Mantra

Rodrigo Fresán

Fragmento

un meteorito, o la brasa de un cigarrillo mordiendo una sábana, o un orificio de una bala abriéndose paso (sacudir con fuerza durante varios minutos hasta alcanzar los diez puntos en la escala Richter, servir en vasos altos, adornar con una de esas pequeñas sombrillas de papel) a través de un cocktail sísmico elaborado a base de ardiente jugo de volcanes y ¿se entiende, se lee bien, hay alguien ahí, falta mucho para aterrizar?

Cuando empezamos a leer, nuestra relación con los libros pasa por la identificación con el personaje. Así, los lectores primitivos necesitan entrar ahí (no es casual que los libros tengan el mismo mecanismo y aspecto formal que los de una puerta) para unirse a la aventura. Con el correr de los años, el lector deja de identificarse con los héroes de la ficción para identificarse con la realidad del escritor. El cómo se cuenta una historia acaba imponiéndose por encima de la historia misma. No estoy seguro, entonces, de que los lectores evolucionen. Pienso que, tal vez, acaban perdiendo algo por el camino, lo más importante: la posibilidad de ser uno con el héroe, de combatir y vencer a su lado.

Mis recuerdos de Martín Mantra intentan ser invocados a partir de una absoluta identificación con el héroe. Cualquier rasgo de estilo que se encuentre aquí, cualquier maniobra estética, obedece no a una necesidad de seducir sino a una resignación frente a las mareas irregulares en los océanos de mi cerebro contaminado, más detalles adelante. Intentaré seguir a mi héroe, hacer memoria impulsado por la admiración y no por la necesidad de, simplemente, recordar algo para después poder contarlo, leerlo. Hago lo que puedo, no hago mucho. Pensar más en estática que en una estética.

Martín Mantra llegó a mi país, al colegio Gervasio Vicario Cabrera n.º 1 Distrito Escolar Primero, a mediados de la terrible e infame década de los setenta. Entró en quinto grado –quinto grado C– con el año escolar iniciado y se fue antes de que concluyera. No estuvo más que unos pocos meses –otoño, invierno austral– y una mañana ese espacio vacío en la foto se convirtió en el espacio vacío de un pupitre en el que nadie se atrevía a sentarse porque, sin necesidad de decirlo, nos habíamos jurado conservarlo intacto y sin nuevo inquilino, como si se tratara de una intocable pieza de colección a la espera de que su santo dueño viniera a reclamarla. Al menos así lo sentía yo. Después, cuando desapareció para no volver, todo fueron rumores:

–Martín Mantra había sufrido un ataque de epilepsia en el recreo (Morales/Gonzalo me juró por Washington AlbertaziPiba, el delantero del Deportivo Recoleta, que «el mejicanito –con j, hay que aclararlo– se vino abajo como si le hubieran pegado una patada en el área chica echando espuma por la boca y con los ojos en blanco y diciendo algo que sonaba como, qué sé yo, como Poropozec ciebie nie prosze dorzanin albo zyolpocz ciwego, como algo en el idioma de esos indios locos, vaya uno a saber»).

–Los padres de Martín Mantra habían sido dados por desaparecidos al caer al mar desde la cubierta de un yate mareado.

–Martín Mantra se había fugado de su casa para unirse a una secta asesina y religiosa.

–Martín Mantra había sido secuestrado por una secta religiosa y asesina.

–Martín Mantra había muerto en una revuelta nocturna y secreta para detener la demolición de nuestro colegio.

–Martín Mantra había sido en realidad un enano fugitivo de un circo extranjero al que finalmente habían capturado sus perseguidores.

–Martín Mantra no había sido más que una alucinación colectiva de todos nosotros.

En cualquier caso, en el delirio de esas posibilidades se escondían apenas ya los materiales de hechos que, con el tiempo, se convertirían en la más inverosímil de las realidades aunque yo no recuerde nada de lo que pasó después, de lo que fui leyendo, de lo que no puedo recordar.

