Esperanto

Rodrigo Fresán

Fragmento

DOMINGO –Nadie me entiende –dijo Esperanto.

Y abrió los ojos.

Y volvió a cerrarlos.

Ahora Esperanto regresaba desde el mismo sueño de siempre pero una cosa era más o menos segura: esta vez no volvía al lugar de costumbre o, por lo menos, a alguno de los posibles lugares de costumbre.

Tampoco retornaba exactamente desde el mismo sueño de siempre porque –de acuerdo– el sitio del que Esperanto venía huyendo se parecía mucho al mismo sueño de siempre. Pero en esta oportunidad surgían detalles ignorados hasta entonces. Ingeniosas variaciones sobre la melodía principal. Flamantes gamas de colores secundarios dentro de las supuestas limitaciones del blanco y del negro y alternativas impensadas hasta entonces por el ojo humano o –al menos– por los ojos demasiado cansados de Esperanto.

Porque –durante la última semana– Esperanto había visto demasiadas cosas.

Algo no andaba bien. Algo no podía andar bien, pensó. Parpadear dolía, descubrió Esperanto y decidió no hacerlo. Dejarlos abiertos entonces –los colores también dolían–; y comprendió que las novedades no se reducían tan sólo a los detalles que habían aparecido en su sueño en blanco y negro. No, las novedades amenazaban con continuarse ahora que había optado por mantener los ojos abiertos y recuperar así lo que muchos optimistas y no pocos cínicos insistían en definir –cocktails en mano, sonrisas al horizonte– como conciencia.

Para empezar, el suelo –o lo que tenía que ser el suelo– no dejaba de moverse. Un casi placentero balanceo que –si fuera esto posible– le habría recordado a Esperanto su distante pasaje por la cuna del pasado o –mejor todavía, más atrás– su tránsito anfibio de nueve meses boyando feliz e ignorante de todo dentro del vientre materno.

Para seguir, Esperanto estaba al aire libre. Uno de los sitios que menos le gustaban porque –si se lo piensa un poco– el aire nunca puede ser libre. Esperanto estaba afuera; ese punzón clavándose hasta el fondo de sus pupilas –cerró los ojos– no podía ser otra cosa que el sol.

Para terminar, Esperanto tenía la vaga idea de que esta vez no huía solamente de su sueño recurrente. No, esta vez estaba huyendo en serio; esta vez lo perseguían otras personas, muchas personas además de sí mismo.

Esperanto hizo todo lo posible por atar los cabos sueltos de su memoria pero no demoró en resignarse a que –en realidad– iba a tener que desatarlos. Su memoria se había convertido en un gigantesco nudo, y un crepitar constante –como el de una vieja púa que, habiendo alcanzado el final del disco, se niega a abandonar el círculo de su beso– le llenaba los oídos. Y Esperanto supo que nadie iba a levantarse para darlo vuelta, para escuchar su otro lado. No era fácil, no iba a ser fácil peinar su memoria y ahora sólo podía retroceder hasta los últimos telones del sueño recurrente. Y, a partir de allí –conformarse con eso–, todo parecía indicar que, por el momento, el resto del camino de retorno estaba cerrado por refacciones hasta nuevo aviso, tengan a bien los conductores utilizar el desvío. El problema era que Esperanto nunca había aprendido a manejar y que ya era muy tarde para empezar con las lecciones.

El sueño recurrente de Esperanto, entonces.

El sueño –su relato había tapizado fugazmente las paredes de varios consultorios de psicoanalistas hasta alcanzar el diván del licenciado Lombroso– no solía aterrorizar demasiado a los oyentes ocasionales a la hora del «a ver, tengo una idea buenísima: ¿por qué no nos turnamos para contar la pesadilla más terrible que tuvimos en nuestra vida?». La prolija narración de un Esperanto cada vez más espantado por su propio relato –cerca del final, su voz era apenas audible y sus ojos no dejaban de moverse de izquierda a derecha como si temiera un ataque por sorpresa– siempre, sin excepción, acababa desilusionando a los concurrentes de fiestas y vernissages que enseguida optaban por pasar a otros temas, a otros sueños. A esas poluciones casi promiscuas en su falta de originalidad, a esas obvias pesadillas pobladas de gente súbita e inexplicablemente desnuda en el medio de una peatonal a la hora en que se vaciaban las oficinas, de caídas libres desde las cimas del falso vértigo, de violaciones deseadas en secreto y de súbitas muertes de seres queridos pero no tanto después de todo.

Aun así, no importaba: a Esperanto su fiel sueño recurrente le parecía perfecto y atroz y entonces despreciaba a su ignorante y poco refinado público con algo muy parecido a lo que –estaba casi seguro– habían sentido en su momento Galileo Galilei o Vincent Van Gogh o Igor Stravinsky o cualquiera de esas personas maldecidas por saberse portadores de una versión alternativa de casi todas las cosas de este mundo.

Su sueño –algo a lo que, en su modesto entender, la palabra pesadilla ni siquiera empezaba a hacer honor o justicia– era el mejor de todos los peores sueños posibles. Además –casi se enorgullecía–, era un mal sueño sofisticado.

Nadie entendía a Esperanto, ahora Esperanto no entendía nada. Esperanto no sabía dónde estaba. Igual que en su sueño. No tenía la menor idea. Mejor dicho: casi no tenía la menor idea. Decidió que lo más acertado –o por lo menos lo más conveniente– era intentar volver a abrir los ojos para delimitar mínimos pero imprescindibles parámetros físico-geográficos.

Porque, si bien Esperanto se había pasado buena parte de sus treinta y cinco años de edad sin que nadie lo entendiera del todo, sumarle a eso la idea de que ahora él tampoco entendiera nada se le antojaba como un tanto excesivo, como –quién le había dicho eso– un poco demasiado…

Big Bang, recordó entonces Esperanto. Y descubrió que no le gustaba nada lo que empezaba a recordar.

Con la aterrorizada precaución correspondiente abrió un ojo –el izquierdo primero– y después abrió el otro. Le sorprendió –le pareció justa y necesaria– la súbita ausencia del sol. O el tiempo pasaba demasiado rápido o se había quedado ciego o –por qué no– tal vez se tratara del más oportuno de los eclipses. Esperanto decidió que ésta era la opción que más le atraía y sonrió al descubrir que se trataba de eso más o menos. Sonreír le dio frío y no entendió por qué hasta que, tanteando con la punta de su lengua reseca, descubrió que le faltaban uno o dos dientes.

Esperanto estaba de espaldas, acostado; el suelo se movía y el sol había desaparecido anulado por una portentosa sombra aureolada de luz, por una colosal estructura de carne y hueso que –no lo dudó un segundo– sólo podía pertenecer a una persona.

–Montaña… –gimió Esperanto; y tosió un poco y se incorporó para vomitar por lo que no demoró en descubrir era la borda de un barco. El Ángel Azul, leyó Esperanto en uno de los f lancos mientras su bilis se mezclaba sin demora con la espuma sucia del río. Esperanto sobre las aguas. Por lo menos esto explicaba el constante movimiento del suelo; pero no explicaba mucho más.

De alguna manera a precisar, Esperanto había terminado en un velero de mediano calado; y tal vez por eso ahora los recuerdos comenzaban a cubrirlo con la potencia veloz de las sudestadas y la impostergable lentitud de las crecidas. Escenas desordenadas presentándose en su memoria con la prepotencia de olas demasiado seguras de su espuma. Algunas lo hacían f lotar sobre sus lomos líquidos; otras –en obvio acuerdo con las anteriores– lo derribaban

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos