Condenada

Chuck Palahniuk

Fragmento

I

¿Estás ahí, Satanás? Soy yo, Madison. Acabo de llegar aquí, al Infierno, pero no es culpa mía, salvo tal vez por el hecho de haberme muerto de una sobredosis de marihuana. Tal vez esté en el Infierno por ser gorda… Una auténtica foca. Si una puede ir al Infierno por tener la autoestima baja, entonces es por eso por lo que estoy aquí. Ojalá pudiera mentirte y decirte que estoy en los huesos y que soy rubia y tetuda. Pero, créeme, tengo mis razones para estar gorda.

Para empezar, déjame que me presente.

¿Cómo puedo transmitir con fidelidad la sensación de estar muerta…?

Sí, conozco la palabra transmitir. Estoy muerta, no soy retrasada mental.

Creedme, estar ya muerta es mucho más fácil que el hecho en sí de morirse. Si eres capaz de ver mucha televisión, entonces estar muerta es pan comido. En realidad, ver televisión y navegar por internet son un entrenamiento perfecto para estar muerta.

Lo más cerca que puedo llegar a describir la muerte es compararla con cuando mi madre enciende su portátil y lo conecta con el sistema de vigilancia de nuestra casa de Mazatlán o de Banff.

–Mira –me dice, girando la pantalla de lado para que yo la vea–: está nevando.

Y en el ordenador vemos resplandecer suavemente el interior de nuestra casa de Milán, la sala de estar, con la nevada cayendo al otro lado de los ventanales; y a larga distancia, pulsando las teclas Ctrl, Alt y W, mi madre abre del todo las cortinas de la sala de estar. Pulsa Ctrl y D para atenuar las luces con el control remoto y las dos nos quedamos sentadas, en un tren o en un sedán de alquiler o a bordo de un jet privado, contemplando la bonita vista invernal a través de los ventanales de esa casa vacía que se ve en la pantalla del ordenador. Pulsa las teclas Ctrl y F para encender el fuego de la chimenea de gas y las dos nos quedamos escuchando el susurro que hace la nieve italiana al caer y el crepitar de las llamas por los monitores de audio del sistema de seguridad. Después mi madre teclea en el sistema las instrucciones para ver nuestra casa de Ciudad del Cabo. A continuación conecta con nuestra casa de Brentwood. Podría estar simultáneamente en todos los lugares y en ninguno, soñando con las puestas de sol y el follaje de todos los lugares salvo aquel donde está. En el mejor de los casos, una centinela. Y en el peor, una voyeur.

Mi madre es capaz de matar la mitad de un día delante del portátil sin hacer nada más que mirar habitaciones en las que solo hay nuestros muebles. Manipulando el termostato con el control remoto. Atenuando las luces y eligiendo el nivel adecuado de música suave para cada habitación.

–Es para desconcertar a los ladrones de casas –me cuenta. Va pasando de una cámara a otra, mirando cómo la doncella somalí nos limpia la casa de París. Encorvada sobre su pantalla de ordenador, suspira y dice–: En Londres están floreciendo mis azafranes…

Desde detrás de la sección de Negocios del Times que está leyendo, mi padre le dice:

–Se llaman «azafranes de primavera».

Lo más seguro es que entonces mi madre suelte una risilla y pulse las teclas Ctrl y L para encerrar a una doncella dentro de un cuarto de baño situado a tres continentes de distancia solo porque los azulejos no se ven tan pulidos como ella quiere. Eso es lo que mi madre entiende por una travesura divertida. Afectar el entorno sin estar físicamente presente. El consumo en ausencia. Igual que conseguir que una canción de éxito que grabaste hace décadas siga ocupando la mente de un trabajador chino esclavizado al que no conocerás nunca en la vida. Es poder, sí, pero una modalidad absurda e impotente de poder.

En la pantalla del ordenador, una doncella coloca un jarrón lleno de peonías recién cortadas en la repisa de la ventana de nuestra casa de Dubái y mi madre se dedica a espiarla vía satélite y a bajar el aire acondicionado, más y más frío, dándole a una tecla a través de su conexión inalámbrica, congelando esa casa y esa habitación en concreto, hasta obtener un nivel de frío de cámara frigorífica, de pista de esquí, gastando una burrada en freón y en electricidad solo para conseguir que unas bonitas flores cortadas de color rosa que han costado diez pavos le duren un día más.

Pues estar muerta es así. Sí, conozco la palabra ausencia. Tengo trece años, no soy idiota. Y estando muerta, por los dioses, anda que no entiendo la idea de la ausencia.

Estar muerta es la esencia misma de no llevar equipaje.

Estar muerta-muerta es algo que se hace sin parar, veinticuatro horas al día, siete días a la semana y trescientos sesenta y cinco días al año… para siempre.

No me pidáis que os explique cómo es que te saquen toda la sangre del cuerpo. Lo más seguro es que ni siquiera debiera contaros que estoy muerta, porque seguro que ahora os sentís espantosamente superiores a mí. Hasta el resto de la gente gorda se siente superior a la Gente Muerta. Y a pesar de todo, aquí va: mi Escalofriante Admisión. Lo confieso todo y no me guardo nada. Salgo del armario. Estoy muerta. Ahora ya no me lo podéis recriminar.

Sí, todos resultamos un poco misteriosos y absurdos para los demás, pero nadie resulta tan ajeno como alguien que está muerto. A un desconocido le podemos perdonar que decida practicar el catolicismo o la homosexualidad, pero no que se someta a la muerte. Odiamos la falta de entereza. Morirse nos parece la peor de las debilidades, peor que el alcoholismo o la adicción a la heroína, y en un mundo donde la gente ya te llama perezosa si no te afeitas las piernas, estar muerta parece el defecto de carácter supremo.

Es como si te hubieras escaqueado de la vida, simplemente no te has esforzado lo bastante como para realizar todo tu potencial. ¡Gallina! Y estar gorda y muerta, os lo aseguro, ya es cagarla por partida doble.

No, no es justo, pero aunque sintáis lástima por mí, lo más seguro es que también os sintáis puñeteramente orgullosos de estar vivos y seguramente masticando un bocado de algún pobre animal que tuviera la mala suerte de vivir por debajo de vosotros en la cadena alimentaria. No os estoy contando todo esto para daros pena, en absoluto. Tengo trece años, soy una chica y estoy muerta. Me llamo Madison, y lo último que necesito es vuestra estúpida compasión condescendiente. No, no es justo, pero es lo que hay. La primera vez que conocemos a alguien, nos sale una vocecilla insidiosa en la cabeza que dice: «Puede que lleve gafas o que tenga las caderas anchas o que sea una chica, pero por lo menos no soy gay ni negra ni judía». En otras palabras: puede que sea yo, pero por lo menos tengo la sensatez de no ser TÚ. De manera que ni siquiera voy a mencionar el hecho de que estoy muerta porque todo el mundo se siente puñeteramente superior a los muertos, hasta los mexicanos y la gente con sida. Es como cuando estudiábamos a Alejandro Magno en la clase de Influencias de la Historia Occidental de séptimo y no podíamos dejar de pensar: «Si Alejandro era tan valiente y listo y… Magno… ¿por qué se murió?».

Sí, conozco la palabra insidiosa.

La Muerte es el Único Gran Error que ninguno de nosotros planea cometer NUNCA. De ahí las magdalenas con salvado y las colonoscopias. Es por eso por lo que la gente toma vitaminas y se hace citologías. No, tú no, claro, tú no te vas a morir nunca, y es por eso por lo que ahora te sientes superior a mí. Pues vale, sigue pensando eso. Sigue untándote la piel de protector solar y palpándote en busca de bultos. No dejes que yo te estropee la Gran Sorpresa.