Recuerdo que Martín Mantra nos fue presentado a todos una mañana lluviosa durante un recreo en el que no pudimos salir al patio inundado y cubierto por una alfombra descosida de hojas muertas que se las había arreglado para tapar los desagües. Nos quedamos adentro del aula intercambiando revistas. Yo me encontraba viviendo ese conf lictivo momento de la vida-cómic en que comenzaba a preocuparme menos por Lois Lane y más por Vampirella.

El director del colegio (un hombre de aspecto amenazante y voz bestial que, sin embargo, fumaba femeninos cigarrillos Lavinia Smith’s) lo puso a Martín Mantra de espaldas al pizarrón y lo hizo girar un poco, a izquierda y derecha, como si exhibiera una pieza valiosísima antes de sacarla a subasta. Nos dijo su nombre, nos dijo que había nacido en México («Como el héroe cuyo nombre homenajea este establecimiento educativo») y que, a partir de ahora, iba a ser nuestro compañero, nuestro «compañerito». Después le pidió al profesor de Historia (al taciturno y casi autista «Buenosdíasprofesordinúbila»; así, todo junto) que lo acompañara a su despacho por unos minutos, que tenía que comunicarle «algo». Algo –lo supe después, lo supuse entonces– que tendría que ver con Martín Mantra o –imaginé ahí, confirmé enseguida– con su status especial dentro del colegio. Recuerdo haber pensado que Martín Mantra no lo iba a tener nada fácil con nosotros: llevábamos juntos desde primer grado –algunos incluso nos conocíamos desde el prehistórico Jardín de Infantes– y hasta ahora no habíamos tenido la experiencia de un extraño en nuestro clan y, para peor, extranjero.

El director salió del aula y Martín Mantra se quedó frente a nosotros, y nosotros, desde nuestros pupitres, lo observamos sin siquiera pestañear y en silencio. Algunos, seguro, pretendían adivinar el potencial de Martín Mantra para el fútbol: el equipo de nuestro curso tenía el tan absurdo como abarcativo nombre de Los Vampiros Mosqueteros de Mompracem, donde se pretendía conciliar las diferentes lecturas de sus jugadores. Otros se preguntaban si pertenecería a la casta de los intelectuales o de los delincuentes o de los afeminados, que son las castas en las que se divide todo grupo de alumnos de todo colegio primario. Yo dibujaba, yo era muy bueno dibujando. Lo que me permitía desplazarme cómodamente por todos los grupos porque –ésta siempre ha sido la bendición y el estigma del dibujante– yo los retrataba a ellos exactamente como ellos querían que yo los retratara y yo obedecía sin demora cuando uno me pedía una feroz caricatura de otro.

Martín Mantra sonrió una sonrisa leve pero que parecía involucrar la sutil acción de demasiados músculos. Martín Mantra nos miró a todos, a uno por uno, antes de sacar del bolsillo de su delantal un revólver, abrirlo con el mismo movimiento seguro con que se quiebra una rama o el espinazo de un animal pequeño pero peligroso, ponerle una bala en el tambor, hacerlo girar, cerrarlo, llevarse el largo caño a la boca sin arruinar su sonrisa rara y apretar el gatillo. No pasó nada, pero el sonido del percutor golpeando sobre el azar de una recámara sin munición nos pareció más poderoso que el de varios truenos, porque se trataba de un momento importante, iniciático, sagrado. Era la primera vez que muchos de nosotros nos enfrentábamos de frente a la cotidiana posibilidad de la muerte que estaba en todas partes.

Después, enseguida, Martín Mantra –con una voz inesperadamente dulce y extendiéndonos su mano y su revólver, como si fueran una ofrenda y una bienvenida– preguntó quién iba, quién quería, quién se atrevía a ser el próximo.

Fui yo.

Fui yo el único que levantó el brazo como si pidiera permiso para pasar al frente y dar la lección.

Fui yo el único que se llev

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