Los dos reyes (Los casos de Juan Urbano 6)

Benjamín Prado

Fragmento

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Capítulo uno

 

 

 

 

Aún era de noche en las dos ciudades, la que pronto iba a perder su nombre y la que al día siguiente correría de boca en boca por medio mundo. Si no fuera por los camiones llenos de soldados que avanzaban con una lentitud de cortejo fúnebre por las carreteras del noroeste del país, dejando atrás un horizonte de mezquitas, zocos y fortalezas, aquella habría parecido una madrugada como todas las demás. Y, de hecho, en esos momentos ni los que estaban a punto de morir ni quienes iban a matarlos podían sospechar que unas horas más tarde y a trescientos kilómetros de allí más de cien personas, entre ellas varios altos mandos del ejército y cuatro ministros del Gobierno, iban a ser asesinadas a tiros en el palacio de Sjirat.

Mientras la caravana que había partido de los cuarteles de la academia militar de Ahermumu llegaba a Rabat y se detenía en el bosque de la Mamora, cerca del jardín zoológico, en otras calles de la capital ya empezaban a verse circular algunos coches de lujo que salían desde los barrios exclusivos de Souissi y Embajadores hacia la residencia de verano del rey. Sus chóferes los conducían con delicadeza, en silencio y de uniforme, evitando cualquier maniobra que pudiese intranquilizar a sus jefes, porque en los asientos de atrás de aquellos vehículos iban sentados algunos de los hombres más poderosos y temidos de Marruecos. Los que al día siguiente aún estuviesen vivos podrían alardear en el futuro de haber sido invitados a una de las fiestas de cumpleaños más célebres de todos los tiempos.

A la vez que en Sjirat se empezaban a oír el zumbido dulzón de las conversaciones y el tintineo de los primeros brindis, en Mamora, bajo la sombra de sus famosos árboles, los oficiales a cargo de la columna armada la dividían en varios comandos operativos y engañaban de nuevo a algunos cadetes, que hasta ese instante creían que iban en traje de campaña y armados porque estaban de maniobras. Sus superiores les contaron que su auténtica misión era liberar a Hassan II y su Corte de una banda de secuestradores que los retenían por la fuerza. A otros se les dijo que el objetivo era derrocarlo y forzar su exilio; y a un tercer grupo, previamente seleccionado y aleccionado, se le hizo saber que el verdadero plan era acabar de una vez por todas con el monarca y su régimen tirano, borrar del mapa a la élite insaciable que tenía a la nación en un puño y establecer un sistema democrático. «Ellos dejarán de tener grifos de oro y nosotros dejaremos de tener sed», se oyó proclamar a uno de los cabecillas de la insurrección. Es más que probable que entre quienes asintieran convencidos al oír aquellas palabras estuviese el joven que, en gran medida, va a protagonizar esta historia.

Los atacantes ya estaban frente a los edificios que formaban el complejo donde tenía lugar la recepción, situados junto a una hermosa playa de uso privado. El sol de julio llameaba con tal furia que parecía raro que el cielo fuese azul en lugar de rojo como la bandera de la nación. La música árabe hacía sentir la tentación de bailar a los asistentes, que ya paladeaban las delicias de tajine, rfissa o méchoui llevadas en equilibrio, de un lado a otro, por los camareros, o las fuentes colmadas de langostas y bogavantes; pero nadie llegaría a los cuernos de gacela y los briwat con miel: los postres se quedarían sin tocar en sus bandejas de plata o, algunos de ellos, en el suelo de la cocina, volcados en su huida por quienes intentaron usar esa vía de escape y por sus perseguidores. Esa imagen de canelas y azúcares derramados fue una buena metáfora de que allí no hubo lugar más que para la amargura.

Las tropas pusieron pie en tierra y echaron a andar hacia su objetivo. Hubo un instante de silencio cuando la multitud, que ya los miraba con intranquilidad y sin poder explicarse lo que estaba sucediendo, oyó el ruido metálico de los fusiles al cargarse e intuyó que equivalía al sonido que hacen, cuando los abre Iblís, el diablo, los cerrojos de las puertas del mal. Nadie los pudo proteger, entre otras cosas porque los guardaespaldas que se encargaban de la vigilancia del recinto no se habían tomado en serio el aviso de un consejero del trono que, al cruzarse a muy poca distancia de allí con el convoy militar, había tenido un mal presagio e intuyó, de algún modo, lo que se les venía encima. Los escoltas de palacio pensaron, despreocupadamente, que serían patrullas de algún regimiento destinado a blindar la zona, no a agredirlos, y por toda respuesta le dijeron que su majestad estaba comiendo y que no se le podía interrumpir bajo ninguna circunstancia. Además, qué podían temer, si allí estaba a cargo de la seguridad ni más ni menos que el todopoderoso general Madbuh, máximo responsable de las Fuerzas Armadas, cuya tarea era proteger aquel lugar y a su dueño, quien lo consideraba su mano derecha y un buen amigo. Nadie podía sospechar que, en realidad, era el jefe de los sublevados: en todos los abrazos hay un ángulo muerto, y es por ahí por donde se acerca el traidor.

Los mil cuatrocientos hombres venidos de las montañas del Atlas entraron en el recinto a sangre y fuego. Su furia desconcertó a sus propios superiores, según admitirían después ante el tribunal en el que fueron juzgados. Es posible que muchos de aquellos guerreros adolescentes disparasen contra la desigualdad: la gran mayoría eran bereberes pobres, nacidos en zonas deprimidas por la escasez y el hambre, que debieron de sentir una rabia ciega al presenciar aquel espectáculo donde centelleaban la ostentación, el derroche y la abundancia. En cualquier caso, fueran cuales fuesen sus sentimientos, no les resultó difícil saciar su sed de justicia o de venganza, porque no encontraron más resistencia que la de unos cuantos miembros de la gendarmería real y los guardaespaldas que no habían querido creer que aquella amenaza contra la que les habían prevenido era cierta. En un abrir y cerrar de ojos, todos ellos fueron abatidos. Los rebeldes acribillaron también a decenas de civiles en apenas unos minutos; los que trataban de alejarse a nado, creyendo ver en el mar y en las barcas ancladas cerca de la costa su única salvación, fueron perseguidos con saña y ajusticiados en la orilla. Al resto se los obligó a tumbarse en el suelo, con las manos en la nuca, y a quienes fueron identificados como figuras relevantes de la política o del ejército también se los eliminó sin piedad. Se dice que el general Madbuh, supuesto líder del llamado Consejo de la Revolución, no sólo no instigó aquella masacre, sino que trató de evitarla, y que su segundo, el coronel Mohamed Ababu, que era, de hecho, el director de la escuela militar de Ahermumu y tenía un gran ascendente sobre sus guarniciones, lo mató por la espalda para que no detuviese el golpe. Él mismo caería poco después, en Rabat, y se cuenta que, ya malherido, le suplicó a su hermano que le diese el tiro de gracia: no quería que lo capturasen con vida.

En medio del caos, alguno de los asaltantes vio a Hassan II tra

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