Aunque, para ser sincera, cuando estás muerta lo más seguro es que ni siquiera la gente sin hogar ni los retrasados mentales se quieran cambiar por ti. O sea, se te comen los gusanos. Es una violación total de tus derechos civiles. La muerte tendría que ser ilegal, pero no parece que Amnistía Internacional esté emprendiendo ninguna campaña de envío de cartas. No parece que se estén juntando estrellas del rock para grabar singles de éxito cuyos beneficios vayan destinados a impedir que los gusanos se coman MI cara.

Mi madre os diría que soy demasiado superficial y que todo me lo tomo a broma. Mi madre me diría: «Madison, no te pases de lista». Me diría: «Estás muerta; haz el favor de relajarte».

Lo más seguro es que el hecho de que yo esté muerta sea un alivio enorme para mi padre; por lo menos de esta manera no se tendrá que preocupar de que yo lo avergüence quedándome embarazada. Mi padre siempre me decía: «Madison, el hombre que acabe contigo lo va a tener complicado…».

Si mi padre supiera…

Cuando se murió mi pececillo, el señor Contoneos, lo echamos al váter y tiramos de la cadena. Cuando se murió mi gatito, Rayas de Tigre, yo intenté hacer lo mismo y tuvimos que llamar a un fontanero para que nos desatascara las tuberías. Menudo desastre. Pobre Rayas de Tigre. Cuando yo me morí, no quiero entrar en detalles, pero digamos que un empleado de pompas fúnebres llamado Perverto Pervertínez me pudo ver desnuda y me sacó toda la sangre del cuerpo y cometió Dios sabe qué jugarretas desquiciadas con mi cuerpo virginal de treceañera. Podéis acusarme de que no me tomo nada en serio, pero la muerte es el mayor chiste que hay en el mundo entero. Después de todas las permanentes en el pelo y las clases de ballet que me pagó mi madre, acabé en aquella mesa recibiendo un señor baño de lengua de un empleado barrigudo y depravado de la funeraria.

Os aseguro que cuando estás muerta básicamente te toca renunciar a tus exigencias de respeto y espacio personal. Limitaos a entender que no me morí porque fuera demasiado perezosa para vivir. No me morí porque quisiera castigar a mi familia. Y da igual cuánto me meta con mis padres, no penséis que los odio, para nada. Cierto, me quedé unos días para mirar a mi madre encorvada sobre su portátil, pulsando las teclas Ctrl, Alt y L para cerrar con llave la puerta de mi dormitorio de Roma, de mi habitación de Atenas, de todas las habitaciones que tengo por el mundo. A continuación la vi teclear para cerrar todas mis cortinas, bajar el aire acondicionado y activar el filtro electrostático del aire para que ni siquiera el polvo tocara mis muñecas y mi ropa y mis animales de peluche. Simplemente es lógico que yo eche más de menos a mis padres de lo que ellos me echan de menos a mí, sobre todo si tenemos en cuenta que ellos solo me quisieron durante trece años, mientras que yo los quise durante toda mi vida. Perdonadme por no quedarme más tiempo, pero no quiero estar muerta y limitarme a mirar a la gente mientras enfrío las habitaciones, hago parpadear las luces y abro y cierro las cortinas. No quiero ser una simple voyeur.

No, no es justo. Pero lo que hace que nuestra tierra parezca el Infierno es nuestra expectativa de que sea como el Cielo. La tierra es la tierra. Y estar muerto es estar muerto. Ya averiguaréis muy pronto cómo es. Y no va a servir de nada que os angustiéis.

II

¿Estás ahí, Satanás? Soy yo, Madison. Por favor, no te lleves la impresión de que no me gusta el Infierno. No, en serio, si está muy bien. Mucho mejor de lo que yo me esperaba. En serio, está claro que te has pasado mucho tiempo trabajando muy duro en los océanos agitados y embravecidos de vómito hirviente, y en el hedor a azufre, y en las nubes de moscas negras zumbantes.

