Capítulo uno
Aún era de noche en las dos ciudades, la que pronto iba a perder su nombre y la que al día siguiente correría de boca en boca por medio mundo. Si no fuera por los camiones llenos de soldados que avanzaban con una lentitud de cortejo fúnebre por las carreteras del noroeste del país, dejando atrás un horizonte de mezquitas, zocos y fortalezas, aquella habría parecido una madrugada como todas las demás. Y, de hecho, en esos momentos ni los que estaban a punto de morir ni quienes iban a matarlos podían sospechar que unas horas más tarde y a trescientos kilómetros de allí más de cien personas, entre ellas varios altos mandos del ejército y cuatro ministros del Gobierno, iban a ser asesinadas a tiros en el palacio de Sjirat.
Mientras la caravana que había partido de los cuarteles de la academia militar de Ahermumu llegaba a Rabat y se detenía en el bosque de la Mamora, cerca del jardín zoológico, en otras calles de la capital ya empezaban a verse circular algunos coches de lujo que salían desde los barrios exclusivos de Souissi y Embajadores hacia la residencia de verano del rey. Sus chóferes los conducían con delicadeza, en silencio y de uniforme, evitando cualquier maniobra que pudiese intranquilizar a sus jefes, porque en los asientos de atrás de aquellos vehículos iban sentados algunos de los hombres más poderosos y temidos de Marruecos. Los que al día siguiente aún estuviesen vivos podrían alardear en el futuro de haber sido invitados a una de las fiestas de cumpleaños más célebres de todos los tiempos.
A la vez que en Sjirat se empezaban a oír el zumbido dulzón de las conversaciones y el tintineo de los primeros brindis, en Mamora, bajo la sombra de sus famosos árboles, los oficiales a cargo de la columna armada la dividían en varios comandos operativos y engañaban de nuevo a algunos cadetes, que hasta ese instante creían que iban en traje de campaña y armados porque estaban de maniobras. Sus superiores les contaron que su auténtica misión era liberar a Hassan II y su Corte de una banda de secuestradores que los retenían por la fuerza. A otros se les dijo que el objetivo era derrocarlo y forzar su exilio; y a un tercer grupo, previamente seleccionado y aleccionado, se le hizo saber que el verdadero plan era acabar de una vez por todas con el monarca y su régimen tirano, borrar del mapa a la élite insaciable que tenía a la nación en un puño y establecer un sistema democrático. «Ellos dejarán de tener grifos de oro y nosotros dejaremos de tener sed», se oyó proclamar a uno de los cabecillas de la insurrección. Es más que probable que entre quienes asintieran convencidos al oír aquellas palabras estuviese el joven que, en gran medida, va a protagonizar esta historia.
Los atacantes ya estaban frente a los edificios que formaban el complejo donde tenía lugar la recepción, situados junto a una hermosa playa de uso privado. El sol de julio llameaba con tal furia que parecía raro que el cielo fuese azul en lugar de rojo como la bandera de la nación. La música árabe hacía sentir la tentación de bailar a los asistentes, que ya paladeaban las delicias de tajine, rfissa o méchoui llevadas en equilibrio, de un lado a otro, por los camareros, o las fuentes colmadas de langostas y bogavantes; pero nadie llegaría a los cuernos de gacela y los briwat con miel: los postres se quedarían sin tocar en sus bandejas de plata o, algunos de ellos, en el suelo de la cocina, volcados en su huida por quienes intentaron usar esa vía de escape y por sus perseguidores. Esa imagen de canelas y azúcares derramados fue una buena metáfora de que allí no hubo lugar más que para la amargura.
Las tropas pusieron pie en tierra y echaron a andar hacia su objetivo. Hubo un instante de silencio cuando la multitud, que ya los miraba con intranquilidad y sin poder explicarse lo que estaba sucediendo, oyó el ruido metálico de los fusiles al cargarse e intuyó que equivalía al sonido que hacen, cuando los abre Iblís, el diablo, los cerrojos de las puertas del mal. Nadie los pudo proteger, entre otras cosas porque los guardaespaldas que se encargaban de la vigilancia del recinto no se habían tomado en serio el aviso de un consejero del trono que, al cruzarse a muy poca distancia de allí con el convoy militar, había tenido un mal presagio e intuyó, de algún modo, lo que se les venía encima. Los escoltas de palacio pensaron, despreocupadamente, que serían patrullas de algún regimiento destinado a blindar la zona, no a agredirlos, y por toda respuesta le dijeron que su majestad estaba comiendo y que no se le podía interrumpir bajo ninguna circunstancia. Además, qué podían temer, si allí estaba a cargo de la seguridad ni más ni menos que el todopoderoso general Madbuh, máximo responsable de las Fuerzas Armadas, cuya tarea era proteger aquel lugar y a su dueño, quien lo consideraba su mano derecha y un buen amigo. Nadie podía sospechar que, en realidad, era el jefe de los sublevados: en todos los abrazos hay un ángulo muerto, y es por ahí por donde se acerca el traidor.
Los mil cuatrocientos hombres venidos de las montañas del Atlas entraron en el recinto a sangre y fuego. Su furia desconcertó a sus propios superiores, según admitirían después ante el tribunal en el que fueron juzgados. Es posible que muchos de aquellos guerreros adolescentes disparasen contra la desigualdad: la gran mayoría eran bereberes pobres, nacidos en zonas deprimidas por la escasez y el hambre, que debieron de sentir una rabia ciega al presenciar aquel espectáculo donde centelleaban la ostentación, el derroche y la abundancia. En cualquier caso, fueran cuales fuesen sus sentimientos, no les resultó difícil saciar su sed de justicia o de venganza, porque no encontraron más resistencia que la de unos cuantos miembros de la gendarmería real y los guardaespaldas que no habían querido creer que aquella amenaza contra la que les habían prevenido era cierta. En un abrir y cerrar de ojos, todos ellos fueron abatidos. Los rebeldes acribillaron también a decenas de civiles en apenas unos minutos; los que trataban de alejarse a nado, creyendo ver en el mar y en las barcas ancladas cerca de la costa su única salvación, fueron perseguidos con saña y ajusticiados en la orilla. Al resto se los obligó a tumbarse en el suelo, con las manos en la nuca, y a quienes fueron identificados como figuras relevantes de la política o del ejército también se los eliminó sin piedad. Se dice que el general Madbuh, supuesto líder del llamado Consejo de la Revolución, no sólo no instigó aquella masacre, sino que trató de evitarla, y que su segundo, el coronel Mohamed Ababu, que era, de hecho, el director de la escuela militar de Ahermumu y tenía un gran ascendente sobre sus guarniciones, lo mató por la espalda para que no detuviese el golpe. Él mismo caería poco después, en Rabat, y se cuenta que, ya malherido, le suplicó a su hermano que le diese el tiro de gracia: no quería que lo capturasen con vida.
En medio del caos, alguno de los asaltantes vio a Hassan II tratando de darse a la fuga e hizo sonar la voz de alarma. Le dieron caza y le dispararon casi a quemarropa; pero al ir a reconocerlo se descubrió que no era él, sino su médico personal, el doctor Fadel Benyaich, que se había disfrazado con la túnica real para confundir a los sediciosos mientras su señor permanecía oculto, a la espera de que llegasen sus fieles a salvarlo. Esta suerte de héroe había estudiado la carrera de Medicina en España y estaba casado con una mujer de Granada. En señal de gratitud, su hija sería criada en palacio junto con los del propio rey, se le dio una educación selecta que le permitiría, con los años, hacer la carrera diplomática y ser nombrada embajadora en España.
Al monarca lo encontraron escondido en unos servicios, en el ala sur del complejo, acompañado por su hombre de confianza y titular de la cartera de Defensa, el general Ufkir, y varios de sus ministros. El otro general y desde ese día supuesto enemigo, Mohamed Madbuh, se presentó ante él, le juró estar desolado por el giro que habían tomado los acontecimientos y le ofreció detener el aquelarre en que se había convertido lo que él planeó como una toma firme pero incruenta del poder. A cambio, Hassan II tenía que firmar su abdicación y partir al destierro. Al parecer lo hizo, pero lo cierto es que jamás se ha encontrado por ninguna parte ese documento. Cuando Madbuh, probablemente llevando consigo la renuncia de Hassan II al trono, se fue a parlamentar con su coronel, un pelotón de guardia se quedó vigilando la precaria guarida, transformada en calabozo. Mientras tanto, en el ala norte, otros soldados derribaban las puertas de las habitaciones en las que se encontraban refugiados el heredero de la corona, Mohamed VI, sus hermanas Lalla Mariem, Lalla Asma y Lalla Hasna y su hermano Muley Rachid. La mayor tenía nueve años y el pequeño, tres. Una de las niñeras españolas de los príncipes, la que ocupaba el puesto de gobernanta, les gritó en francés: «¿Qué hacéis aquí y a quién estáis buscando? ¡La familia aún no está lista! ¡La fiesta no ha comenzado todavía!». «Te equivocas, acaba de empezar», le respondieron, antes de apretar sus gatillos y lanzar una ráfaga de proyectiles contra el techo, a modo de advertencia. Luego, avanzaron hacia los niños.
