La oscuridad se me echa encima, pero el sueño se ha escapado. Es imposible, no puedo ahuyentar los recuerdos, los cobijo tan dentro... Y aunque lo intento con todas mis fuerzas, no soy capaz de apartarlos, vuelven una y otra vez. No puedo.
Al final me rindo, y empiezo a recordar los últimos días desde aquella noche en que pensé en mi infancia.
Miro el boli que sostengo entre mis dedos y me acuerdo. Son retales de momentos concretos, de tardes enteras, de noches y días clonados. Conforme me alejo, sé que he acertado; conforme me alejo, presiento que me equivoco.
Los «sí», los «no», los «vuelve», los «¡vete!», los «¡qué estás haciendo!», los «¡escapa ahora que puedes!», los «lo siento...», todos esos pensamientos se revuelven en la cabeza azuzando al desmayo.
Sí, quizás aquella noche, en la que volví a pensar en el tesoro de la niñez, empezó todo.
Empezó todo con la llamada que tuve al día siguiente...
LUNES 18 DE MARZO, 2002
—Sí, ahora mismo tomo nota de las modificaciones, un segundo... —¿Dónde está el puñetero boli?—. Un momento, por favor... —Otra vez me había vuelto a pasar lo mismo.
Volví a mirar dentro de mi cubilete de madera, donde guardaba sin orden ni atención todo tipo de lápices, bolígrafos y rotuladores. Y el negro, el de gel, mi preferido, había vuelto a desaparecer. Cogí otro, azul, de esos normales; de los de plástico transparente. Pero al ver que la tinta salía de forma intermitente, entendí que alguna vez había caído de cabeza. Opté por escoger otro, uno de esos que te regalan las empresas cuyo responsable de márketing no da para más. Era de plástico rojo, con grandes letras en gris que anunciaban la marca en cuestión, y tan sumamente grueso que resultaba molesto de utilizar. Era de ese tipo de bolis que van en peregrinaje por los cajones, sin dueño ni pretendiente, y que no suelen funcionar nunca. El boli gordo como una zanahoria no funcionaba. Por más que rayaba sobre el papel, no había manera de que su tinta dejase huella. ¿Cuándo un regalo invierte su sentido?
—Un momento, por favor... —Agotando las esperanzas le eché mi aliento a la punta.
Rayé, y rayé con tanta fuerza sobre el papel que acabé por atravesarlo. Desquiciado, descubrí que lo único que me quedaba —además de dos rotuladores de esos indelebles— era un viejo lápiz de los de amarillo, negro, amarillo, negro... por fuera y, seguramente, mina rota por dentro. Un viejo lápiz de los de goma gastada en la punta contraria a la punta. Una goma refugiada en un pequeño cilindro de metal dorado cuyo roce contra el papel me produce una dentera solo comparable al contacto de uña y pizarra. Deseché la idea.
—¡Sara! —Me asomé para mirarla—. ¿Has cogido tú mi boli negro?
—No, yo no lo tengo —me contestó sin apenas levantar la mirada y continuó ensimismada en lo suyo.
—Pero si hace solo un segundo lo tenía aquí... ¡mierda! —Esto último se me escapó en voz alta; no era la primera vez en los últimos meses.
—¡Que te van a oír! —me advirtió Sara mientras hacía señas con su dedo pulgar y meñique, indicándome que tenía al cliente al otro lado del teléfono—. Además, seguro que has sido tú el que se lo ha dejado en cualquier sitio, como siempre.
—Bueno... —Inspiré exageradamente para intentar mantener la calma—. ¿Puedes dejarme uno?
—Toma —contestó, haciéndome una mueca de resignación mientras me lo acercaba con la mano desde su mesa. Ella se sienta a mi izquierda.
Un boli azul, normal, también de los transparentes, de los que utilizamos la mayoría de las veces. Me fijé en que tenía la tapita del final en perfecto estado, intacta. Un boli impecable, sin mordiscos ni muescas, nada. Un boli prestable, no como los de Ricardo.
Él los muerde, los chupa, los vuelve a morder, los carcome; hace ruidos con el plástico entre sus dientes, los paladea y, a buen seguro, de vez en cuando, le llegan añicos a su estómago. Con los primeros mordiscos desaparece la tapa de plástico de la parte final. Con los siguientes, el boli comienza a agrietarse. Y, en apenas unos minutos, saltan las primeras astillas, haciendo que mengüe su longitud. Finalmente, el interior se comienza a atiborrar de saliva; saliva que acaba desbordándose. Cuando lo coges, notas cómo el boli ha vomitado sobre tus dedos. No, a él nadie le quita los bolis; es un tipo listo este Ricardo.
Pero el de Sara estaba nuevo. A pesar de todo, no era de gel, los que más me gustan. Siempre tenía uno en mi mesa... casi siempre.
—A ver, un segundo... cambiaremos el botón de sitio y aumentaremos la longitud de la caja de texto, con tres caracteres más creo que será suficiente. —Con aquel boli todo iba más lento, pero pude apuntar las modificaciones—. Le repito... —Y sin dejar de mover el boli entre los dedos, comencé a leerle todo lo que me había apuntado—. ¿Es correcto? —le pregunté sabiendo que sí lo era—. Muy bien, en cinco días tendrá las modificaciones del programa finalizadas. Que pase un buen día —le dije con un tono amable, lo más amable que pude.
—Gracias, Sara, toma tu boli. —Se lo devolví mientras ahogaba las ganas de quedármelo. Tan nuevo; hubiese estado estupendo dentro de mi cubilete acompañando al boli azul que algún día cayó de punta, al gordo boli promocional que no funcionaba, al lápiz abeja y al desaparecido boli negro de gel.
—De nada, y a ver si tienes más cuidado, que cada semana pierdes uno —me reprochó mientras me guiñaba un ojo y me sacaba la lengua. Así era imposible enfadarse con ella.
—¡Pero si me los quitan! —protesté—. Y además, este era mío. Me lo traje de casa.
Sara... ¡cuántos años juntos! Recuerdo, como si fuera ayer mismo, el día en que entró en nuestras vidas, en nuestra empresa. Pasó por delante de nosotros con su traje de chaqueta oscuro, su melena negra y su olor a caramelo. La vi —la miré— pasar hacia el despacho del anterior jefe de personal y me quedé —nos quedamos— persiguiendo su estela.
Pasada una media hora salieron los dos y se dirigieron hacia nosotros.
—Buenos días a todos, esta es Sara, y a partir de ahora formará parte de vuestro grupo de programación —nos dijo el anterior jefe de personal.
—Encantado. —Fui el primero en presentarme—. Soy el responsable de este grupo, bienvenida —balbuceé mientras le daba la mano, tibiamente sudada.
—Igualmente —me contestó ella, intentando mostrar una sonrisa que no llegó a serlo, algo se lo impedía.
Sara era —y es, a pesar de todo— una mujer preciosa: alta, de constitución delgada, con una melena lisa azabache que le sobrepasaba los hombros y unos ojos verde luto que, por aquella época, trataban de ocultar un secreto. La situé en la puerta de los treinta, sin haberla atravesado físicamente, pero sí en algún otro aspecto. Pude ver, desde el primer momento, cómo aquella belleza de piel nata vivía prisionera de la tristeza.
Aquel día hablamos de muchas cosas, cosas intrascendentes que ahora ni siquiera recuerdo. Lo que sí recuerdo es cómo sus labios comenzaban cada una de las frases con un entusiasmo que se le venía abajo en la última palabra. Recuerdo a una mujer que hablaba como si ya lo hubiese vivido todo y, lo que es peor, como si ya no le quedase nada más por vivir. Una mujer, me pareció, que había perdido algo importante. Más adelante supe que había perdido demasiado.
Pasó bastante tiempo hasta que reunió la fuerza —y sobre todo la confianza— suficiente para desnudarse ante mí. Y fue en aquel desvestir de su alma cuando yo, un mero secundario incapaz de ayudarla, aprendí que el dolor puede llegar a enturbiar cada sonrisa, cada alegría.
A pesar de mis sospechas, a pesar de sus evidencias, jamás le insinué nada. Jamás le pregunté por su exagerada sombra de ojos; jamás le pregunté por su semblante abatido de algunas mañanas cuando su cara reflejaba algo más que el haber pasado una mala noche.
A pesar de mis presunciones, jamás le ofrecí ayuda, no me atreví. Eso hubiera derribado, sin duda, su ya de por sí liviana autoestima. Habría descubierto su incapacidad para disimular, a través de sonrisas y maquillaje, el dolor que llevaba dentro. Podría haber confundido mi socorro con limosna, mi preocupación con lástima. Habría supuesto un muro infranqueable entre ambos.
Aquel día, la tarde se nos acabó complicando. Uno de nuestros principales clientes necesitaba un programa para esa misma noche. Trabajamos ella y yo —el resto del grupo, o estaba de vacaciones u ocupado con otros programas— codo con codo. Fue pasadas las nueve de la noche cuando, por fin, le enviamos al cliente la aplicación finalizada.
Exhaustos, nos dirigimos a la sala de reuniones para tomarnos, sobre la gran mesa, el último café. Allí comentamos todos los percances de una tarde demasiado larga: las prisas del cliente, la presión de los jefes, la ley de Murphy, los errores cometidos... Y entre risas, confidencias y chismorreos le pregunté si estaba casada. Fue una pregunta inocente, sin premeditación; una pregunta del día a día; una pregunta que provocó que se le empañaran los ojos. Ahí supe que había encontrado, sin buscarlo, su herida.
Nos separó, por un momento, el silencio. Me sentí incómodo. Incómodo como solo se puede sentir quien ha hecho daño sin quererlo, sin pensarlo, sin ser consciente. No nos miramos; ella no podía, yo no sabía. Dejamos que fuese el tiempo, con su paso, quien suavizase la situación.
Con mirada inclinada y sonrisa ausente, finalmente, expulsó el secreto que recluía en su interior. Y aquel relato, aquel fragmento de su biografía me hizo mirar a Sara con otros ojos.
Fue duro para ambos; pero absolutamente necesario. Para ambos también.
Sara se casó joven, se casó feliz —lo supe porque mientras me lo decía fue capaz de ofrecerme una sonrisa completa— a los veintidós años. Con toda la vida por delante, con todas sus ilusiones vírgenes aún. Durante su luna de miel recorrió parte de Europa, y durante aquellos días —seguramente entre Italia y Francia, me explicó—, sin quererlo —pero sin descartarlo—, se quedó embarazada. Y así, a su regreso, Sara se trajo algo más que recuerdos, se trajo el inicio de Miguelito: su primer hijo.
A los tres años tuvo al segundo: Dani.
Hizo una pausa, que se convirtió en descanso, para abrazarse débilmente al vaso de plástico que aún ardía. Bebió un pequeño sorbo de café, se hundió en el sillón y desde la lejanía me contó —ahora ya sin apenas interrupciones, de una sola vez, como si temiera detenerse y olvidar algo dentro— su secreto.
Recuerdo aún palabra por palabra:
A mi marido, Miguel, le encantaban las carreras de coches, las seguía con auténtica devoción. A pesar de que en aquella época la Fórmula 1 no estaba tan mediatizada como ahora, él se mantenía puntualmente informado de todos los detalles. Pero no era seguidor solo de la Fórmula 1, también le encantaban los rallies, las carreras de motos, las aburridas carreras de... Nascar, creo que se dice. En definitiva, todo lo relacionado con el motor. Tanto era su entusiasmo que nunca faltaba en casa el último número de cualquier revista de coches o de motos; un Ferrari o un Porsche a escala; también teníamos una gran maqueta de Scalextric y un sinfín de cosas relacionadas. Al final, como no podía ser de otra forma, le contagió ese entusiasmo al otro Miguel, a nuestro hijo mayor.
Miguelito era...
Y aquel era, en aquella conversación, significó demasiado. No fue un es.
Sara no pudo seguir hablando. Se llevó las manos a los ojos y con los nudillos intentó apartar las lágrimas que comenzaban a derramarse.
Callé, no supe mirarla.
Tomamos ambos otro sorbo de café.
Continuó.
Miguelito, con apenas seis años, ya tenía una respetable colección de coches en miniatura, pasaba horas jugando con el Scalextric en la alfombra del comedor y era capaz de distinguir la marca de cualquier coche que viera por la calle, a veces incluso por la noche, solo con fijarse en los faros.
Ese año estaba a punto de disputarse el Gran Premio de España de Fórmula 1 en Montmeló ,y yo, por medio de unos contactos en mi anterior empresa, pude conseguir dos entradas en un puesto privilegiado, junto a la parrilla de salida y con pase vip para poder escudriñar los entresijos del espectáculo.
Mientras me lo contaba noté cómo su vello se erizaba.
Cuando le di las entradas, se quedó petrificado. Por un momento pensé que se le había parado el corazón. De pronto, me abrazó fuertemente. Me besó más de mil veces mientras me susurraba al oído que me quería. Incluso bailamos durante unos minutos en el salón. Fue genial.
El plan era dejar a los niños con los abuelos para así poder irnos los dos, libres por un día. Los dos en una carrera de Fórmula 1. Mi marido lo sabía absolutamente todo: nombre completo de cada piloto, la escudería a la que pertenecía, el reglamento, la clasificación del Mundial... Yo solo sabía que iba a ver cómo unos cuantos coches daban infinitas vueltas al mismo circuito a gran velocidad, que lo más interesante era la salida y la llegada, que harían un ruido insoportable cuando pasasen cerca y, sobre todo, sabía que había hecho feliz a mi marido.
Todo se empezó a torcer dos días antes. Dani, el pequeño, pasó una noche horrible: no paró de vomitar y el termómetro indicaba que a cada hora la fiebre le iba en aumento. A la mañana siguiente, a pesar de que había mejorado levemente, me lo llevé a Urgencias. Me dijeron que seguramente se trataba de algún tipo de virus intestinal, nada grave, pero que tendría para, por lo menos, tres o cuatro días de cama. La carrera era al día siguiente.