Si mi versión del Infierno no os impresiona, por favor, consideradlo fallo mío. O sea, ¿qué sé yo? Lo más seguro es que cualquier adulto se meara en los pantalones al ver los murciélagos vampiro y las majestuosas cascadas de caca pestilente que hay aquí. Está claro que es todo culpa mía, porque si yo alguna vez me imaginé el Infierno, fue como una versión en llamas de aquella obra maestra del cine clásico de Hollywood, El club de los cinco, poblado, recordémoslo, por una animadora guapa e hipersocial, un fumeta rebelde, un jugador tonto de fútbol americano, un cerebrito y una misántropa psicópata, todos encerrados juntos en la biblioteca de su instituto, todos castigados durante un sábado común y corriente, salvo por el hecho de que todos los libros y sillas están en llamas.

Sí, puede que estéis vivos y seáis gays o viejos o mexicanos, y que por eso me tratéis con prepotencia, pero pensad que yo he vivido la experiencia de despertarme en mi primer día en el Infierno, y vosotros vais a tener que fiaros de lo que yo os cuente sobre cómo es todo esto. No, no es justo, pero ya os podéis ir olvidando del legendario túnel de luz, de la luz blanca y espectral y de que os reciban con los brazos abiertos esos abuelitos vuestros que se murieron hace tanto tiempo; tal vez otros hayan informado de ese gozoso proceso, pero tened en cuenta que fue gente que sigue viva, o que por lo menos siguió viva durante el tiempo suficiente como para informar de su encuentro. A lo que voy es a lo siguiente: esa gente disfrutó de lo que se conoce claramente como una «experiencia cercana a la muerte». Yo, por otro lado, estoy muerta, ya hace tiempo que me sacaron la sangre y los gusanos se me están comiendo. En mi opinión eso me convierte en la autoridad máxima. Otra gente, como el famoso poeta italiano Dante Alighieri, lo siento mucho, pero se limitaron a ganarse una ración generosa de credulidad afectada por parte del público lector.

Por consiguiente, si despreciáis mi crónica del Infierno, es problema vuestro.

Al principio de todo os despertáis tirados en el suelo de piedra de una celda de lo más lúgubre, con las paredes de barrotes de hierro; y os lo digo muy en serio, o sea que hacedme caso: no toquéis nada. Los barrotes de la celda están hechos una porquería. Y si por accidente se da el caso de que SÍ tocáis los barrotes, que están cubiertos de una capa viscosa de moho y de sangre ajena, NO os toquéis la cara –ni la ropa– por lo menos si tenéis alguna aspiración a llegar presentables al Día del Juicio Final.

Y NO os comáis las golosinas que hay desparramadas por todo el suelo.

No tengo muy claro cómo he llegado exactamente al submundo. Me acuerdo de un chófer de pie en la acera, al lado de un Lincoln Town Car negro aparcado, que sostenía un letrero blanco con mi nombre, MADISON SPENCER, escrito con una caligrafía espantosa y todo en mayúsculas. El chófer –esa gente nunca habla inglés– llevaba gafas de sol de espejo y gorra de chófer con visera, de manera que la mayor parte de su cara permanecía oculta. Me acuerdo de que abrió la portezuela de atrás para dejarme entrar; después de eso vino un trayecto larguísimo con las ventanillas tintadas de un tono tan oscuro que yo no veía muy bien lo que había fuera, aunque lo que acabo de describir podría ser cualquiera de los tropecientos mil trayectos que he hecho en mi vida entre aeropuertos y ciudades. No puedo jurar que aquel Town Car me dejara en el Infierno, pero lo siguiente que recuerdo es despertarme en esta celda inmunda.

