1
Es sábado, 18 de marzo, y estoy sentado en la cafetería abarrotada del aeropuerto Fort Lauderdale, matando las cuatro horas que separan el momento de bajar del crucero de la salida de mi vuelo a Chicago, intentando componer una especie de collage sensorial hipnótico de todo lo que he visto y oído y hecho como resultado del encargo periodístico que acabo de terminar.
He visto playas de sacarosa y aguas de un azul muy brillante. He visto un traje informal completamente rojo con las solapas evasé. He notado el olor de la loción de bronceado extendida sobre diez mil kilos de carne caliente. Me han llamado «colega» en tres países distintos. He visto a quinientos americanos pijos bailar el Electric Slide. He visto atardeceres que parecían manipulados por ordenador y una luna tropical que parecía más una especie de limón obscenamente grande y suspendido que la vieja luna de piedra de Estados Unidos a la que estoy acostumbrado.
He bailado (muy brevemente) la conga.
Tengo que admitir que me siento como si en este encargo hubiera estado en funcionamiento una especie de principio de Peter. Cierta revista chic de la costa Este aprobó el resultado de enviarme el año pasado a una simple feria estatal para escribir una especie de ensayo errático. De forma que ahora me encargan esta especie de fruta tropical exactamente con la misma falta de orientación o pautas. Pero esta vez noto una presión nueva: los gastos totales de la feria estatal fueron veintisiete dólares dejando de lado los juegos de azar. Esta vez el Harper’s ha apoquinado tres mil dólares antes de ver la sucinta descripción sensorial número uno. No paran de decirme —por teléfono, de barco a tierra, con mucha paciencia— que no me preocupe. Creo que la gente de la revista son un poco falsos. Dicen que lo único que quieren es una especie de gigantesca postal basada en mi experiencia: ve, sumérgete en el estilo de vida caribeño, vuelve y cuenta lo que has visto.
He visto montones de barcos blancos e inmensos. He visto bancos de pececitos con las aletas brillantes. He visto a un chico de trece años con tupé. (A los pececitos brillantes les gustaba aglomerarse entre nuestro casco y el cemento del muelle donde atracábamos.) He visto la costa norte de Jamaica. He visto y olido a los ciento cuarenta y cinco gatos de la Residencia Ernest Hemingway de Cayo Hueso, Florida. Ahora conozco la diferencia entre el bingo normal y el Prize-O, y lo que quiere decir que el bote de un bingo «nieve». He visto videocámaras que casi necesitaban una plataforma móvil; he visto maletas fluorescentes, gafas de sol fluorescentes, quevedos fluorescentes y más de veinte marcas distintas de chanclas de goma. He oído timbales, he comido buñuelos de caracola y he visto a una mujer con un vestido de lamé vomitando a distancia dentro de un ascensor de cristal. He señalado rítmicamente al techo al compás dos por cuatro de la misma música disco con la que en 1977 odiaba señalar al techo.
He aprendido que hay diferentes intensidades del azul más allá del azul muy, pero que muy intenso. He comido más comida y más elegante que en toda mi vida, y la he comido durante una semana en la que también he aprendido la diferencia entre «bambolearse» por culpa de la marejada y «dar cabezadas» por culpa de la marejada. He oído a un cómico profesional decirle a la gente sin ninguna clase de ironía: «Pero en serio». He visto trajes de chaqueta y pantalón de color fucsia, cazadoras de color rojo menstrual, anoraks de color marrón y púrpura y zapatillas deportivas blancas sin calcetines. He visto corredoras profesionales de blackjack tan encantadoras que te dan ganas de ir corriendo a su mesa y gastarte hasta el último centavo jugando al blackjack. He oído a americanos adultos y boyantes preguntar en el mostrador de Atención al Pasajero si hay que mojarse para bucear, si el tiro al plato tiene lugar al aire libre, si la tripulación duerme a bordo y a qué hora es el Buffet de Medianoche. Ahora conozco la diferencia combinatoria entre un Slippery Nipple y un Fuzzy Navel. Sé qué es un Coco Loco. En una semana he sido objeto de mil quinientas sonrisas profesionales. Me he quemado y he mudado la piel dos veces. He tirado al plato en el mar. ¿Es esto suficiente? En aquellos momentos no parecía suficiente. He sentido todo el peso del cielo subtropical como si fuera una manta. He saltado una docena de veces al oír el ruido tremendo, parecido a una flatulencia de los dioses, de la sirena de un crucero. He asimilado los rudimentos del mah-jong, he visto parte de un torneo de dos días de bridge contrato, he aprendido a ponerme un chaleco salvavidas encima del esmoquin y he perdido al ajedrez con una niña de nueve años.
(En realidad lo que hice fue practicar el tiro al plato en el mar.)
He regateado por baratijas con niños desnutridos. Ahora conozco todas las razones y excusas imaginables para que alguien se gaste tres mil dólares en un crucero por el Caribe. Me he mordido el labio y he rechazado hierba jamaicana de un jamaicano de verdad.
En una ocasión, desde la barandilla de la cubierta superior, bastante abajo y lejos a la derecha del casco, vi algo que me pareció la aleta característica de un pez martillo, confundido por la estela niagariana de la turbina de estribor.
He oído —y no puedo describirla— música reggae de ascensor. He aprendido lo que es tenerle miedo a tu propio lavabo. Me he acostumbrado al movimiento del barco y ahora me gustaría desacostumbrarme. He probado el caviar y he estado de acuerdo con el niño sentado a mi lado en que es apestoso.
Ahora entiendo el término «Libre de impuestos».
Ahora conozco la velocidad máxima de un crucero en nudos.1 He probado los caracoles, el pato, la tarta de merengue, el salmón con hinojo, un pelícano de mazapán y una tortilla hecha con lo que supuestamente eran restos fósiles de trufa etrusca. He oído a gente en hamacas decir con total sinceridad que lo peor no es el calor, sino la humedad. Me han cuidado de forma absoluta, profesional y tal como me habían prometido de antemano. Con humor sombrío he visto y he registrado todas las modalidades de eritema, queratosis, lesiones premelanómicas, manchas de la vejez, eccemas, verrugas, quistes papulares, panzas, celulitis femoral, varices, postizos de colágeno y silicona, tintes baratos, trasplantes capilares fallidos. Es decir, he visto casi desnuda a un montón de gente a quien habría preferido no ver en ningún estado parecido a la desnudez. Me he sentido tan deprimido como no me sentía desde la pubertad y he llenado tres cuadernos Mead intentando averiguar si era por culpa de los Demás o Mía. He forjado y alimentado una enemistad posiblemente eterna con el Gerente del Hotel del Barco —que se llama señor Dermatis, pero que ahora y para lo sucesivo bautizo como señor Dermatitis—,2 un respeto casi reverencial por mi camarero y un amor tórrido hacia la encargada de mantenimiento de mi sección del pasillo de babor de la cubierta 10, Petra, la de los granos y las cejas pobladas, que siempre llevaba ropa blanca de enfermera almidonada y susurrante y olía al