Después de la desilusión inicial, después de decidir que otro año sería, que no pasaba nada, estuve pensando y le comenté a mi marido la posibilidad de que fueran ellos dos a verlo: él y Miguelito; yo me quedaría en casa. En un principio se negó, pero los «venga, sí, vamos», «vamos, venga...» de Lito acabaron por convencerlo.
¿Por qué? ¿Por qué le insistí tanto?
Paró aquella historia para formularse una pregunta carente de respuesta, de respuesta adecuada.
Volvió de nuevo a sollozar.
Finalmente continuó.
Pasé el día cuidando de un Dani que, poco a poco, iba mejorando.
Ya comenzaba a comer sin vomitarlo todo al segundo después; además, la fiebre le iba remitiendo. Después de la llamada de rigor de mi marido para indicarme que ya estaban allí, que me quería y que en apenas una hora empezaba la carrera, me puse frente al televisor con la vana esperanza de verlos entre toda aquella multitud de gente.
Me tragué toda la carrera a través de la tele, sin entender quién iba primero, ni segundo, ni último. Solo intentando distinguir a mis dos Migueles a través de la pequeña pantalla. Quise intuirlos en varias ocasiones, pero nada más.
Después de casi dos horas, un hombre ondeó una bandera a cuadros y comprendí que la carrera había finalizado.
En apenas treinta minutos Miguel me volvió a llamar.
—Amor, ha sido espectacular, un día inolvidable. Siento mucho que no hayas podido venir a verlo. —Se le notaba nervioso, agitado, deslumbrado—. Lito está que ni se lo cree, tendrías que haberlo visto subido encima del asiento animando a todos los coches. Ahora mismo salimos para allá, un beso, amor, y otro de Lito. Te quiero.
Y así, con esa alegría ajena, esperé en casa, tranquila y emocionada a la vez.
La breve descripción de los acontecimientos —junto a lo que había visto por la tele— me había subido, también a mí, la adrenalina. Dani se había dormido a mi lado en el sofá. Allí esperé a que la mitad de mi familia regresase.
Pasaron seis horas —demasiadas, pensé— y aún no habían vuelto; la ida apenas les costó cinco. Le llamé, pero el móvil no daba señal, quizá, como tantas otras veces, se había vuelto a quedar sin batería. Como siempre fui una persona optimista, en vez de preocuparme, comencé a inventar posibles razones que explicasen el retraso: seguramente se habría formado una gran cola en la salida del circuito; podían haberse entretenido mirando los coches y camiones de las escuderías; también era posible que hubiesen parado a tomar algo, para no hacer todo el viaje de vuelta del tirón.
Pero el paso del tiempo acabó por minar mi optimismo: siete horas. Me seguía inventando razones, pero momentos después de inventarlas surgían flecos que era incapaz de justificar: podían haber pinchado una rueda, pero entonces me hubiese llamado desde algún sitio para avisarme; podían haber cortado la carretera por algún accidente, pero entonces me hubiese llamado para avisarme...
Después de ocho horas de angustiosa espera ya no me quedaban excusas con las que convencerme de que había una explicación favorable. Fue aquel día cuando descubrí que el peor miedo es la incertidumbre.
Cuando, transcurridas diez horas, me llamaron por teléfono, no me hizo falta inventar nada más.
A Sara ya no le quedaban más lágrimas, las había ido perdiendo lentamente conforme recordaba, conforme me contaba su historia. Una a una las había visto yo salir de sus ojos para, atravesando sus mejillas, desaparecer bajo la barbilla.
Volvió a beber de un vaso al que seguramente tampoco le quedaba ya café. Le sirvió al menos para respirar, para acabar lo que había empezado, para disfrutar, por fin, del desahogo necesario.
Era una llamada del hospital. El coche de Miguel se había empotrado contra un camión mientras realizaba un adelantamiento. Evidentemente, no me lo dijeron así, fueron palabras más dulces para decir lo mismo.
Los bomberos estuvieron más de cinco horas para liberar los cuerpos. Murieron los dos en el acto. A pesar de que seguían las investigaciones, según varios testigos Miguel comenzó a adelantar a gran velocidad en un cambio de rasante, cuando se dio cuenta... cuando se dio cuenta ya tenía el camión encima.
Y aquel fue el momento en el que Sara dejó de lado la máscara con la que había entrado, ya hacía meses, en la empresa. Abandonó, junto a aquel sillón de despacho, su disfraz de hierro. Pude ver, por fin, su interior.
Se hundió —aún más— allí, delante de mí, hasta el fondo, en el lodo de sus sentimientos. Arrugada en sí misma, con la cabeza hundida entre los brazos, se convirtió en un ser de figura desencajada. La oí temblar, la sentí llorar sin ya lágrimas, con aún más fuerza, con una intensidad descontrolada.
Entre la incomodidad y la pesadumbre dudé, no supe si acudir en su ayuda o estancarme en la distancia. Finalmente, opté por acercarme a su lado. Me senté en el sillón contiguo y, sin ni siquiera levantar la cara, se aferró a mi cuello.
Durante varios minutos nos mantuvimos abrazados, durante varios minutos estuve sintiendo la tibieza de su llanto, durante varios minutos fue incapaz de abandonar mi abrigo.
Cuando finalmente nos separamos, cogió rápidamente un pañuelo con el que intentó borrar de su cara las marcas del dolor. Allí, a su lado, con su mano en mi mano —temblaban ambas— no supe decirle nada. Callamos ambos: ella, escondida bajo un trozo de papel blanco; yo, pensando que ya se había desahogado, que había finalizado su relato. Pero me equivoqué. Sara continuó.
Y la Sara que en unas horas se había quedado sin sus dos Migueles, la Sara que tenía los ojos hundidos en el recuerdo, me dio, de nuevo, una lección: siempre hay cosas más dolorosas que la muerte. Ellos habían muerto, pero ella, lamentablemente, seguía viva; y el dolor —me dijo— es un privilegio de los vivos.
Quedaba el después, el desahogo final: necesitaba liberarse de un yugo que llevaba desde entonces, un yugo que muchos habían intentado —sin conseguirlo— quitar con consejos, psicólogos, palabras dulces y abrazos. Yo tampoco fui capaz de hacerlo aquella noche. Nadie, excepto ella misma, sería capaz de librarse de aquella losa.
La espera de su vuelta, la mala nueva desde el hospital, la imagen de los cadáveres, los días de luto, los «te acompaño en el sentimiento...» ya habían pasado, quedaba únicamente el lastre de la culpabilidad.
A pesar de que era tarde, muy tarde, olvidé por un momento el reloj —y con ello a mi familia— para permitirle sacar lo que aún le restaba dentro.
Me sentí tan culpable por haber conseguido las entradas... Al fin y al cabo, fueron allí por mi culpa, por mí. Me sentí tan culpable por no haber ido con él... Me sentí, los días posteriores, tan culpable... Pero a la vez, y me avergüenzo ahora, sentí odio; odio hacia él por haberse matado, por haber matado a Miguelito; odio por haber sido tan imprudente, tan imbécil; le odié con la misma intensidad con la que llegué a quererle.
Y mientras lo odiaba, los añoraba; y mientras los añoraba, me sentí impotente, me sentí inútil. Había —habíamos— estado durante tantos años construyendo una familia para que, en unas horas, todo se derrumbara. Ahora ya no estábamos todos, ya ni siquiera éramos.
Su mano, aferrada a la mía, seguía temblando.
Fue, aquel contacto, su escape.
Seguimos unidos: yo, incapaz de consolarla; ella, incapaz de ser consolada. Tartamudeando sobre mi hombro, con las lágrimas mezclándose con la saliva, dijo las últimas palabras de aquel relato.
No tuve ni siquiera el alivio de echarle la culpa a otros, no; la culpa fue suya, solo suya. Ni siquiera me quedó ese consuelo, esa excusa. No, no pude decir que un hijo de puta se le cruzó en el camino, no. Fue él quien adelantó, él fue quien se estampó contra el camión. El cansancio, la emoción de imitar a sus ídolos o las ganas de contármelo todo —quiero pensar—, no lo sé; pero ¿a quién puedo echarle la culpa? A veces se trata solo de eso, de difuminar la culpa, de que no recaiga por siempre en una, de no llevarla en el bolsillo el resto de la vida.
Pasadas las once de la noche había frente a mí una Sara más relajada. Una Sara que acabó contándome cómo tuvo que dejar su antiguo trabajo: una prometedora carrera de analista en una de las empresas informáticas más prestigiosas del país. Sara también dejó su casa y su ciudad. Intentó durante un año encontrar el rumbo de su vida.
Sara perdió en un día todo un mundo: el suyo. Sara perdió aquel día la ilusión por vivir. Solo Dani le impidió unirse con ellos, solo ese niño la obligó a seguir adelante.
Después de casi un año intentando olvidar algo imposible de olvidar, después de levantarse cada mañana deseando que todo hubiese sido un sueño, después de llevar el dolor en los bolsillos, decidió empezar una nueva vida en una ciudad extraña. La indemnización ya se estaba acabando y Dani merecía una oportunidad: la que no tuvieron ellos. No quería seguir en aquella ciudad, pues allí todo le traía recuerdos: los domingos por la mañana paseando por el parque; Miguelito jugando en la gran explanada —junto a la catedral— con su coche teledirigido; el día a día de compras; las visitas a los médicos, a la familia, al colegio... No era soportable.
Sara se vino y echó su currículo en varias empresas; de todas la llamaron. Finalmente, se quedó aquí, a trabajar con nosotros, conmigo, a empezar de nuevo su vida.
Sé que no supe ayudarla aquella noche. Sé que solo pude escuchar.
No volvimos a hablar nunca más de aquello.
Mi boli también podría haberlo tenido Juanjo. Juanjo el listillo, el notas, el sabelotodo, el pelota padre. El jodido Juanjo, el que habla de más, el de «todo por la empresa»; el pijo.
Pero no lo tenía, jamás tuvo ninguno parecido, porque él era más de usar bolis de marca que marcados como los de Ricardo. Recuerdo aún cómo, en aquel momento, sus dedos se entretenían con uno negro, fino y brillante, de los de estuche de plata y precio de infamia.
Juanjo se acunó en una familia bien. Nunca necesitó trabajar, pero sí ocupar su tiempo. Tenía —tiene— unos treinta y cinco años y aún no se ha emancipado de sus ricos padres. Unos padres relacionados en cierta forma —nunca lo he sabido— con la empresa.
Es tan previsible, tan aburrido, tan exiguo de entendederas... Su vestir es correcto hasta el hastío, aburrido e inalterable. Suele estrenar continuamente polos de esos con la lagartija en el pecho —confeccionados en Taiwán, Sri Lanka o China—. Ropa que cuesta mucho menos del valor que le dan al ponerle la marca. Marcas necesarias, sin duda, al menos para separar estratos, para que el de arriba se sienta más arriba, pensando que el de abajo está aún más abajo. Gente rica —solo hablo de dinero— que necesita gente pobre para poder disfrutar de su riqueza.
Juanjo es de ideales fijos, los que le han inculcado; no hay más cera que la que arde, no hay más creencia que la aprendida. No hay variación y todo debe ser como es: lo blanco, blanco; lo negro, negro. No es él un tipo de buscar grises. Es rico y, por ende, feliz, o es feliz porque es rico; en todo caso no hay mucho más que escarbar. Un perfecto militante, de lo que sea, pero militante.
Podría, también, haber cogido mi boli Estrella, y eso hubiera supuesto —para mí y para el boli— una excelente noticia. Por más días que pasaran, la garantía de recuperarlo intacto era plena. No recuerdo haberla visto sentada en su puesto más de una hora seguida, de trabajar ni hablamos. Estrella siempre ha sido mágica, volátil como el humo, trasparente como el agua embotellada, Alicia en el país de... Llega siempre —porque eso sí que lo tiene: puntualidad— a primera hora, se toma su cafecito de rigor, charla un poco con todos y a los diez o quince minutos ha desaparecido. Durante la mañana vuelve a la oficina, de vez en cuando, para chismorrear un rato. Y finalmente, cuando apenas queda media hora para acabar la jornada, se toma el último café y se despide con un feliz «hasta mañana». Varias veces la hemos visto arribar con el pelo negro y partir con uno anaranjado, rubio o mechado. Varias veces la hemos visto arribar con vestido azul y partir con traje gris.
Estrella tendrá ahora unos cincuenta y cinco años, más o menos. Y, a pesar de sus kilos de más, nunca le ha importado coquetear con el equilibrio subida en tacones, nunca le ha importado venir embutida en pantalones que a buen seguro debe romper para quitárselos... seguramente por eso casi nunca repite vestuario. No obstante, de un tiempo a esta parte, sobre todo el último año, ha ido perdiendo un poco de peso; alguien le habrá dicho que no está ya para usar una cuarenta.
Casi nunca he hablado con ella, apenas he sabido nada de su vida, nunca me he interesado por sus problemas o alegrías; me justifico pensando que el desinterés ha sido mutuo.
Pero también podría haberlo tenido Óscar, o Javi, o Felipe, o la señora de la limpieza, o el jefe de personal, o Marta: la buena de Marta, o Marta la que está tan buena, la atracción de la planta. Sus paseos, al igual que sus faldas, siempre han sido demasiado cortos. Nuestros ojos iban de la pantalla a sus piernas, y de sus piernas a su cuerpo. Durante los últimos años, cada vez que se ha acercado a nuestros puestos de trabajo, la empresa ha perdido, a buen seguro, unos cuantos miles de euros.
Marta está perfectamente ubicada: en recepción. Siempre se ha encargado de controlar —cuando no se despista limándose las uñas o escribiendo un mensaje en el móvil— el acceso a planta, y a la vez hace las funciones de centralita. Tampoco se le ha podido exigir nunca nada más. Aún recuerdo con cierta vergüenza —ajena— los correos electrónicos que nos enviaba: de cada tres palabras, una estaba mal escrita. Han sido famosos entre nosotros sus: «A llamado fulanito de tal», «haber cómo solucionamos esto» y «te hecharemos de menos estas Navidades».