Lo más seguro es que me haya despertado alguien gritando; en el Infierno siempre hay alguien gritando. Cualquiera que haya volado de Londres a Sidney, sentado al lado o en las inmediaciones de un bebé chillón, no tendrá problema alguno para cogerles el tranquillo a las cosas del Infierno. Con todos los desconocidos que hay y las aglomeraciones y las horas aparentemente interminables de espera para que al final no pase nada, a vosotros el Infierno no os parecerá nada más que un largo y nostálgico déjà vu. Sobre todo si la película que os pasaron en el avión era El paciente inglés. En el Infierno, siempre que los demonios anuncian que van a premiar a todos con una superproducción de Hollywood, no os emocionéis demasiado porque siempre es El paciente inglés, o, por desgracia, El piano. Nunca es El club de los cinco.

En cuanto al olor, el Infierno nunca llega a los extremos de Nápoles en verano durante una huelga de recogida de basuras.

Si queréis saber lo que yo pienso, la gente en el Infierno solo grita para oír su propia voz y para pasar el rato. Pese a todo, a mí me parece que quejarse del Infierno es un poco obvio y autocompasivo. Igual que muchas otras experiencias en las que te aventuras sabiendo perfectamente que van a ser terribles, el placer central reside precisamente en su misma maldad innata, como comer tarta de estofado de pollo congelada Swanson en el internado o bistec de carne picada congelado Banquet en la noche libre de la cocinera. O como comer cualquier cosa en Escocia. Permitidme que os sugiera que la única razón de que disfrutemos de ciertos pasatiempos, como por ejemplo ver la versión cinematográfica de El valle de las muñecas, es precisamente la comodidad y la familiaridad que produce su mala calidad intrínseca.

En cambio, El paciente inglés intenta desesperadamente ser profunda y lo único que consigue es ser dolorosamente aburrida.

Si me perdonáis la redundancia: lo que hace que la tierra parezca el Infierno es nuestra expectativa de que sea como el Cielo. La tierra es la tierra. Y el Infierno es el Infierno. O sea que parad de lloriquear y de quejaros de todo.

Partiendo de esa base, sí que parece tópico y obvio llegar al Infierno y ponerse a llorar y a rechinar los dientes y a rasgarse la ropa porque uno se encuentra inmerso en aguas residuales o porque lo han dejado caer encima de un lecho de navajas al rojo blanco. Gritar y sacudirse parece… hipócrita, como si uno compra una entrada para ver El manantial de las colinas y se sienta en su butaca y luego se pone a quejarse en voz alta y lleno de resentimiento porque todos los actores están hablando en francés. O como esa gente que viaja a Las Vegas solo para despotricar de lo chabacano que es todo. O sea, hasta los casinos que intentan ser elegantes a base de lámparas de araña y vidrieras están llenos del estruendo y la cacofonía de esas máquinas tragaperras de plástico que te atacan con sus luces estroboscópicas para atraer tu atención. En medio de semejante situación, es posible que la gente que se queja y lloriquea se imagine que está haciendo algo útil, pero en realidad solo están siendo un incordio más.

La otra norma importante que vale la pena repetir es: no os comáis las golosinas. Tampoco es que vayáis a sentiros ni remotamente tentados, porque están desparramadas por el suelo mugriento, y ADEMÁS son esas golosinas que no se quieren comer ni los gordos ni los yonquis de heroína: rocas de azúcar caramelizado, chicle Bazooka duro como una piedra, pastillas de regaliz Sen-Sen, caramelos masticables de agua salada y bolas de palomitas de maíz.

Dado que vosotros, todos vosotros, seguís vivos y sois negros o judíos o lo que sea –bien por vosotros, seguid comiendo magdalenas de salvado– vais a tener que fiaros de lo que os cuento sobre todos estos detalles, de manera que escuchadme y prestad mucha atención.