En la planta baja, con el cuerpo derribado de Madbuh a sus pies, el coronel Ababu tomó el mando, dispuso «ejecutar sin perder un instante al dictador y sus descendientes», y encargó la misión a tres soldados elegidos entre los más fieros. Después salió hacia Rabat con la intención de proclamar la república, instaurar la ley marcial y el Estado de sitio hasta que el panorama se aclarase y, sobre todo, para hacer saber que el ejército del Pueblo había tomado el poder y que el déspota que los oprimía estaba muerto. Media hora más tarde, ya en la capital, repitió todo eso por la radio, sin saber hasta qué punto se equivocaba: el rey seguía vivo y, de hecho, ese día se forjó para la eternidad la leyenda de su baraka, su bendición divina, esa suerte de perfiles inhumanos que lo asistiría a menudo, especialmente en las situaciones más dramáticas, como aquella misma o la que dos años más tarde iba a padecer cuando su otro lugarteniente más cercano, el propio general Ufkir, pasando de leal a conjurado, intentase derribar el avión en el que viajaba de Francia a Marruecos, a su paso por Tetuán.
Eran las cinco en punto de la tarde en Sjirat cuando, en medio de un silencio sepulcral, tres de los noventa cadetes que habían quedado como centinelas en el palacio hicieron salir a Hassan II de su madriguera y lo llevaron a un lugar apartado, para cumplir con la orden de fusilarlo. Dos de ellos se quedaron como petrificados, incapaces de llevar a cabo aquel crimen. El tercero sacó su arma y le apuntó a la cabeza. La mano le temblaba y sus ojos se llenaron de lágrimas. La historia oficial cuenta que el soberano lo miró serenamente y pronunció tres frases:
—¿Vas a derramar la sangre de tu rey? ¿Vas a matar al Comendador de los Creyentes? ¿Por qué no me besas la mano?
Y que aquel joven se arrodilló ante él.
Capítulo dos
Era uno de esos hombres que se mantienen en buena forma pasados los sesenta; no muy alto, pero robusto, destacaban en él a primera vista los ojos verde mar, en ocasiones turbadores; la boca tensada por un inalterable proyecto de ironía y, sobre todo, las manos nerviosas, lapidarias, expresivas a una velocidad que, en algunos momentos, más que reforzar lo que estaba diciendo daban la impresión de decirlo por anticipado, como si fuesen las palabras quienes las perseguían a ellas y no al revés. El pelo era blanco, pero aún suficiente, y su voz sonaba poderosa, con el toque metálico que suelen tener las personas acostumbradas a pronunciar discursos, pero suavizada por el acento cordial de aquella zona del país. Y, desde luego, casi nadie sabía más de las relaciones entre España y Marruecos que el profesor José Antonio Alarcón. Por suerte para nosotros, sólo una cosa estaba a la altura de sus conocimientos, y era su generosidad a la hora de compartirlos.
Estábamos con él en Ceuta, adonde habíamos llegado unas horas antes en helicóptero desde Málaga, para que yo presentase mi última novela en la biblioteca pública, y en ese momento disfrutábamos de una buena cena al aire libre con nuestro anfitrión, sentados en la terraza de un restaurante con vistas al Mediterráneo, mientras escuchábamos sin perder detalle sus historias sobre los yacimientos prehistóricos de Benzú, las Columnas de Hércules, los traficantes del estrecho de Gibraltar o las idas y venidas de algunos españoles, durante la dictadura franquista, a las antiguas playas nudistas de Arcila; y también sus explicaciones de por qué se llamaban así la sierra de la Mujer Muerta o los embalses de agua dulce del Infierno y del Renegado. Por la tarde nos llevó a ver la Casa de los Dragones, la Fortaleza del Monte Hacho y los baños árabes, y antes de que se hiciera de noche los dos estábamos completamente enamorados de aquella ciudad, sus mitos, su belleza y la forma en que su gente luchaba para armonizar sus contrastes.
A petición nuestra, y dado que también estábamos allí porque yo quería documentarme sobre los años de la Marcha Verde y el abandono del Sáhara Occidental por parte de España, Alarcón nos contó, con todo lujo de detalles, los pormenores del intento de golpe de Estado contra Hassan II, en el palacio de Sjirat, en el verano de 1971.