Sus anteriores experiencias —laborales— se resumían en haber servido cafés en algún bar y sugerir modelitos en tiendas de ropa. También nos dijeron que, durante un tiempo, había tonteado con el mundo de las pasarelas, pero que finalmente no funcionó: le exigían demasiado a cambio.
Para la vacante en recepción se presentaron muchas candidatas, algunas de ellas de notable categoría, pero don Rafael, que ya era jefe de personal por aquel entonces, la eligió a ella. Y aun así, aun a pesar de su forma de entrar, de su forma de vestir y de su forma en general, siempre ha cumplido su trabajo relativamente bien.
Que entre Marta y don Rafael hubo chispa desde el principio es algo que todos sospechábamos, pero de ahí a demostrarlo había un gran trecho. Fue un tema, ese de la infidelidad, que no me interesó en un principio, hasta que, sin querer, se cruzó en mi camino; hasta que, sin querer, me obligó a subir a este tren que me aleja de mi vida.
Rafa —así le llamábamos antes de ser nuestro jefe de personal— se casó con la hija de uno de los gerentes de la empresa: el responsable de la zona de Levante.
Rafa compartió clases —que no estudios— con muchos de nosotros durante los dos años que aguantó en el instituto. La mayor parte del tiempo la dedicó a intentar ligar con las compañeras, subido en su moto recién trucada, ofreciendo cigarrillos o simplemente enseñando músculo. Se dedicó también a incordiar a todos aquellos que nos tomábamos más en serio eso de estudiar; a oler pegamento junto a sus colegas; a robar de vez en cuando en cualquier tienda, en cualquier coche...; en definitiva, a ver pasar la vida desde otro lado.
Rafa fue el primero en muchas cosas. Fue el primero en tirarse a una tía, aunque, según supimos después, ella había sido aún más precoz que él. Rafa fue el primero en fumar —cigarros, puros, porros...—, el primero en esnifar y el primero también al que le hicieron un lavado de estómago. Rafa fue el primero en tatuarse algo, y ese algo fue también especial: un símbolo oriental que en color negro azul desgastado le decoraba, digamos le cubría, el hombro derecho.
—¿Y eso qué significa? —le preguntamos un día a la salida del instituto cuando, aún enrojecido, nos lo mostraba orgulloso.
—No lo sé —contestó. Y no le importó en absoluto; no le importó porque había junto a él dos chicas que no dejaban de decirle: «¡Hala, qué guay! ¿Te duele mucho?»
Al tiempo, uno de los compañeros averiguó que esos símbolos venían a decir algo así como «cerdo viejo». Las risas duraron años, y se repetían cada vez que en la playa o en la piscina veíamos aquel tatuaje absurdo sobre una persona casi igual de absurda.
Rafa siempre fue de entendederas escuetas, más debido a todo lo que ingirió durante su juventud que de carácter innato. Pero, en cambio, ha sabido mantener un físico admirable, un cuerpo que no ha dejado de trabajar día a día. La naturaleza le premió con unas facciones angulosas y unos ojos azules que, junto a su pelo oscuro, le han proporcionado el privilegio de ser el centro de miles y miles de miradas femeninas y, por qué no decirlo, de miles de envidias masculinas. Era de esas personas que si no tienen un espejo cerca, no saben dónde mirar. Era —y es— atractivo y lo sabía. «Hoy en día con eso basta», solía afirmar. Durante su juventud se dedicó a vivir la vida, a probar cuerpos de usar y olvidar. Pocas mujeres le duraban una semana: o él se cansaba o ellas, después de la fogosidad en la cama, se daban cuenta de que arriba la cerilla no tenía casi fósforo.
Rafa fue, durante mucho tiempo, un hombre sin oficio ni beneficio, con un cuerpo que impresionaba, pero con nada más. Conforme pasaron los años, todos fuimos descubriendo nuestro lugar —al menos un lugar—: acabamos nuestras carreras, formamos una familia y encontramos un trabajo más o menos estable. Rafa, en cambio, andaba perdido: igual trabajaba de camarero o de obrero —eso le encantaba, sobre todo en verano, pues le permitía mostrar sus bíceps— que de repartidor. Alguna que otra vez también hizo de boy en distintos locales. Y así podría haber seguido toda la vida... Pero un día la suerte le sonrió; más bien, se le deshizo en carcajadas.
Fue en una de las discotecas que tanto frecuentaba. Allí conoció a una chica rubia, alta, preciosa... que le pidió un favor. Un favor que no era para ella: quedar con una amiga suya más bajita, menos rubia y menos preciosa en una cita a ciegas. Y, previo pago, aceptó.
Fue una cena extraña, en uno de los restaurantes más lujosos de la ciudad, entre un chico casi analfabeto, musculoso, con cara de ángel... y una mujer culta, más bien fea, rechoncha y de familia de mucho mucho dinero. Una cena donde surgió la chispa que ambos deseaban. Él necesitaba una estabilidad que aún no había conocido, necesitaba un dinero que le podía venir del cielo, necesitaba un coche de esos que no se ven fácilmente en la calle, una casa propia, viajar por el mundo... Ella no necesitaba dinero, ni coches, ni viajes... solo necesitaba tener a alguien a su lado, imaginarse un futuro compartido, disfrutar de todo lo que sus amigas más guapas, más agraciadas y con menos dinero habían disfrutado. Necesitaba enamorarse, necesitaba presumir, necesitaba ver la cara de envidia de todas ellas, y para eso necesitaba a uno de los más guapos. Sabía que el dinero es capaz de hacer todas esas cosas y se aprovechó de ello. Pensó —y ahí fue donde se equivocó— que el amor vendría con el tiempo. Se utilizaron mutuamente, se sirvieron y se usaron. Pero hubo una diferencia, una única diferencia que lo cambiaba todo: ella se enamoró y, en cierto rincón de su corazón, esperaba ser correspondida. Él no.
A partir de aquella cena se convirtieron en pareja. Él se fue imaginando su futuro: resuelto. Ella se fue enamorando... y conforme pasaban los días, las semanas... fue cediendo. Y cedió, y cedió tanto que al final el aprovechamiento fue unilateral. Y ese amor —jamás correspondido— la cegó de tal manera que llegó a olvidar cómo se conocieron.
Don Rafael —ahora ya sí— se casó por todo lo alto. No perdió la oportunidad de alardear de futuro e invitó a la boda a cualquiera que hubiese tenido una mínima relación con él: a su familia al completo, a los conocidos de trabajos anteriores, a compañeros de colegio, de instituto... Cuando recibí la invitación, me quedé petrificado, sobre todo al leer el apellido de la novia. Supe al instante que no tardaría en verlo por la empresa.
Así fue. A los pocos meses, tras una luna de miel de cuarenta días, tras estrenar un piso de 250 metros cuadrados, tras recorrer autopistas con su Jaguar verde, tras todo aquello, llegó un día en que Rafa, el inculto, el patán, el garrulo de barrio, el del tatuaje porcino, se presentó ante nosotros como el nuevo jefe de personal.
En todo ese ovillado de destinos solo le falló un detalle: su suegro le obligó a firmar una especie de contrato prematrimonial. Una pequeña piedra en un gran, lustroso y cómodo zapato. Una pequeña piedra que le obligaba a guardar las apariencias, a depender económicamente de otros y, sobre todo, a mantenerse enamorado —casado.
Podría haberlo cogido cualquiera. Somos, bueno, éramos, bueno, son —aún no asimilo que ya solo formo parte de su historia— más de treinta personas en oficinas; sin contar a la legión de directivos, comerciales, asesores, asesores de los asesores y demás títeres aferrados a las cuerdas que mueve el dinero.
He vivido en una multinacional de la informática, dedicada exclusivamente a programar aplicaciones a medida para grandes corporaciones. Diez años en los que he ido creciendo en un lugar extraño. Durante mi nacimiento, infancia y juventud allí, me dediqué exclusivamente a programar y a recibir órdenes. Posteriormente, en plena madurez, me ascendieron a programador jefe: toqué techo.
He sido, durante casi cuatro años, el coordinador de un grupo de trabajo, de una familia formada por cinco personas, casi cinco hermanos: Javi, Sara, Ricardo, Godo y yo.
Allí —cuánta distancia implica ahora decir allí—, a la multinacional, fuimos a parar la mayoría de los estudiantes de mi promoción: una carrera recién estrenada se engranaba perfectamente con una sucursal recién implantada. Los compañeros que durante años lo fuimos de universidad, al tiempo, lo seguimos siendo de trabajo. Pero la intensidad de nuestras relaciones —siempre proporcional al tiempo libre— jamás volvió a ser la misma. La amistad se fue debilitando y pasó del chocar de manos al saludo correcto, del «¡mañana quedamos!» al «¡a ver qué día quedamos!».
Viví allí. He vivido durante todos estos años de 8:30 a 13:30 y de 15:00 a 19:30. Nueve horas y media excesivas de trabajo. Una hora y media excesiva para comer. Una hora y media insuficiente para volver a casa. Una hora y media que no pagaban. Noventa minutos estériles, vacantes, perdidos al fin y al cabo.
Una rutina más dentro de nuestras vidas, o una vida más dentro de nuestras rutinas. Llegaron los días en que no supe, o no quise, o realmente no pude, apreciar la diferencia. Llegaron los días en que me vi incapaz de distinguir la frontera entre casa y hogar, entre vida y existencia, entre amor y amistad, y esto último, sin duda, fue lo más doloroso. Llegó un momento en el que futuro y pasado dejaron de ser distinguibles: mañana fue igual que ayer, ayer será igual que mañana.
Aquel lunes despertó horrible. Fue un lunes para olvidar, y quizá por eso no soy capaz de hacerlo ni siquiera ahora que huyo. Después de aquella llamada, después de no encontrar mi boli, después de pedirle prestado uno a Sara y después de colgar el teléfono, cometí un error: perdí las últimas modificaciones de uno de los proyectos en los que estaba trabajando desde hacía semanas. Una pérdida —gracias a las copias de seguridad— parcial, pero que implicaba averiguar el último punto estable, seleccionar los ficheros afectados y restaurarlos. Estuve más de dos horas trabajando, hasta que, en el ocaso de las siete, finalicé, exhausto.
Un sonido agudo, familiar, me despertó del ensimismamiento. Con un movimiento ya innato alargué la mano para descolgar el teléfono; nunca llegué a escuchar la otra voz. Cuando entre mi mano y el teléfono apenas quedaban tres centímetros, me paralicé. Sonó de nuevo, otra vez, y otra, y otra, y a la cuarta descolgué para, con la misma desgana, volver a colgar. Fue una pugna difícil: a mi derecha, con casi diez años de peso, con el trofeo afianzado, con la solidez de un yunque: la rutina; a mi izquierda, casi olvidada, desdibujada por la propia rutina, resurgida de sus cenizas: la cordura.
Estuve, durante unos instantes, con los codos sobre la mesa, con la cara sobre las manos, con el cuerpo sobre mi tumba.
Sonidos difusos.
Conversaciones lejanas, casi extranjeras.
Mirando el claroscuro de la sala, cerré los ojos.
Pensé: «¿Por qué no convertirme en detective espontáneo durante los minutos que quedan? ¿Por qué no tratar de averiguar por qué cada vez que miro el cubilete de mi mesa no soy capaz de ver mi boli de gel?»
Abrí los ojos.
Abrí los ojos, también.
Descolgué el teléfono.
Me levanté, lentamente. Mi excusa iba a ser un simple café.
Aproveché cada paso para fijar la vista en cada mesa, en cada cubilete, en cada mano, en cada vida. No buscaba en aquel camino conversaciones, ni preguntas, ni saludos, solo un boli: el mío. Llegué a la cafetera sin apenas resultados: solo había localizado tres bolígrafos candidatos: negros, nuevos, repletos de gel, pero no disponía de pruebas.
Eché los cuarenta céntimos.
Pensé, a la vuelta, en secuestrar a cualquiera de ellos: un movimiento fugaz de brazo y... al bolsillo, pero no pude.
Miré el reloj: 19:15 h.
Me senté, de nuevo, en mi silla, fracasado, sin mi boli y con un café que no me apetecía. Vi llegar a una Estrella brillante en una galaxia de planetas errantes, con una chaqueta rebozada en lentejuelas; una chaqueta que por la mañana no tenía. Vigilé sus movimientos, observé su mesa y apunté a su cubilete. Se evaporaron las esperanzas.
Miré el reloj: 19:24 h.
Se acercaba el final de la jornada, como cada día. No había sido capaz de encontrar el boli que me había traído de casa. Después de tantas pérdidas, me avergonzaba pedir más a la empresa. Me los compraba yo mismo los sábados de centro comercial, comida familiar y limpieza general de casa.
El último, me juré.
Miré el reloj: 19:27 h.
Movimientos de sillas, cerrar de bolsos, levantar de seres, alejar de pasos hacia un fichador lejano. Me quedaban aquel día, después de la pérdida de datos, aún dos módulos por rehacer. No quise, por una vez, quedarme allí. Decidí ser humano en vez de ser solo un ser. Si me daba prisa, podría ver a Carlitos antes de que se acostase.
19:35 h. Fiché y sentí cómo el edificio me despojaba de cinco minutos de vida.
19:40 h. «Adioses y hasta mañanas» de ascensor, parpadeos casi unísonos de intermitentes naranjas, sonidos casi idénticos de puertas que se abren, sonidos casi idénticos de puertas que se cierran, a la vez. Cansado, derrotado, cabizbajo abrí la puerta y entré: frío, un frío oscuro.
Arranqué y el motor permaneció así durante unos segundos: consumiendo gasolina para generar calor. Un calor artificial, un calor mecánico, un calor frío; muy lejano del calor de los brazos de Rebe, de los besos de Carlitos, del edredón en plena madrugada, del sol en plena siesta de verano.
Trece horas fuera; trece horas sin verlos.
Cuarenta minutos de tráfico para llegar a mi zona.