Vuestra celda está flanqueada de otras celdas que se extienden en ambas direcciones, la mayoría de ellas con una sola persona dentro y la mayoría de esas personas gritando. Ya mientras estoy intentando abrir los ojos oigo la voz de una chica que me dice:

–No toques los barrotes…

De pie en la celda de al lado, una chica adolescente extiende las manos hacia mí, estirando los dedos para enseñarme las palmas todas pringadas de porquería. La verdad es que en el Infierno tienen un problema espantoso con el moho. Es como si todo el submundo tuviera el síndrome del edificio enfermo.

Mi vecina tiene toda la pinta de ir por lo menos a tercero de instituto, porque le han crecido lo bastante las caderas como para sostener una falda recta y tiene pechos que le llenan la parte de delante de la blusa en lugar de simples volantes o adornos de nido de abeja. Incluso a pesar del humo que enturbia el aire y de los murciélagos vampiro que de vez en cuando cruzan revoloteando mi campo de visión, veo que sus zapatos Manolo Blahnik son falsos, de esos que le puedes comprar por internet y sin verlos a una compañía pirata de Singapur por cinco dólares. Si podéis aguantar todavía un consejo más: NO os muráis llevando zapatos baratos. Al Infierno se… en fin, se va con zapatos; todo lo que sea de plástico se derrite, y no os conviene pasaros el resto de la eternidad caminando descalzos sobre cristales rotos. Cuando os llegue la hora, cuando las campanas doblen por vosotros, como se suele decir, plantearos muy en serio llevar unos mocasines sencillos Bass Weejun de tacón bajo y de un color oscuro que no se ensucie mucho.

La adolescente de la celda de al lado me llama y me pregunta:

–¿A ti por qué te han condenado?

Me pongo de pie, estiro los brazos, me sacudo el polvo de las perneras de mi falda pantalón y contesto:

–Supongo que por fumar marihuana.

Por pura cortesía más que por interés verdadero, yo le pregunto a la chica cuál ha sido su pecado cardinal.

La chica se encoge de hombros; se señala los pies con un dedo manchado y mugriento y dice:

–Llevar zapatos blancos después del Día del Trabajo.

El cuero falso de sus tristes zapatos es blanco y ya está todo raspado, y es que es imposible sacarle brillo a unos Manolo Blahnik falsos.

–Son preciosos –miento yo, señalándole los zapatos con la cabeza–. ¿Son Manolo Blahnik?

–Pues sí –miente ella a su vez–. Me costaron una fortuna.

Otro detalle a recordar sobre el Infierno… Siempre que le preguntas a alguien por qué está sufriendo condena eterna, ese alguien te dirá «Por cruzar la calzada sin mirar» o «Por llevar bolso negro con zapatos marrones» o alguna bobada por el estilo. En el Infierno eres tonto si crees que la gente va a desplegar unos niveles altos de sinceridad. Lo mismo pasa en la tierra.

La chica de la celda de al lado se me acerca un paso y, sin dejar de mirarme, me dice:

–Eres preciosa, ¿sabes?

Su afirmación la revela como una embustera de primera división y como la copa de un pino, pero yo no digo nada.

–No, en serio –me dice–. Lo único que te hace falta es más delineador de ojos y un poco de rímel.

Ya está hurgando en su bolso, que es un Coach falso, también blanco y de plástico, y sacando tubos de rímel y polveras de sombra de ojos Avon de color turquesa. Con una mano sucia, la chica me hace una señal para que meta la cara entre los barrotes.