—Aquel fue el primer intento golpista de los dos que se intentaron contra él —dijo, remarcando la cifra con los dedos índice y anular, lo mismo que si hiciese el signo de la victoria, mientras nos servía a los tres otra copa de vino. Era ya la segunda botella y, por lo tanto, nos estábamos volviendo sinceros.
—El otro fue el de los aviones del general Ufkir —intervino mi novia, Isabel Escandón, sorprendiéndome, como hace a menudo, con aquella muestra de sus conocimientos insospechados sobre una materia de la que yo no hubiera pensado que supiese una palabra. Es su forma de ser, nunca va a una reunión, sea del tipo que sea, sin antes haberse preparado a fondo el asunto del que eventualmente se vaya a tratar. Según dice, hacemos un buen equipo porque ella es profesional y yo profesoral; o lo que tal vez sea lo mismo: porque ella sabe cómo hacer las cosas y yo sé cómo venderlas.
—Exacto —respondió el profesor Alarcón—. Había sido ayudante de campo del padre de Hassan, el sultán Mohamed V, y después se convirtió en su propio hombre de confianza y fue durante décadas uno de sus colaboradores más estrechos: había dirigido con mano de hierro la Seguridad del Estado; se sospecha que organizó el secuestro y asesinato en París del disidente Ben Barka y fue ministro del Interior y de Defensa. Pero la ambición le cegó, su poder le hizo creerse invencible y empezó a fantasear con dirigir el país.
—Un clásico: el monstruo que ataca a quien lo ha creado.
—Otros dicen que no fue así, que no tenía alma de usurpador sino de libertador y que, simplemente, no pudo soportar durante más tiempo ser cómplice de las injusticias de la corona, ni quedarse de brazos cruzados mientras la aristocracia del país nadaba en la abundancia y la gente humilde no tenía dónde caerse muerta, por ejemplo, los habitantes de los montes del Atlas, de donde él procedía, casi todos ellos bereberes. A quienes lo defienden les gusta recordar que su apellido significa, literalmente, «empobrecido».
—Pero tú no crees en esa segunda versión.
—Hombre, qué quieres que te diga... No parece que defendiera mucho a los desfavorecidos cuando mandó reprimir en Casablanca a los manifestantes que pedían libertad, dejando la ciudad llena de muertos. O cuando persiguió uno por uno a los opositores políticos del Gobierno y a muchos de ellos los torturó y asesinó con sus propias manos. Eso sí, a modo de recompensa, Hassan II lo nombró, como os decía, ministro del Interior.
—Y, de repente, mordió la mano que le daba de comer.
—Lo intentó, pero pinchó en hueso. Puede que tuviera mala fortuna o que no preparase bien el magnicidio, quién sabe. El caso es que mandó seis cazas del ejército del Aire, salidos de la base de Kenitra, a derribar el avión en el que el rey volvía a Marruecos desde Francia, tras unos días de vacaciones en su castillo de Betz y, por cierto, después de hacer escala en Barcelona para entrevistarse con el ministro de Asuntos Exteriores español. Lo ametrallaron a izquierda y derecha y, según se dice, algunas de las balas pasaron a milímetros de él..., pero volvió a sobrevivir de milagro.
—La famosa baraka...
—Eso es: la suerte de los elegidos, la protección divina. Sin embargo, no digo que no hubiera algo de cierto en ello, está claro que ese hombre caía siempre de pie, como los gatos, pero yo hablaría, más bien, de las ventajas que da la astucia: se supone que, en medio del caos, con el fuselaje de la nave agujereado y mientras otros rezaban la chaâda, la oración de los difuntos, fue el propio Hassan quien ordenó a los pilotos desobedecer las indicaciones que les mandaban tomar tierra en la base de Kenitra y comunicar por la radio que estaba muerto. Nadie fue a comprobarlo y así, mientras los instigadores del alzamiento volvían a vender la piel del oso antes de cazarlo, su Boeing hizo un aterrizaje de emergencia, lo recogieron sus fieles a pie de pista en el aeropuerto de Rabat y allí sus perseguidores volvieron a ametrallar la sala en donde se había cobijado, pero sin alcanzarle. El resultado final, ya se sabe: sofocó en un visto y no visto aquella nueva intentona de derrocarlo.
—Y, a partir de entonces, su furia no tuvo límites, se los llevó por delante a todos —insistió Isabel.
—Bueno, se habló de ejecuciones sumarísimas, se dice que se hicieron en su presencia e incluso hay quien afirma que él mismo remató a Ufkir, al que había dejado malherido el por entonces jefe de Seguridad del Estado, Ahmed Dlimi... La vers