Veinte minutos más buscando aparcamiento. Dos coches y una sola plaza de garaje: para ella, que llegaba antes a casa, sola. Para ella, mi ella, su propia ella, nuestra ella; mi ella, que ahora ya no es mía y por eso me alejo.
Circulaba —y lo recuerdo porque era indiferente el día— a base de gritos, golpes de claxon y resignación por una autovía de tres carriles. La radio lo hacía más ameno; la noche, más amargo. Entre los rojos delanteros y los blancos de atrás intentaba, cada noche, colarme por la salida de la autovía sin ser embestido. Atravesaba las avenidas cruzando carriles para llegar finalmente a mi manzana: comenzaba la búsqueda. Vueltas y vueltas, calles que me conocía de memoria, rincones que podían estar vacíos, coches que ocupaban dos sitios y sitios ocupados por dos coches. Me planteé tantas veces dejarlo sobre la acera o en un paso de peatones..., ¿quién iba a pasar por allí a esas horas? No solía hacerlo, mi conciencia y mi bolsillo no me lo permitían, sobre todo lo segundo.
Un motor que arrancaba, unas luces que se despertaban, un hombre de caminar pausado y llaves en mano o un simple intermitente eran la señal de la esperanza. Frenazo en seco y dirección al futuro hueco. Aceleraba, en aquellas ocasiones sin miramientos, olvidándome de peatones, de semáforos y de señales, hacia un sitio que, simplemente por anticipación visual, consideraba mío.
No sé a qué hora llegué aquel lunes. Entré, y lo recuerdo porque lo hacía cada día, en nuestro portal forrado de mármol beis. Las luces domotizadas se encendían automáticamente, todo muy cómodo, muy acogedor. Pasé, como lo hacía cada día, levemente el dedo sobre el botón plateado del ascensor. Marqué el número cinco y, mientras subía, cerré los ojos para dejar que mis dedos consiguieran adivinar los números en braille.
Salí al frío rellano, también beis, y, tras tres pasos eternos, llegué a casa.
Recuerdo haberme dejado aquel día, como tantos otros, las llaves olvidadas en el coche. Llamé al timbre.
Rebe, asegurada tras cerrojos, me abrió la puerta.
—Hola, amor —me recitó como era habitual, en un tono inexpresivo, mientras me daba un beso de esos de rigor, de los que apenas ya rozan los labios, de esos vacíos, de los que se dan sin pensar o de los que se dan pensando en cualquier otra cosa.
Lejos habían quedado ya esos tiempos en los que contábamos los minutos para encontrarnos nerviosos en el parque y comernos a besos, tiempos en los que podíamos pasar horas con nuestras bocas enganchadas entre saliva y aliento a chicle de menta. Tiempos en los que nos susurrábamos cariños en la oreja; en los que nos arrastrábamos hasta el asiento trasero del coche; en los que nos comíamos los labios a mordiscos mientras nuestras lenguas recorrían cada rincón de una boca extraña, sin aburrimiento ni rechazos. Últimamente —y ese últimamente abarcaba mucho tiempo—, un forzado beso bastaba para acallar un «¿qué, ya no me quieres?», para justificar dos vidas bajo un mismo techo.
—Voy a la cocina con Carlitos —me solía decir una voz resignada que, sin percatarse de que su beso me sabía a poco, desaparecía por el pasillo.
Dejé aquel lunes —como cada día— la chaqueta en la percha, la cartera en el mueble de la entrada y la esperanza en la puerta. Me acerqué a la cocina con la ilusión de encontrar mi recompensa. Sentado en su trona, estaba mi niño intentando acabarse un plato de puré de algo.
—Hola, Carlitos, ¿un besito? —solía decirle.
Me pregunto dónde está la diferencia entre aquellos dos besos: entre el suyo y el de Rebe. Me pregunto a qué edad los besos que me dé él dejarán de ser de amor para convertirse también en besos de compromiso, besos de costumbre, como los de ella. ¿En qué momento se romperá el delicado hilo que une a dos generaciones? ¿Cómo sabré que los besos de Carlitos han pasado de ser de amor a ser de rutina?
—Zííí —me contestó aquella noche poniéndose de pie en su sillita. No le importó tener la cuchara llena, no le importó soltarla y que cayera todo al suelo. No le importó porque para él, en aquel momento, era más importante darme un beso.
—Ya casi ha acabado de cenar —me dijo Rebe mientras recogía, resignada, con una servilleta el puré que había quedado esparcido por el suelo—. ¡Venga, Carlitos, una cucharadita más y a la cama!
—Una cuzaradita maz... —repitió él.
Carlitos volvió a sentarse con la sonrisa en los labios, comió dos cucharadas más y, a regañadientes, pero sin ellos, me lo llevé a la cama.
Lo acosté, le di otro beso, lo abracé, jugué con su pelo, le acaricié la nariz, le agarré las manos y, en apenas diez minutos, se durmió.
Diez minutos... en cambio, estuve media hora buscando un boli de gel negro; diez minutos... y, en cambio, estuve veinte buscando sitio para aparcar.
Y aun así valió la pena.
Rebe es la encargada de una tienda de ropa franquiciada en un centro comercial. Su horario comienza a las 9:30 y acaba a las 20:00, de lunes a viernes; los sábados por la mañana también trabaja. Sus descansos son más flexibles, y para comer dispone de dos horas. Dos horas que aprovecha para tomar algo ligero e ir al gimnasio; todo en el centro comercial.
La mayor parte de su vida la pasa en un edificio de cinco plantas, tres sótanos y decenas de tiendas. Su mundo se reduce, al igual que el mío, a un puñado de metros cuadrados. Su familia, a un grupo de trabajadores que pasan más tiempo con ella que Carlitos y yo juntos.
Cuando sale de trabajar suele ser ella la que va a recoger a nuestro hijo, a casa de mis padres o a la de los suyos. Ya en casa, lo baña, lo viste de pijama y le da la cena. Todo en soledad, todo en la más estricta de las intimidades, a la espera de mi llegada, que, en las últimas semanas, se había retrasado demasiado.
Aun a pesar de la vida, aun a pesar de las restricciones de un horario que nos encadena, consigue sacar tiempo para retomar restos de aquella actividad rebelde que me atrajo de ella. Ahora queda tan lejos todo: la playa sobre la que se tumbó con su biquini negro, los juegos bajo el agua, las tardes de «ojalá nunca me deje», el tiempo libre... Y aun a pesar de haber erosionado tanto aquel entusiasmo que tuvimos, ella se sigue cuidando, sigue teniendo una figura estupenda gracias a lo que ahora llaman ejercicio indoor: enjaular entre cuatro paredes lo que ya no se puede hacer en el exterior, por falta de tiempo o por exceso de riesgo.
Yo, en cambio, he cambiado mucho: hace años que me olvidé del deporte, hace años que no estreno nada, hace años que perdí aquella energía que me impulsaba a atravesar montañas junto a Toni, la misma que me hizo parecerme a Rebe. Hemos ido perdiendo todo lo que nos atrajo. Nuestra relación se ha ido apagando. Hemos acabado por tolerarnos, por acostumbrarnos a la presencia del otro, a vernos deambular por un espacio común.
Hubo un momento en que nuestros caminos comenzaron a separarse, se fueron alejando hasta el punto de perderse. Debí haber percibido aquel distanciamiento las veces que Rebe miraba de reojo, sin malicia, pero con admiración —a veces seguro que con deseo—, a algún adonis que no tenía la figura, como yo, de Hitchcock.
Elevo ahora la mirada hacia los paisajes que se difuminan ante mí, en las afueras de un vagón perdido, en los adentros de una relación acabada.
Intento distraerme con cualquier cosa, con cualquier otra cosa que amaine mi tristeza, pero sigo encallado en los recuerdos, en ella, en él, en ellos... ya ni siquiera me atrevo a decirlo: en nosotros.
Vuelvo a recordar.
Aquel lunes, Rebe se durmió pronto; ella siempre ha sido inmediata en eso de abrazarse al sueño. Yo solía tardar algo más, aunque últimamente acababa tan cansado que la ventaja que me llevaba iba menguando.
Al día siguiente, martes, comenzaría mi plan. Lo tenía todo pensado —creí entonces—, y ahora sé que no fue así. Al día siguiente, a la hora del almuerzo, daría cualquier excusa para ir a una papelería en busca de un nuevo boli de gel, pero esta vez lo compraría verde. Sí, verde.
Aquello fue el principio de todo: un boli verde, de gel.
¿Quién más iba a tener un boli de gel verde en toda la oficina?
—Buenas noches, Rebe —le susurré al oído, aunque supe que ya no me oía—. Te quiero —le volví a susurrar.
Me quedé mirando al techo, pensando en que todo podría ser distinto, que la vida podría ser vida...
Pienso ahora en ella, y pienso en Carlitos, y pienso en un plan que nunca debí haber pensado, pienso en que mañana estaré tan lejos...
MARTES 19 DE MARZO, 2002
Seis de la mañana de un martes clonado.
Sonó, como lo hacía cada mañana, el despertador.
Saqué la mano derecha, refugiada bajo la sábana, para, a tientas, buscar el botón de paro.
Seis y cinco minutos, volvió a sonar. Maldije la función snooze.
Seis y diez minutos, sonó por última vez.
Con la pereza aún estirándome de la piel me levanté, deseando poder pasar allí diez minutos más, acurrucado, observando cómo nuestra respiración había difuminado la luz anaranjada que asomaba por el cristal de la ventana.
Apoyé los pies descalzos en el suelo: frío. Arqueé los dedos para, así, de puntillas, sobre casi las uñas, dirigirme al cuarto de baño.
Con un ojo cerrado y el otro casi, me asomé a la taza y me sorprendí de que la cosa estuviera así de dura; evidentemente, solo era acumulación de orina. Después de más de un minuto de placer en el desahogo, pulsé el botón de media carga y me situé frente al espejo. Abrí el grifo y, tras derrochar unos dos minutos de agua, salió caliente. Ya no era capaz de lavarme con agua fría, ni siquiera templada. Ahuequé ambas palmas bajo el chorro ardiendo y, una vez repletas, me salpiqué la cara dos veces. Con las manos aún sobre las mejillas, me quedé mirando fijamente al desconocido que tenía enfrente.
—¡Cómo has envejecido! —le susurré al barrigón de cabeza despeinada que no dejaba de mirarme—. ¿Cuándo te quedaste embarazado de esa manera? —le insistí mientras él, aturdido por el interrogatorio, se desabrochaba la parte superior del pijama mostrándome una panza fláccida que se apoyó en el lavabo; una panza repleta de estrías, como un balón a medio hinchar.
Levantó la cabeza y nos miramos.
—Cuando te crece el pelo, ¿qué haces? —le pregunté, sin poder apartar mi vista de su barriga.
—Me lo corto —me murmuró cabizbajo, sin volver a mirarme a los ojos.
—Y cuando te crecen las uñas, ¿qué haces? —insistí con ensañamiento.
—Me las corto —me susurró de nuevo, con la mirada perdida en el suelo.
—Entonces, ¿por qué has dejado que eso te crezca así?
Se enquistó un silencio que nos dejó sin palabras. Yo, mirándole fijamente a los ojos, sin parpadear. Él, abatido, difuminado en el reflejo que nos identificaba.
—¡Pero si ni siquiera a mí me gustas, pedazo de bola de sebo! —le apuntillé con una dureza que me sorprendió.
El silencio se mantuvo.
Entre la bruma que nos separaba pude distinguir pequeños reflejos en sus mejillas: me había excedido. Ese perdedor ya había tenido bastante, me reconocí mientras cogía la toalla para secarme los ojos.
Abandoné la luz del baño mirando hacia ningún lugar.
Rebe seguía escondida bajo las sábanas. Solo le asomaban unos grandes ojos cerrados, enterrados en sueño. Cuántos años juntos y qué poco tiempo nos hemos visto. En aquellos momentos me hubiese gustado apretarla contra mí, besarle la piel, decirle que la quería, decirle que era feliz a su lado, sobre todo cuando podía estar a su lado. Que la echaba mucho de menos, cada día más, porque cada día la veía menos. Decirle que pasaba mucho más tiempo junto a mi ordenador que junto a ella, que pasaba más tiempo tocando un teclado que acariciando su cuerpo y que, cuando llegaba la noche, no tenía ganas de alargar el día, no por ella, sino por mí.
Me hubiese gustado, también, poder decirle que no era necesario que se levantase, que nos cogíamos el día libre para exiliarnos a la montaña, a pasear; para ver cómo salía el sol anaranjado en la playa, como solíamos hacer cuando nuestra única obligación era estudiar. Y sentir el olor a salitre, a arena húmeda, a nuevo sol; ese olor que se desprende cuando los primeros rayos se reflejan en el agua. Aquel día me hubiese gustado besar su cuerpo escondido bajo las sábanas, sus mejillas tatuadas con las arrugas de la almohada, su pequeña nariz que aleteaba en cada inspiración, sus labios entreabiertos; besarla toda. Pero no lo hice.
—¡Rebe! —le grité levemente al oído mientras con la mano le daba un pequeño empujón en el hombro—, ya es hora de levantarse, ¡vamos!
—No, déjame un poco más... —me balbuceó escondiendo la cabeza bajo el edredón, como si de pronto Carlitos se hubiera alojado en su cuerpo.
—Rebe, ¡vamos! —le volví a advertir con otro pequeño empujón y de una forma, esta vez, un poco más brusca.
—¡Vale, vale, ya va, ya me levanto! —me contestó irritada haciendo ademán de levantarse. Pero, en cuanto me di la vuelta, volvió a cubrirse.
Finalmente, agarré el edredón por el extremo de sus pies y, de un tirón, la destapé completamente. Y allí quedó mi amor, acurrucada, en posición fetal, indefensa.
—¡Ya va, ya va! —Y pegó un golpe contra el colchón para liberar su ira. Una ira que, junto al malhumor temprano, se mantuvo hasta que me miró a la cara.