La experiencia me ha enseñado que las chicas suelen ser listísimas hasta que les crecen los pechos. Si queréis, podéis achacar esta observación a mis simples prejuicios personales, resultado de mi corta edad, pero a mí me parece que los trece años son la edad a la que los seres humanos alcanzan su florecimiento máximo de inteligencia, personalidad y coraje. Y hablo tanto de los chicos como de las chicas. No es por jactarme, pero estoy convencida de que las personas nunca vuelven a ser tan excepcionales como a los trece años –mirad a Pippi Calzaslargas, a Pollyanna, a Tom Sawyer y a Daniel el Travieso–, antes de que se vean trastornadas y gobernadas por las hormonas y las atroces expectativas de género. En cuanto a las chicas les viene la regla y los chicos tienen su primer sueño húmedo, se olvidan al instante de su propia brillantez y talento. Y vuelvo a hacer una referencia a mi libro de texto de la clase de Influencias de la Historia Occidental: lo que viene después de la pubertad, y se prolonga durante muchísimo tiempo, es como esa era de oscurantismo que se extendió entre la ilustración ateniense y el Renacimiento italiano. A las chicas les salen tetas y se olvidan de lo listas que fueron y de las agallas que tuvieron. Es posible que los chicos también dieran muestras de su propia modalidad de conducta lista y divertida, pero en cuanto tienen la primera erección, se vuelven completamente imbéciles durante los sesenta años siguientes. Para ambos sexos, la adolescencia juega el papel de una especie de Era Glacial de Idiotez.

Y sí, conozco la palabra género. ¡Por los dioses! Puede que sea rechoncha y que no tenga tetas y que sea miope y esté muerta, pero NO SOY imbécil.

Y también sé que cuando una chica mayor y supersexy con caderas y pechos te quiere quitar las gafas y sombrearte los ojos lo único que está intentando hacer es enrolarte en un concurso de belleza que ella ya tiene ganado de antemano. Se trata de una especie de gesto condescendiente y sórdido, como cuando los ricos les preguntan a los pobres dónde veranean. A mí me apesta a ese chauvinismo descarado e insensible del tipo «Que coman pastel».

O eso, o bien esa atractiva chica mayor es lesbiana. En cualquier caso, yo no le presto mi cara por mucho que ella se quede ahí plantada esperando, blandiendo un pincel de rímel lleno de grumos como si fuera la varita mágica de un hada madrina, para convertirme en una especie de Cenicienta guarrilla. Para ser sincera, cada vez que estoy viendo el clásico de John Hughes El club de los cinco, y Molly Ringwald se lleva a la pobre Ally Sheedy a los lavabos de chicas y vuelve a sacarla pintada con esas espantosas ronchas de carmín estilo años ochenta debajo de los pómulos y con el pelo recogido con esa cintita de niña pija y con los labios pintados de ese rojo bien rojo de tiempos de Maricastaña, como si fuera una versión barata de porcelana de esa Putilla Vanderputa sometida a los estereotipos de portada de Vogue que es la misma Ringwald, reducida a una especie de ilustración de Nagel viviente y andante, yo siempre le grito al televisor: «¡Corre, Ally!». En serio, le grito: «¡Lávate la cara, Ally, y escapa!».

Así pues, en lugar de prestarle mi cara, le digo:

–No me conviene, por lo menos hasta que se me vaya un poco el eccema.

Al oír esto, el rímel mágico retrocede de golpe. Las sombras de ojos de Avon y los pintalabios regresan tintineando al bolso Coach falso mientras la chica guiña los ojos y examina mi cara en busca de señales de piel inflamada, enrojecida o escamada y de llagas abiertas.

Es como lo que siempre dice mi madre: «Cada doncella nueva que llega te quiere doblar la ropa interior a su manera». En otras palabras: una tiene que ser lista y no dejar que la manipulen.

Alrededor de las nuestras se apiñan otras celdas, algunas vacías y otras ocupadas por una sola persona. No hay duda de que el jugador de fútbol americano, el fumeta rebelde, el cerebrito y la psicópata también están castigados aquí para siempre.

No, no es justo, pero lo más seguro es que me vaya a pasar los próximos siglos en esta celda, fingiendo que tengo psoriasis mientras todos esos hipócritas gritan y se quejan de la humedad y del mal olor, y mientras mi vecina Putilla Vanderputa se pasa el día en cuclillas intentando sacarles brillo con saliva a sus zapatos baratos de plástico blanco con un Kleenex arrugado. Hasta con toda la peste a mierda y humo y azufre, se huele su colonia de todo a cien, que rec

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