Allí, en aquella breve distancia de miradas, aquel día, ambos descubrimos cosas que nunca se desean descubrir. Ella supo, pero calló, que yo había estado llorando. Yo supe, pero callé, que nuestra vida se estaba deshaciendo: con apenas un centímetro de distancia no fuimos capaces de besarnos.
—Ya hemos perdido cinco minutos —refunfuñé.
Ahora que la noche se me ha echado encima en soledad, ahora que no quiero pero no puedo evitar recordar, me doy cuenta de que aquello jamás fue perder el tiempo, sino invertirlo en nosotros, invertirlo en vivir, invertirlo en sentir que aún nos sentíamos el uno al otro. Sé que aquella mirada, de no haber sido como fuimos, de no haber callado como callamos, podría habernos dado alguna esperanza. Sin embargo, aquí me veo huyendo, desde ellos.
Rebe, después de pasarse más de quince minutos en el baño, solía ir a la cocina para preparar algo de café. Un paquete de galletas y una caja de cereales completaban, normalmente, la mesa. Mientras desayunábamos, entre uno y otro nos íbamos pasando a Carlitos para acabar de arreglarlo.
Me vestí aquel día, y no es fácil de olvidar por lo que pasó después, de pantalón negro, camisa blanca, corbata inútil y chaqueta a juego. Cargué a Carlitos al brazo y le puse su minúsculo abrigo.
Y pienso ahora —desde un tren sin paradas, porque así lo he querido, porque tenía miedo a bajarme en la primera y volver— qué clase de sociedad permite que un padre vea a su hijo solo veinticinco minutos por la mañana y otros tantos por la noche. Qué clase de sociedad permite que un niño de dos años se levante a las siete para, diariamente, mudarse a otra casa.
Cargué a Carlitos —enfundado en varias capas de ropa— mientras me despedía de Rebe con otro de esos besos de rigor, de los que nos dábamos por darnos, porque sí, sin pensarlo, como si nos diéramos la mano. El primero.
Escapé hacia la escalera.
Ya en la calle, el frío me golpeó la cara sin piedad. Con la mente en blanco, con mi vida en blanco, recorrí metros y metros en línea recta. Llegué al final de la acera y me quedé estúpidamente mirando hacia ningún lugar. Con los kilos de prisas a cuestas, no fui capaz de recordar dónde había aparcado el coche el día anterior. Inmóvil, con Carlitos en brazos —al menos, seguía durmiendo—, repasé mentalmente los movimientos pasados. Siempre aparcaba en la misma zona, por las mismas calles, de noche y solo. Él comenzaba a pesar, y yo, a ponerme nervioso. Decidí ir en direcciones aleatorias. De pares a impares, de esquina a esquina, sobrevolando con la mirada cada uno de los vehículos aparcados.
Habían pasado ya cinco minutos y el brazo derecho comenzaba a flaquear. Mi desespero aumentaba, mis movimientos eran cada vez más bruscos y Carlitos lo notó: comenzó a llorar. Allí, en medio de la calle, estuve a punto de sentarme en un portal con mi niño a cuestas y comenzar a implorar, a suplicar, un cambio.
Con la serenidad que me ofreció la resignación, volví a pensar. Me concentré y, finalmente, un pequeño detalle me iluminó la mente: el día anterior, cuando aparqué el coche, lo dejé tan cerca de un paso de cebra que pensé que me podrían multar. Pensé en el paso de cebra, en la esquina, en la calle...; recordé que el coche estaba a, escasamente, una manzana de casa.
Abrí la puerta trasera y coloqué a Carlitos en la sillita. Estuve tentado de no hacerlo, estuve tentado de dejarlo abandonado allí en el asiento de atrás, a su suerte; estuve a punto de... Arranqué para dirigirme a casa de mis padres.
El tráfico de todos los que llegábamos tarde era insoportable. Aparqué en doble fila. Tardé un buen rato —las prisas siempre ayudan al retraso— en desabrochar la maldita silla.
Y con Carlitos en brazos, llamé al timbre.
—¿Quién? —me contestó una madre acostumbrada a que, al menos, le subieran al nieto hasta su casa.
—¡Baja tú que hoy no llego! —le grité.
Le grité a una mujer que madrugaba cada día para que nosotros pudiéramos sobrevivir en nuestra otra vida. Y le grité a la persona que, en parte —en gran parte—, está criando a nuestro hijo; que no ha hecho otra cosa que ocuparse de lo que nosotros no podemos ocuparnos; que jamás ha sido capaz de quejarse de nada; que jamás me ha dirigido un reproche. Y sí, le grité, y aunque jamás será capaz de echármelo en cara, sé que le dolió.
Nervioso, esperé impaciente a que se abriera el portal.
—¿Cómo vienes tan tarde?
—¡Ahora no, ahora no! —le seguí gritando—. ¡Hoy no llego al trabajo ni de coña! —le seguí ladrando impertinentemente mientras le pasaba a Carlitos.
—Pero...
—¡Ahora no, madre, ahora no! —le di un beso en la mejilla que a ella le supo a gloria y a mí, a tiempo perdido—. Después hablamos.
Mientras me metía en el coche le grité un adiós.
Me alejé de ellos mirando por el retrovisor cómo ella le cogía la mano a Carlitos, se la levantaba y ambos me decían también adiós. Me estremecí, lo reconozco. No pude seguir aguantando la mirada a dos figuras que, a pesar del frío de la madrugada, se despedían de mí con entusiasmo.
8:20 h. El garaje de la empresa estaba a unos diez minutos, pero en un edificio aparte. Me salté dos semáforos con el verde ya esfumado; obvié a unas señoras que estaban a punto de cruzar por un paso de cebra; hice sonar el claxon varias veces a un gilipollas que se había quedado parado en plena calle, me asomó su dedo por la ventanilla y estuve tentado de empotrarle el coche, ya pagaría el seguro. Por fin, bajé la rampa del garaje, busqué mi plaza y lo aparqué invadiendo parte del sitio de mi compañero, «que se joda», pensé.
Creo que hubo momentos en que estuve a punto de convertirme en un animal. Me arrepiento ahora de tantas cosas..., cosas que hasta hace unos días ni me rozaban la conciencia.
Salí del garaje, corrí unos doscientos metros, entré en el edificio de la empresa, corrí de nuevo hacia el ascensor y, mientras pulsaba el botón, miré mi reloj: las ocho y media.
8:35 h. Fiché, y mi aliento me alcanzó por el pasillo. La vergüenza, sin embargo, ya me esperaba arriba.
Me tranquilizó ver que Javi aún no había llegado. Sara sí.
Desde la distancia nos cruzamos una mirada extraña. Pensé que por mi inusual impuntualidad. Pero, conforme me acercaba a ella, a mi cubículo, me di cuenta de que no era esa la razón.
Me sentía húmedo por fuera y empapado por dentro. Me observé, reflejado en la mirada de Sara. Mi camisa blanca me delataba: dos grandes surcos de sudor asomaban por mis axilas, dejando clarear el pelo del pecho a ambos lados de la corbata. Me cerré, hundido en el bochorno, todo lo que pude la chaqueta.
—¿Qué te ha pasado? —me preguntó una Sara incapaz de apartar su vista de mi camisa, que, a la altura de la barriga, clareaba también el agujero del peludo ombligo. Intentaba, sin éxito, disimular una cara de desprecio que yo desconocía.
—Después te cuento...
Me desplomé en la silla negra ergonómica de cinco patas con ruedas.
Con chaqueta, corbata y camisa, apoyé la cabeza sobre la mesa.
Y allí, cerré los ojos para permitirme treinta segundos de soledad, de pensamientos sin sentido, en el interior de una vida que tampoco lo tenía.
Blanco mojado en negro, tiritando en el interior de un pozo, un cruce sólido de sonidos, el abrazar de un erizo, el morder de cristales, la pestaña que se suicida para colarse en el ojo propio, el sabor de la tiza, el frío de un rechazo, el calor de un bochorno...
Luz.
Tras aquel cerrar de ojos, me desperté de nuevo en la realidad. Una realidad repleta de ruidos: el murmullo de los teclados, el molinillo de la máquina de café, las conversaciones lejanas e incomprensibles, el rumor de la vergüenza de mi camisa empapada...
Me incorporé, asomé la cabeza y, aliviado, me di cuenta de que nadie me estaba prestando atención.
Abrí el primer cajón de mi mesa y cogí un pequeño desodorante que guardaba para situaciones de urgencia. Lo metí, disimuladamente, en el bolsillo de mi chaqueta y despacio, entre aquellos sonidos, puse rumbo a los servicios, a los más alejados, los de la zona de contabilidad. Atravesé el pasillo pasando por delante de Marta, cuya mirada me analizó, sin ni siquiera disimular su mueca de rechazo. Me dolió, y me dolió más que si hubiese venido de otra persona, más que si hubiese venido de Estrella, o de la mujer de la limpieza, o de cualquier otra chica menos guapa, menos joven y menos atractiva.
Avergonzado, seguí mi camino hacia los servicios. Pasé por delante de la zona de contabilidad: no había apenas nadie. La mayoría estaban tomando café. Finalmente, llegué a la puerta.
Miré atrás, miré hacia el interior de los despachos y, excepto una luz —el despacho de don Rafael—, el resto estaban apagadas. Abrí la puerta lentamente, para cerrarla con un golpe suave, con miedo a que pudieran oírme. Cinco lavabos de pie, un gran espejo de por lo menos diez metros y cuatro compartimentos con puerta, para hacer las otras necesidades, las más groseras.
No había nadie, no escuché ningún ruido, ni dentro ni fuera. Con la vergüenza mezclada en el sudor, nervioso, me quité la camisa y rápidamente la puse bajo el secador de manos. Supliqué, temblando, que no entrase nadie en aquel momento.
Mientras el aire caliente seguía luchando con el sudor de mi camisa; mientras, a la vez, con el papel intentaba secar las partes más húmedas, seguía atento a cualquier ruido, a cualquier movimiento sospechoso, a cualquier abrir la puerta y encontrarse a un tipo gordo medio desnudo, de barriga peluda y camisa blanca bajo el secador de manos.
Después de varios minutos, di por finalizada mi tarea.
Ya no se oía la máquina de café, ya apenas se oían conversaciones lejanas. Cada uno había vuelto a su puesto de trabajo y eso aumentaba la probabilidad de un encuentro incómodo en el baño.
En aquel silencio puro que me acompañaba mientras trataba de ponerme de nuevo la camisa, oí unos pasos que se aproximaban, y junto a ellos una voz. Una voz familiar, la voz de don Rafael, que daba cuenta de algo con alguien. Supuse que, por la forma de hablar y pararse a escuchar, venía con el teléfono móvil en la oreja. Cada vez se oía más cerca: se dirigía hacia mí.
Con la camisa a medio abrochar, agarré la chaqueta y me introduje en uno de los compartimentos, en el más alejado de la puerta. Eché el pestillo justo en el momento en que don Rafael entraba.
Me resguardé allí, mudo, tiritando en voz baja, en mi refugio interior, con el torso semidesnudo, con los dedos cruzados. En un receptáculo en el que casi no cabía, me senté sobre la tapa del váter a la espera de que don Rafael no me notase, no me sintiese, ni siquiera me intuyese.
Abrió la puerta del cubículo de mi izquierda mientras seguía hablando por el móvil. No se dio ni cuenta de que yo estaba allí, agazapado, escondido, a su lado.
Tras un «luego te llamo», Rafa colgó y, por el ruido, supe que se había sentado.
Y allí, el don Rafael jefe de recursos humanos; el del braguetazo; el del Jaguar verde; el de la ropa de modisto; el de los modales impolutos y las exquisiteces en los mejores restaurantes; el del yate en Ibiza y el chalet en la montaña; el de los buenos días y gemelos de oro; el de los zapatos de quinientos euros y el reloj de tres mil; el aprendiz de protocolos... se sentó a mi lado, como cualquier otro trabajador, como cualquier otra persona. Me di cuenta, aquel día, de que sobre un retrete no existen clases.
Sin prisa ni vergüenza, don Rafael comenzó a dejar caer sonidos por su ano mientras yo me mantenía en silencio, sin apenas respirar, a la espera de su acabe.
Después de varias ventosidades con una gran potencia inicial y sostenimiento descendente, llegó un sonido de chocar con agua que indicaba que el aire había cambiado de estado, convirtiéndose en un sólido casi líquido. Fue acompañando, además, cada una de dichas emanaciones con un «¡uf!» o un «¡ay, qué gusto!».
El ambiente comenzó a ser irrespirable, el hedor se propagaba por toda la estancia. Un último «¡ufffff!» sostenido y comencé a oír el rozar del papel higiénico. Oí también el pausado subir de sus pantalones y el rápido ras de su cremallera.
Finalmente, Rafa —obviaremos en esta situación el don— tiró de la cadena y abrió la puerta, ignorando que a su lado había un tipo gordo con la barriga al aire y la chaqueta en la mano que iba a caer de un momento a otro.
Apenas se acababa de abrochar los pantalones cuando le volvió a sonar el móvil.
—Sí, dime... no te preocupes, dime, dime... —Y escuché cómo se abría la puerta de los servicios y se marchaba de allí un don Rafael que, quizá por descuido, quizá por costumbre, había olvidado pasar las manos bajo el grifo.
No me hubiese gustado ser, en aquel momento, uno de sus clientes, de esos que llegan y le saludan con un buen apretón, de manos.
Abrí la puerta y respiré, intentando acumular aire no viciado. Mi camisa ya estaba casi seca. Saqué el desodorante de la chaqueta y me rocié todo el torso.
Salí.
Atravesé el pasillo hacia mi zona lo más rápido que pude y observé, a través del cristal, cómo don Rafael seguía hablando por el móvil. No se había dado ni cuenta de que mientras él se desahogaba, yo estaba a su lado, ahogándome.
Pasé de nuevo por delante de Marta, que en aquel momento se repasaba las uñas. Ni siquiera me digné mirarle la cara, creo que ella tampoco. Cuando entré en mi zona, todo seguía igual que siempre, cada uno en su cubículo, a lo suyo. Por una vez me alegré de verlos a todos ahí, como ratones en su rueda. En la pared, el reloj indicaba que eran las 8:45 h. Javi aún no había llegado. ¿Diez minutos? Solo había estado diez minutos allí dentro y, en cambio, me había parecido una eternidad.
Me senté con la esperanza de que no me molestase nadie. Frente al ordenador comencé a pensar en tantas cosas a la vez... Me abstraje del trabajo, me abstraje de todo, quise ya entonces exiliarme de una vida que no sentía mía. Dejé pasar el tiempo a mi alrededor.
—¿Qué te ha pasado esta mañana? —me sorprendió Sara.
—Nada... que desde que me he levantado todo me ha salido mal. —Y poniéndome frente al ordenador con las manos en el teclado, quitándome de su vista, le di a entender que no me apetecía hablar del tema, que no deseaba que su nariz, por si acaso, se acercase demasiado a mi camisa.
Las nueve menos cinco y Javi aún no había llegado. En mi interior, dos sentimientos enfrentados: por una parte, la preocupación; por otra, la satisfacción de un escarmiento.
Javi, puntualmente, solía llegar tarde. Le habían avisado ya varias veces; sin embargo, con cada toque de atención, la empresa solo conseguía que los siguientes días llegase incluso antes de hora, pero una semana después volvía de nuevo a retrasarse.
Javi trabajaba, y mucho, y quizá gracias a eso todavía estaba entre nosotros. Aquel martes, cuando pasaban más de veinticinco minutos, Javi aún no había llegado. En cambio, Estrella sí que estaba ya allí, relajada en su mesa, puntual como el reloj de oro que llevaba; con su bolso nuevo —esta vez azul oscuro—; con su permanente permanentemente perfecta; con sus labios pintados al rojo charol y sus muchas ganas de no hacer absolutamente nada.
8:59 h. Llegó Javi. Y llegó tranquilo.
Pensé en el contraste con mi entrada triunfal del día. Me sorprendió la suavidad de sus movimientos al dejar la chaqueta sobre el respaldo de su silla. Se sentó a mi lado, a mi derecha, y se puso a trabajar como si esos veintinueve minutos no hubiesen pasado.
Las dos primeras horas de aquel nuevo día las dediqué a acabar de arreglar el desastre del anterior. Al final nadie se enteró de nada, así que no le di más importancia.
Las diez y media: hora —qué ironía, porque jamás fueron sesenta minutos— de almorzar.
Normalmente, solíamos bajar en grupo, aunque siempre se tenía que quedar uno de guardia. Aquel martes, con la excusa de que tenía que realizar unas compras, bajé antes que ellos.
La calle, como cada día, estaba abarrotada: gente corriendo de aquí para allá, hablando por el móvil, andando a la espera de que un semáforo pase a verde; personas chocándose unas contra otras, pero con una distancia infinita entre ellas; una muchedumbre desconfiada. Un claxon, un «¡gilipollas, mira por dónde vas!», los ruidos de cualquier obra, las motos sin tubo de escape, las sirenas de policía... el sonido de la vida. Avancé entre personas —ninguna de ellas me llegó a importar en absoluto, podría haberlas empujado, podría haberlas tirado al suelo para avanzar...— hacia la librería papelería. Después de adelantar a dos señoras de edad avanzada que apenas se sostenían en pie, entré en el lugar donde se encontraba el boli verde que cambiaría mi vida; nunca imaginé hasta qué punto.
Me dirigí directamente a la sección de papelería, dejando atrás todos los estantes repletos de libros, no sin antes echarles un ojo añorando aquellos años en los que me deleitaba leyendo las últimas novedades, cuando en mi vida aún tenía tiempo para dedicarlo a la lectura.
Pasé por la zona de carpetas, carteras, plumas de más de cien euros con una utilidad dudosa, abrecartas de plata y bolígrafos de marca, papeles para envolver regalos, papeles de seda con los que hacer bolitas —qué recuerdos—, papeles de charol y papeles para forrar los libros que han dejado de ser útiles. Pasé también por la zona de los Rotring, oyendo cómo refunfuñaban contra el Autocad; de los Tippex y de las gomas de nata; de los plumieres y de los estuches de compases que tan de moda estaban como regalo en las comuniones de mi época. ¿Quién tiene ahora un compás? Finalmente, llegué hasta la zona de instrumentos de escritura asequibles, los demás engañarricos y timapedantes los había dejado atrás.
Al contrario de lo que temí en un primer momento, no me costó nada encontrar lo que andaba buscando. Allí estaban, dentro de cubiletes de plástico gigantes, decenas de bolígrafos de gel verde. Cogí uno, solo uno, el primero que se magnetizó en mi mano. Lo atrapé entre mis dedos y por Dios —cualquiera— que me temblaba el pulso, como cuando cogí en brazos a Carlitos por primera vez.
Me acerqué a caja con el boli entre unos dedos que no dejaban de sudar. Esperé impaciente a que una señora mayor pagase hasta el último céntimo de la revista de turno; estuve a punto de apartarla.
Me tranquilicé. Acabó y pasé.
Un euro y medio, ni más ni menos, eso fue lo que me costó mi cambio de vida.
Un euro y medio fue el precio.
Miré, sorprendido, el reloj: solo me quedaban seis minutos. Empujé con fuerza la puerta de la papelería y, una vez en la calle, aceleré el paso. Casi corriendo, con mi boli en la mano, llegué a la empresa. Saludé al portero, llamé al ascensor, entré, me escondí el boli en el bolsillo trasero y accedí a mi planta.
Un saludo general y caí rendido, de nuevo, en mi silla. Allí esperé el momento adecuado para sacar el bolígrafo de gel verde y dejarlo dentro del cubilete.
Pasó el tiempo.
Me impacienté.
No hice nada —de nada— entre tanto.
Pasó el tiempo.
Solo.
Aproveché la desaparición de Sara y Javi: una al baño, el otro a por un café. Supe que era el momento. Me incorporé a medias, hacia adelante, para levantar mi trasero y, con la punta de los dedos, sacar el boli del bolsillo.
Verde, sobre la mesa; verde, a veinte centímetros de mis ojos, de gel; a un segundo de mis manos, mío. Utilicé las llaves del coche para hacerle una marca: una pequeña raya, casi imperceptible, pero inconfundible.
Me ahogué de tal forma en aquella ilusión que no percibí que, detrás de mí, alguien admiraba mis labores.
Oí una risa contenida.
Me giré sobresaltado, dejando caer las llaves sobre la mesa.
—Veo que has ido a comprarte un boli nuevo —me decía con una sonrisa—. ¿Cuántos has perdido este mes?
—¡Calla! —le murmuré con fuerza—. ¡Calla! ¿Quieres que se entere todo el mundo?
—Anda, pero si este es verde, ¡qué pasada! —Y con un rápido movimiento me lo arrebató de las manos.
Comenzó a rayar sobre el papel. Dibujó trazos sin sentido, escribió su nombre varias veces: en vertical, en horizontal, atravesando el papel. Finalmente, con una firma, rubricó aquel derroche de gel.
—Sí, así si alguien me lo quita podré localizarlo enseguida —me justifiqué.
—Pues sí que es buena la idea, señor Holmes —siguió riendo.
Mi mirada asesina no tuvo el efecto que hubiese querido, mi «¡cállate!» tampoco, ni siquiera mi justificación. Así que pasó lo que yo no quería que pasase.
—Mira, Javi, mira lo que se ha comprado —dijo Sara con el boli aún en las manos.
«Javi no», pensé.
«Javi no», y Javi, con su café en la mano, aún humeante, se acercó a mi mesa.
—Un boli nuevo, ¿eh? ¡Qué pasada, es verde! ¿A ver cómo va? —Y dejando el café sobre la mesa, se lo quitó a Sara.
Dibujó unos garabatos sobre el papel, también escribió su nombre y, finalmente, también firmó, tres veces: Javi, JAVI, Javi.
Aquella mañana las horas se pasearon sin prisas sobre una vida cansada: la mía. Entre tanto, mi boli verde nuevo, de gel, seguía en su sitio, dentro del cubilete, al refugio de manos ajenas: nadie lo cogía, nadie me lo robaba.
Aquella ilusión, a la que no supe ponerle precio, fue perdiendo intensidad, lentamente, hasta convertirse en simple resignación. Después de vigilarlo de forma enfermiza durante más de dos horas, llegó un momento en que no supe lo que esperaba de él: que no desapareciera o justamente lo contrario.
Solo el hambre del mediodía fue capaz de arrancarme de su lado.
Solíamos comer en un pequeño bar a tres esquinas del trabajo —ir y volver a casa no era, en términos temporales, posible—, el único de la zona que aún no estaba franquiciado. Menús a diez euros, IVA incluido, repletos de comida casera: ensalada valenciana, un buen plato de lentejas o una sopa caliente o un guisado de verduras, de primero; pollo con patatas, pescado o un buen filete, de segundo; los jueves, paella, y todo acompañado de pan de panadería, de la única que aún tiene horno propio por la zona. Y de postre: variedades caseras que solo doña Rosa, la cocinera y dueña, sabía preparar.
Nos sentábamos normalmente a la misma mesa, justo al lado de la ventana. Aquel día, mientras todos hablaban de sus cosas, yo pensaba en que había dejado mi boli arriba, solo, indefenso ante cualquiera que quisiera llevárselo.
Aquel martes —aunque quizá fue cualquier otro día, es tan fácil mezclar recuerdos desde la lejanía...— doña Rosa nos sorprendió con un postre de los de antes: «pijama», piña y melocotón en almíbar, una bola de helado de vainilla y un flan de huevo.
—¡Menudo postre! —le dijo Sara a doña Rosa—. No me va a caber.
—No diga tonterías, que está usted más flaca que un fideo.
Los cinco comenzamos a comer, sintiendo en cada cucharada un trozo de nuestra niñez. Hubo, durante unos minutos, un silencio amable, un sabor a infancia de esos tan difíciles de encontrar. Finalmente, los recuerdos personales, íntimos, dieron paso a los colectivos, a los nuestros.
—¿Os acordáis de la cena de empresa del año pasado? —decía entre dientes Javi mientras intentaba pescar el último trozo de helado—. La de Navidad...
—Claro que me acuerdo —le contestó Ricardo—, cuando llegué a casa me tuve que hacer un bocadillo de salchichón.
Todos comenzamos a reír. Cinco mentes al unísono recordamos la cena con la que la empresa nos quiso impresionar, y vaya si lo hizo. Las quejas llovieron como dardos al comité organizador.
—La nueva cocina —seguía diciendo Ricardo—, me cago en la nueva cocina.
Todos continuamos riendo.
—La nueva cocina —repetía Javi—: platos enormes y comida para pajaritos. Hasta Sara se quedó con hambre, ¿a que sí?
Y Sara, que luchaba encarnizadamente con el último trozo de flan —siempre es el más difícil de capturar—, tuvo que asentir riendo.
—Monsieur! Aquí tiene usted nuestra especialité de la casé —se burlaba Godo, que ya se había acabado el postre y nos enseñaba su plato vacío con una oliva atravesada por un palillo.
Todos reímos de nuevo.
—Monsieur! El postre especial de la casa: triturado de helado derretido con salpicado de pulpa de piña almibarada —continuó mientras nos enseñaba su plato con una cucharada de helado derretido junto a un trozo de piña.
Reímos de nuevo.
—Pero ¿por qué se piensan que somos tontos? —dijo Sara—. Lo peor es que, encima de que te ponen la cuarta parte del plato, te cobran por lo menos el triple.
—No tires tu plato, Sara, que con lo que te ha sobrado hago yo cinco postres de la nueva cocina, ahora verás... —Y Godo le quitó el plato.
Cogió el trozo de melocotón para partirlo en cinco trozos cuadrados, el resto lo apartó. Cogió también unas sobras de flan y lo puso por encima. Finalmente, le echó sal.
—¡Cuadrícula de melocotón bañado en flan de huevo al suspiro de sal! —Le devolvió, levantándose de la silla, triunfante, el plato a Sara.
Todos aplaudimos.
Durante un buen rato no pudimos parar de reír. Fue aquel uno de los mejores —y últimos— momentos que pasamos juntos. También los echaré de menos, a todos.
Aquella conversación me queda ya demasiado lejos. Tan lejos ellos, tan lejos las sombras de lo que pudo haber sido, tan lejos como si desde hace meses no hubiese hecho otra cosa que alejarme.
Recuerdo también la última vez que Rebe y yo conseguimos reservar un asiento en la orilla de la rutina, en una de esas mesas en las que, con suerte, aún se puede encontrar un abrazo, un acariciar de manos o un rozar de miradas. Una mesa de esas que antes encontrábamos con tanta facilidad y que últimamente solo reservábamos para fechas señaladas.
Ahora sé que cuando aparecen las fechas señaladas desaparecen todas las demás; que cuando la excusa para cenar juntos es una fecha señalada, todo se ha perdido ya.
Aquella fecha señalada fue su último cumpleaños.
Intento cerrar los ojos sin acabar de juntar los párpados; es algo que hago siempre que voy a empezar a llorar. Miro alrededor: no hay nadie en el vagón. Dejo que salgan las primeras lágrimas. Lloro porque acabo de comprender que no supe darme cuenta a tiempo de nada, que fui un completo idiota. Lloro porque aquel día discutimos por quién iba a hacer la reserva, cuando en otra época no deseaba otra cosa que sorprenderla con cenas románticas. Lloro porque en el viaje hacia el restaurante discutimos: me enfadé con ella porque se retrasó diez minutos intentando ponerse tan guapa como cuando no discutíamos tanto. Lloro porque durante la cena apenas hablamos, quizá porque no teníamos nada que decirnos, quizá porque teníamos miedo de decir algo que iniciase una nueva discusión. Lloro porque le pareció caro y me lo echó en cara; porque se manchó el vestido y se lo recriminé; porque tardaron demasiado tiempo en servirnos los platos, y eso dejó, también, demasiados silencios entre nosotros. Silencios que hace años hubiésemos aprovechado para querernos. Lloro porque la vuelta a casa fue en silencio; porque aquella noche nos acostamos uno al lado del otro, pero no juntos; porque hasta la mañana siguiente no fuimos capaces de hablarnos. Lloro porque me doy cuenta de que nos perdimos hace mucho, mucho tiempo.
Aquel martes de boli nuevo llegué a casa como siempre llegaba: cansado.
Eran casi las nueve de un día, otro más, perdido. Y de nuevo, allí, entre el ambiente beis que me conocía de memoria, me encontré la Sensación. Una sensación que aún no he sido capaz de abandonar. Una sensación a derrota perpetua. Una sensación inadecuada. Sí, esa es la palabra exacta: inadecuada.
Analicé, en aquel regreso que duró tanto, con la mano apoyada en el pomo, las alegrías del día que acababa: sin duda, la mayor, haber conseguido aparcar casi debajo de mi casa, a la primera. Metas cercanas, diarias, cotidianas; llegó un punto en que me alivié con tan poco...
Fue, como de costumbre, aquella, una cena silenciosa. Solo la televisión era ya capaz de romper el incómodo silencio que se generaba entre dos desconocidos. Apenas algún «¿me pasas el agua?» o «¿tienes tú el pan?» nos servían de vínculo. Apenas algún monosílabo rompía la incomodidad de dos extraños que se conocían, quizá demasiado, quizás hasta el hastío y que, sin causa aparente, ya no se tenían como se tuvieron.
Y aquella causa que no pudimos definir, que no supimos ubicar en un calendario, fue nuestro peor castigo. No había ya, como lo hubo antaño, un motivo, un malentendido, ni siquiera eso nos disculpaba de no sentirnos. Perdimos, en algún lugar, en algún tiempo, nuestros cimientos. Nos perdimos, ambos, en el fondo, en el fango de una relación también perdida.
Aquella noche, como cada noche, un «hasta mañana» nos despidió.
Mientras Rebe huía hacia la cama, los platos y yo quedamos abandonados en la cocina. Al día siguiente sería Adela quien lo recogiera todo. Ya ni siquiera compartíamos el mantenimiento de nuestra casa. Qué lejos aquella ilusión inicial por estrenar el piso: del «tú plancharás y yo fregaré», del «tú sacarás la basura y yo pondré la lavadora». La ilusión del «¿cómo pintaremos el comedor?», del «¿cuántos focos pondremos en la cocina?». La ilusión de estrenarlo todo.
Hace años que tuvimos que contratar a alguien que hiciera lo que nosotros no podíamos. Nos ha faltado siempre tiempo. Nos ha faltado tiempo porque hemos tenido que trabajar demasiado. Hemos tenido que trabajar tanto porque, hoy en día, para todo se necesita dinero. Dinero para mantener a un niño al que apenas veíamos; dinero para contratar a una persona que nos limpiara la casa en la que apenas estábamos; dinero para vivir una vida que no hemos disfrutado. Todo tan circular, todo tan ridículo.
MIÉRCOLES 20 DE MARZO, 2002
8:49 h.
Javi llegó tarde aquel día, también.
Se sentó en su sitio, a mi derecha, y ambos nos hablamos
sin abrir la boca.
—¿Cómo va lo del piso, Javi? —le preguntó Godo en un intento por romper el silencio creado tras nuestra mirada.
—¡Ah! —contestó—. ¿Que no os lo he dicho? Firmo la semana que viene la escritura, por fin.
—¡Enhorabuena! —le dijeron al unísono Godo y Sara.
Javi nos estuvo contando aquella mañana que ya habían firmado la hipoteca de un piso de unos sesenta metros cuadrados, situado en la zona norte de la ciudad, por tan solo 230.000 euros. Eso sí, todo primeras calidades: calefacción central con radiadores en todas las habitaciones, aunque solo tuvieran una habitación y media; baños con un acabado superior y grifería de lujo, aunque entre los dos baños no sumasen más de siete metros cuadrados; armarios forrados en la habitación de matrimonio —donde apenas cabía una cama— y un excepcional trastero de 15 metros cuadrados —prácticamente una cuarta parte del piso—. El conjunto lo completaba una plaza de garaje donde apenas cabía un coche. Pero una ganga al fin y al cabo, fanfarroneaba Javi.
—Además, tenemos una preciosa zona común con piscina, dos pistas de tenis y dos de paddle —decía un Javi cuyo ego se hinchaba a cada palabra.
—¡Qué bien! —le dijimos entre todos, más por decir algo que porque realmente nos alegrásemos de que nuestro compañero Javi hubiera hipotecado su vida de por vida.
En ese momento se acercó Estrella, que se encontraba ociosa, como tantas otras veces. Y con el oído al acecho, sin dilemas morales, como las alcahuetas profesionales, fue directa al grano y dijo lo que ninguno de nosotros se había atrevido a decir.
—Pero, chiquillo, ¿cuánto pagarás al mes de hipoteca? —gritó alegremente haciendo que Javi se girase sobresaltado.
—Bueno... —balbuceó mientras se atragantaba con su propio ego—, pues cada mes tenemos que pagar unos mil euros de hipoteca, más gastos de agua, teléfono, luz... Pero bueno, ya iremos tirando —decía un Javi ahora con menos visos de alegría en el cuerpo—. Pero aún me quedará algo para vivir... espero.
—Para sobrevivir... —No me pude aguantar.
Casi todos reímos.
—¿De qué os reís? —preguntó Godo, que se acercaba con un café en la mano.
No le llamamos Godo porque tenga unos kilos de más o una r de menos, no; eso es una pequeña broma suya. La razón es que Godofredo es un nombre muy fredo, como dice él con su permanente sentido del humor. Godo es capaz de jugar con las palabras como quien juega con los dedos. Tiene una de las mentes más creativas que he conocido; es una persona en el lugar equivocado. Godo podría ser escritor, escultor, cantante, en fin... artista de cualquier tipo, pero ha estado desaprovechando su vida entre líneas y líneas de código.
Cuántas personas están en lugares equivocados, con aptitudes sin explotar, con patanes alrededor que no son capaces de detectar esas habilidades. Allí estaba, pensaba yo, mientras en la tele hay creativos que siguen utilizando el «le cambio su detergente por dos de los míos...».
Frente a Estrella, en otro grupo de trabajo, estaba Felipe: el pesado, el futbolero, el plasta entre los plastas. Una de esas personas que no hay manera de quitártelas de encima, que te hablan y solo de oírlas ya te aburren, con sus tecnicismos, con su retórica aplastante, con su pesadez inmenguable. Siempre está hablando de fútbol, del maldito fútbol. Yo odio el fútbol. Bueno no, no es verdad, no tiene sentido odiarlo, no me gusta y ya está; pero como no me gusta la esgrima, ni la vela, ni el polo...
Sus frases eran siempre las mismas: «¡Te puedes creer qué gol falló en el último minuto! ¡Ese árbitro no veía dos en un burro! ¡Menudo fuera de juego se inventó! ¡Estamos pasando una mala racha! ¡Ayer hicimos uno de los mejores partidos del año! ¡Hemos ganado los últimos diez partidos!»
—¿Cómo que hicimos? ¿Cómo que estamos? ¿Cómo que hemos ganado? —Me cabreé un día, un día de esos en que te sale todo al revés, un día equivocado. Lo dije sin pensar, así de impertinente, así de maleducado lo expulsé, pero no paré, ya puestos...—. ¿Acaso tú recibes un sueldo de tu equipo? ¿Cómo que hemos ganado? Tú no has ganado una mierda. Tú, ¿qué cojones has hecho para ganar? ¿Has jugado? ¿Has estado entrenando cada día? ¿Has cobrado un millón por partido? No, tú tan solo te has gastado el poco dinero que ganas comprando un diario deportivo que estira las noticias durante una semana, y cuando no existen se las inventa; un diario deportivo que solo habla de fútbol. Tú solo te has gastado el dinero comprando una entrada para ver el partido, una bufanda para lucirla y una camiseta que la venden por ochenta euros pero cuesta cinco. Los que de verdad han ganado han sido ellos, maldito ignorante. —Y ahí sí que acabé.
Felipe y yo nos desafiamos durante varios segundos con la mirada. Nos odiamos, él más, en aquel momento. Nadie habló, nadie, ni siquiera se movió. Me retiré yo el primero.
Reconozco que hubo días en que me volví violento. Crucé el límite, lo sé ahora y no lo supe ver entonces, pero era un día inadecuado. Felipe tardó más de una semana en volver a dirigirme la palabra.
Cuando lo volvió a hacer, me habló de fútbol.
Triste miércoles.
Fue el adjetivo de aquel día de finales de marzo. No fue un miércoles especial, ni un miércoles alegre, ni grande, ni pequeño, ni siquiera inolvidable. Fue triste. Acabó con el boli en el mismo lugar: el cubilete de mi mesa.
Fiché y, desde allí, lo busqué con la mirada. «Hasta mañana», le susurré desde lejos.
Triste, bajé de nuevo a la calle.
Triste, entré en el garaje para ponerme al volante de mi coche.
Triste, llegué a casa, sin ilusión, sin ganas de tenerla. Triste, entré en casa.
Triste, los besé, me duché, y ni siquiera el agua pudo llevarse toda aquella tristeza.
Me acosté y no dije nada a nadie; esperé, simplemente, a que me echasen en falta.
—¿Te pasa algo? —me sorprendió Rebe.
Allí estaba, junto a mí, sentada en el borde de la cama, con su mano en mi mejilla. Con ese cariño que ya solo aparece ante la enfermedad o quizás ante la tristeza.
—No, es que hoy estoy muy cansado. Además, me duele un poco la cabeza, prefiero no cenar —le dije mintiendo—. ¿Has acostado a Carlitos?
—Sí, no te preocupes, voy a cenar algo y me acuesto yo también. —Me dio un beso en la frente que no me esperaba.
Un beso que me recordó que aún la quería, y que la necesitaba, pero solo como se necesita a alguien en horas bajas. Como se necesita a los padres en la cama de un hospital, como se necesita a una esposa cuando te han despedido del trabajo, como se necesita a un amigo cuando quieres conseguir algo. Fue esa, y no otra, mi clase de necesidad.
No pude dejar de mirarla mientras desaparecía hacia la cocina.
Apagó la luz. Cerró la puerta del dormitorio para no molestarme con el ruido de su vida.
No tardó demasiado en volver. Entró en silencio, creyéndome dormido. Encendió la tenue luz de la mesilla y, dándome la espalda, frente al espejo, comenzó a desnudarse. Desde su vuelta aún no había tenido ni tiempo para cambiarse.
Simulando tener los ojos cerrados, la vigilé a través de las pestañas. Se quitó lentamente, botón a botón, la camisa, dejando a la vista un precioso sujetador negro que realzaba sus pechos aún firmes. Se desabrochó después la cremallera lateral de la falda dejándola caer al suelo. Con dos pequeños saltos, que apenas fueron pasos, se deshizo de ella empujándola a un lado. Disfruté, desde mi horizontalidad, de su reverso: una espalda ligeramente arqueada que en su parte inferior se fusionaba a unas nalgas redondas, aún firmes, preciosas. Un cuerpo con tres líneas de ropa traseras: el cierre de un sujetador negro, el minúsculo triángulo del tanga también negro y la parte posterior de sus zapatos de tacón, negros.
Se dirigió al baño.
Noté, y me sorprendí al notarla, una pequeña erección. Me avergoncé y no supe el motivo: quizá por falta de costumbre, quizá por hacerlo a escondidas.
Me mantuve oculto mientras escuchaba todos los sonidos de su vida: el correr del agua en el lavabo, el frotar del cepillo entre sus dientes, el cerrar del pequeño armario del baño...
Cuando de nuevo volvió el silencio, salió del baño.
Vino hacia mí ya sin sujetador, con sus dos pechos al descubierto, balanceándolos suavemente; sobre sus zapatos de tacón, que le realzaban toda la figura, tanto como a mí se me realzaba lo mío. Hacía meses que no era capaz de sentir algo así.
Rebe, a sus treinta y cinco años, seguía —sigue— siendo una preciosidad. Sus tres días de gimnasio a la semana, su dieta controlada y sus cuidados diarios le permiten mantener un bonito cuerpo.
Continué resguardado entre las sábanas. Se quitó los zapatos, se puso el pijama, se sentó sobre la cama, comprobó el despertador y se acostó a mi lado, mirando al lado contrario. No hubo otro beso.
Apenas medio metro nos separaba, en cambio la sentí tan lejos... Mantuve durante minutos la esperanza de rozar su cuerpo, de que se girase para acercar su boca a la mía, para acercar la mía a sus pechos, para juntarnos... Pero no fue así. Mantuve mi erección durante unos minutos... pero la realidad acabó con ella.
¿Cómo podía pasar tanto tiempo sin hacerlo? ¿Tendría algún sustituto que le hiciese sentir mejor? ¿Cuándo se acabó la atracción? ¿Por qué no tomaba yo la iniciativa? ¿Y si me decía que no? ¿Y si se inventaba cualquier excusa?
Fue durante aquellos días cuando la idea de una tercera persona se convirtió en mi obsesión. Cualquier retraso, cualquier llamada al móvil, cualquier mueca de felicidad por su parte me hicieron chapotear sobre los charcos de la infidelidad, la suya.
«¿La quiero?», me pregunté.
Sí.
Y aún ahora la sigo queriendo.
JUEVES 21 DE MARZO, 2002
JUEVES, seis de la mañana. Desperté antes que el despertador.
Mi erección continuaba en el mismo punto donde la noche anterior la abandoné, aunque, seguramente, por otra razón bien distinta. Rebe aún dormía, seguía tapada hasta la cabeza.
Lentamente, con el atenuante del adormecimiento, deslicé mi mano hacia su pantalón. Le deshice, suavemente pero nervioso, el nudo de hilo que hacía de correa. Introduje mi mano entre el pantalón y su piel para, con las yemas de los dedos, acariciarle sus preciosas nalgas. Pasé del acariciar de los dedos al palpar de una mano completa. Pasé de ahí a agarrarlas con fuerza, con ansia, con excitación, clavándole débilmente las uñas.
Me acerqué a ella, con las manos aún aferradas a su culo, hasta que noté el roce de mi pene con sus nalgas. Comencé a frotarlo. Fueron, al principio, movimientos tenues que ganaron en intensidad a medida que mi miembro tomaba mayor rigidez. La rodeé con los brazos, con fuerza, para poder frotarme con mayor vigor. Y así, barriga contra espalda, mi erección fue total.
Rebe, a medio despertar, se comenzó a mover conmigo. Sin darse la vuelta, alargó su brazo para aferrarse fuertemente a mi pene. Me lo sacó del pijama y comenzó a zarandearlo con fuerza. No supe en aquel momento —ni siquiera ahora lo sé— si aquel aferrar de su mano en mi miembro fue fruto del deseo o de la necesidad.
Me quité los pantalones haciendo fuerza con los pies, a patadas, a trompicones, nervioso como un adolescente, dejando la parte inferior de mi descuidado cuerpo al descubierto.
Aun a pesar de todos esos movimientos, ella seguía aferrada a mí con su mano. Sin soltarlo, como si el mero hecho de tenerlo entre sus dedos fuera suficiente para que se mantuviera así, se giró.
Cara a cara, a escasos centímetros, a escasos segundos, nos miramos sin luz, nos reconocimos. Abrió la boca, húmeda, empapada, y se acercó a mi oreja, noté las palabras nadando en su aliento: «¿Qué te pasa, amor?»
Amor, qué recuerdos; amor, eso que tuvimos ambos; amor, eso que perdimos ambos. Amor, ahora; amor, entre el afecto y la pasión. Amor, y lo dijo a oscuras, y lo dijo en voz baja, y lo dijo con la boca mojada.
Pero no fue amor, lo supe y no me importó. No fue amor aquello, solo sexo. Ni siquiera sexo, solo necesidad.
—Que te quiero —le susurré mientras ella acercaba sus labios a los míos.
Nos besamos.
De mi oreja a mi boca, fue su lengua dejando un rastro de saliva por la mejilla; de mi boca a mi cuello, y a partir de ahí... su cabeza desapareció bajo las sábanas.
Noté su aliento en el centro de mi cuerpo. Sentí su saliva caliente, el abrazar de una lengua que se deslizaba por cada centímetro de mi apéndice casi olvidado; dejé que fuera su boca la que moviera mi cuerpo, dejé que fueran sus manos las que lo mantuvieran ahí dentro.
Después de varios minutos, la aparté suavemente para desnudar sus piernas. Nos destapamos. Me senté en la cama. Nos miramos. Me ofreció su sexo abierto, húmedo como su boca. Me coloqué sobre su cuerpo. Y en el mismo instante en que nos unimos, en que volvimos a ser uno, en que sus labios me estrecharon, sonó el despertador.
—¡Apágalo, apágalo! —me susurró gritando.
Nos separamos, y de un manotazo apagué el maldito despertador.
Volvimos, de nuevo, a unirnos.
Nos movimos como dos recién conocidos, como dos desconocidos. Nos juntamos como dos enamorados, como uno. Nos aferramos el uno a la otra. Nos olvidamos del mundo.
—¿Tenemos que levantarnos? —me susurró al oído mientras bailábamos a oscuras.
—No —le mentí. Un no para poder seguir allí, sobre ella, moviéndome, moviéndonos, atándonos como un regalo en medio de la soledad.
Y estuvimos, y fue la última vez que lo hicimos, unidos en una isla de felicidad, una isla de apenas cinco minutos. Como antes, como si hubiésemos olvidado cómo se hacía, como si hubiésemos olvidado qué se hacía. Abusamos en aquellos cinco minutos de la expresión «te quiero», la utilizamos demasiado, llegando casi a devaluarla. «Te quiero, te quiero, te quiero...» Hubo un momento en que llegamos a usarla en cada envite.
Y sobre la tierra de aquella isla —porque solo fue eso: un paréntesis en nuestra vida— llegó un momento, y llegó tan pronto..., en que tocamos agua.
Fue mojarnos y recordar que habíamos olvidado nuestro alrededor, un alrededor que no fue capaz, ni siquiera aquella mañana, de olvidarse de nosotros: se abrió la puerta y se cerró todo lo demás.
Naufragamos.
Bajo el marco, entre el «voy a pasar» y el «ya me he despertado», apareció Carlitos con su pequeño muñeco de peluche en la mano. Aparecimos nosotros —ante sus ojos— desnudos, unidos, nerviosos y mojados. Nos separamos bruscamente, sin saber que aquella separación era la última, la definitiva. Sin acuerdo, sin pensarlo, nos dividimos de nuevo en dos. Quedaron allí cinco minutos de unión, los últimos.
Mientras Carlitos se acercaba y Rebe intentaba encontrar su ropa, yo me alejé hacia el baño intentando ocultar —sin sentido— mi erección.
Entré en el baño sabiendo que dejaba atrás, sobre la cama, a la rutina riéndose de nuevo de mí; acaparando a Rebe de una forma demasiado intensa. Me preparé la toalla y el gel, abrí el grifo de la ducha hasta que el agua salió hirviendo y allí, con el vapor haciéndome de velo protector, mi mano acabó lo que el día a día no había dejado.
Bajo el agua caliente, entre el vapor, me estremecí; volé durante un instante hacia el nirvana, para de nuevo caer en la realidad. Un instante de placer bajo la ducha que dejó demasiados posos: culpabilidad, traición, engaño, estupidez, soledad...
Creo que allí, bajo las gotas calientes de la ducha, con mi mano sujetando un pene ya fláccido, me sentí por primera vez extranjero en mi propia casa, en mi propia vida. No fui capaz de encontrar aquella ilusión que antaño tuve, aquella ilusión por el mañana; últimamente pensaba mucho más en el ayer.
Comencé allí a confeccionar un plan para cambiar nuestras vidas. No pensé, en aquel momento, en decirle nada a Rebe, sería una sorpresa. Una sorpresa que implicaba demasiadas cosas: cambiar de casa, de lugar, de trabajo, en definitiva, de vida.
En definitiva, comenzar a vivir.
Después del coito frustrado, después de la intención de cimentar un plan, después de perder la isla, me encontraba de nuevo allí, enseñando mi dedo a la máquina de fichar.
El boli verde permanecía en mi mesa, dentro del cubilete, junto a sus compañeros.
En el café se sucedían las risas y comentarios sobre lo último que se había visto en la tele mientras a mí se me diluían los pensamientos en la nada.
Aquel jueves pasó como pasaban todos los días: sin mi intervención.
Quizá por el incidente de la mañana, quizá por simple curiosidad, sentado sobre mi silla, comencé a imaginarme la vida sexual de mis compañeros. Quizá para paliar mi propio malestar, quizá para autoengañarme pensando que no era el único, que no era el peor, no lo sé. Supongo que llega cierta edad en la que eso del sexo se olvida, que ya solo es un trámite, una tarea más de la casa. Y sin ánimos de trabajar, un día más, fui dirigiendo mi mirada hacia cada uno de ellos, de izquierda a derecha.
Estrella. Miré y no la vi. Estaba, de nuevo, ausente. Ni siquiera quise imaginarlo, muy a pesar de sus arreglos, de sus reconstrucciones, no pude hacerlo. No supe.
Felipe, el futbolero. Unos cincuenta y cinco años. No lo vi capaz de cambiar una noche con su esposa por un buen partido. Me imaginé a un Felipe acostándose con la radio en la mesilla mientras su mujer se dedicaba a dormir. Ambos, en una edad, en un estado de la relación donde la palabra sexo solo huele a pasado.
Godo. Supuse que era más de hacer solitarios. Nunca le conocí novia, ni siquiera amigas. Es ingenioso, sí; es locuaz, simpático y una lista interminable de adjetivos favorables. Pero en esa lista no hay hueco para palabras como atractivo, elegante, lanzado o guapo. Me lo imaginé, y sé que no tuve derecho a hacerlo, visitando de vez en cuando a otro tipo de novias, a otro tipo de amigas. Lo juzgué, cuando en realidad apenas lo conocía, cuando apenas sabía de su vida extramuros.
Siguiente.
Javi, bastante más joven que yo, sin hijos y con una casa a estrenar. A su novia la vi una sola vez. Me los imaginé en el asiento trasero de un coche, desnudándose con fuerza, con furia, casi con daño. Me los imaginé en casa de sus padres, de cualquiera de ellos, esperando el momento para estar a solas, para aparecer desnudos, fogosos, en el sofá, en la cama, en el mismo suelo o en la ducha. Me los imaginé también en las butacas traseras de un cine; en una noche de playa, sobre la arena, bajo el agua; en un parque escondido. Me imaginé todas las situaciones que un día viví con Rebe. Me los imaginé así y, con maldad, deseé que el paso del tiempo los hiciera como yo, como nosotros, utilizando la cama para dormir y despertar.
Miré a la derecha: Juanjo. Lo vi con condones de marca, sin novia conocida, con miles de amigas de juergas, con fines de semana de libertad, con esa libertad que da el dinero. Sin nadie a su lado, sin amor, sin esa confianza que te da una persona, pero que se puede suplir, y de hecho él lo hacía, también con dinero.
Me giré y miré disimuladamente a Sara. Aquel día llevaba una falda oscura hasta las rodillas, medias negras y zapatos de tacón mediano. Su camisa blanca entreabierta dejaba adivinar unos pechos aún firmes. Sara tiene los treinta años mejor conservados que yo he visto, pero la tristeza que envuelve su cuerpo actúa de escudo a la hora de conocerla. Tiene unas ojeras —pequeñas, pero, a pesar del maquillaje, distinguibles— que reflejan una desdicha lejana, pero no olvidada. Es unos años más joven que Rebe y también suele ir varios días al gimnasio. A pesar de haberme contado sus más profundas intimidades, jamás me había hablado de novios, parejas o pequeños líos. Bueno, casi nunca, una sola vez me quiso hablar y no supe comprenderla; lo sé ahora, no lo vi entonces. Me la imaginé aquel día, y me ruboricé al hacerlo, en su casa, en su cama, jugando con sus manos, en soledad. Alguna que otra vez le insinué que ya era hora de buscarse a alguien, de compartir de nuevo su vida. Siempre me contestó que no era el momento.
Ricardo. No aposté demasiado por él. Tiene mujer, pero los veo de vida ensofada. Dejando pasar el tiempo, como quien deja pasar el viento sin sentirlo.
Acabado el repaso a los cercanos, mi mirada se alejó hacia la otra parte de la planta, atravesando el cristal ahumado para dirigirse directamente a Marta. La distinguí sentada, con su melena morena. La visualicé con sus labios perfectamente pintados, con sus uñas perfectamente cuidadas, seleccionando pretendientes: aceptando a los mejores y rechazando a los mediocres. La imaginé también junto a Rafa, sin pruebas, sin nada más; los imaginé a ambos en el despacho. Y esa imagen me llevó a él.
Rafa. Con una esposa que solo conservaba para mantener su estatus. Con su pelo engominado, con su altura ingrávida, con su cuerpo atlético, su buena cartera y sus profundos ojos azules, me lo imaginé sobre Marta. Aquello fue mi derrota.
Mi mirada se perdía hacia el resto de despachos cuando el teléfono sonó de nuevo. Volví a la realidad.
El resto de la jornada se deslizó entre las horas. El boli seguía en su sitio. No había lugar para la emoción en un mundo en el que los bolis no se movían, en el que mi trabajo jamás me iba a aportar nada nuevo, condenado a hacer lo que siempre había hecho, condenado a no medrar ni como trabajador ni como persona.
Me miré la barriga para observar en ella, a modo de bola de cristal, mi futuro. Seguiría estando en el mismo lugar hasta que la jubilación llamase a mi puerta. Sentado en la misma silla, con mi mismo cubilete, y preocupándome de cosas tan absurdas como un boli de gel verde.
La idea del plan volvió de nuevo. Esos pensamientos que, de vez en cuando, nos asoman por la mollera y nos ilusionan con que todo puede cambiar. Aquel día, después del incidente de la ducha, fue la segunda vez que pensaba en eso, en lo que puede cambiar la vida si en un determinado momento se toma una decisión. A veces, solo es necesario que algo cambie, para bien o para mal es secundario.
Pensé de nuevo en el boli.
Podría haberlo cogido y, deliberadamente, dejarlo en otra mesa, así, sin más. Pero yo prefería que todo siguiera su curso habitual, aunque ese curso se me estuviera haciendo ya demasiado cansino. Podría haberlo cogido en las manos, meterlo en mi bolsillo y viajar con él hacia la cafetera, hacia la fotocopiadora y, allí, dejarlo olvidado, abandonado a su suerte...
Pensé...
Me lo imaginé volando... cuando, de pronto, unos gritos me llegaron a través de una puerta a medio cerrar.
—¡Es la última vez que se lo repito! —gritó don Rafael.
Y aquel grito, engendrado en el interior de su propio despacho, se propagó —como solo lo hacen las malas noticias— a través de su puerta, entreabierta a propósito, por toda la estancia.
—¡Siempre es lo mismo, siempre igual! —seguía gritando—. ¿Cuántas veces se lo hemos advertido? ¿Cuántas? ¿Cuántas, cuántas?
De nuevo, como cada vez que don Rafael se cabreaba, volvimos a ser espectadores de lujo de un teatro de sombras. Una, la suya: activa, deambulando de lado a lado, gesticulando de forma compulsiva, autoritaria, superior, desafiante. La otra: inmóvil, muda, insegura, sentada, frágil, vulnerable.
—¡No habrá próxima vez! ¿Me entiende, señor Gómez? ¡No habrá próximo aviso!
Sin ruegos ni preguntas, sin turno de réplica, acabó la función. No hubo aplausos ni bise