El bazar de la cebra con lunares

Raphaëlle Giordano

Fragmento

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Escena expositiva

Toda vida comienza con un primer acto y, sobre todo, con un telón levantándose. ¡Quién sabe si esos instantes marcan el resto de nuestra existencia!

All the world’s a stage,

And all the men and women merely players.

SHAKESPEARE

(El mundo entero es un escenario de teatro,

y todos los hombres y mujeres,

pura y simplemente actores.)

Por eso el modo en que entramos en escena tiene una importancia decisiva.

Un hombre. Una mujer. Juntos, esperan en una consulta sumida en la penumbra para rebajar el pudor. Obstetricia obliga. Sentados el uno junto al otro, se lanzan miradas furtivas y esbozan sonrisas maquilladas de una confianza que distan mucho de sentir.

El médico con bata blanca entra y, mediante unas afables indicaciones, invita a la joven paciente a tumbarse. Ella obedece y se traga discretamente su necesidad de empatía, proporcional a su insondable deseo de que la tranquilicen. Se tiende sobre el papel blanco, que, como era de esperar, se rompe. Sin saber por qué, le fastidia que esa hoja que debería proteger la camilla no permanezca en su sitio.

El doctor le pide que se levante la ropa por encima del pecho y mira sin asomo de preocupación el enorme bulto que queda al descubierto. Bueno, bulto… Balón. Globo. Exoplaneta. La mujer no acaba de acostumbrarse a él. Abre los ojos como platos ante esa cosa que antes era su barriga y ahora se ha convertido en algo ajeno a su cuerpo. Una protuberancia que observaríamos como una rareza en una sala donde se exponen curiosidades.

Mira la línea oscura que une su ombligo a su pubis. El primer dibujo que le dedica su hijo. Habría preferido que buscara una pared que no fuese su cuerpo, para expresarle su amor con un grafiti. No está molesta con él. Simplemente nota que se abre paso de nuevo un temor que le es familiar. ¿Recuperará algún día esa graciosa barriguita plana que hace nada causaba estragos? No le apetece verse incluida ya en otra categoría: ¿será en lo sucesivo madre antes que mujer? Cierra los ojos para no pensar en eso. Ahora no. Todavía no.

Su pareja pregunta: «¿Todo bien?». «Sí, todo bien». El doctor, metido en su papel, se inclina para aplicarle el gel frío en el abdomen. Escalofríos. Cualquier buen portador de estetoscopio habría hablado de horripilación o de reflejo pilomotor. Los demás —vosotros y yo—, de carne de gallina…

La sonda comienza su trabajo de exploración. Se hace el silencio. Hay momentos en los que las palabras no tienen cabida. La mirada de la mujer también sondea e intenta descifrar la más mínima parcela de información en las facciones tersas y concentradas del obstetra. De pronto, el rostro del hombre se ensombrece. ¿Y si esa arruga entre sus ojos solo se debe a que está frunciendo el ceño? La mujer contiene la respiración y clava las uñas en la palma de la mano de su marido. La inquietud deja en ella cuatro pequeñas marcas de color rojo sangre. Él no rechista, electrizado por las imágenes surrealistas del pequeño ser que aparece en la pantalla.

Los segundos se hacen interminables. Hasta que por fin se pronuncia el veredicto. Primer alivio unos meses antes del momento.

«Todo está en orden». Cuatro breves palabras dichas como quien no quiere la cosa, con una ligera e imprecisa sonrisa de facultativo satisfecho. El corazón de los felices padres estalla de alegría. Aunque no demasiado ruidosamente, pese a todo, para no perturbar el ambiente cargado de deferencia.

«¿Quieren saber el sexo?». Sí. Quieren. Eso permitirá preparar la llegada del bebé con más tranquilidad. El color del papel pintado, la canastilla…

La sonda se mueve de nuevo sobre el abdomen. El médico busca. Lo intenta. Hace una mueca. «Lo siento. No se ve nada. No puedo decírselo hoy…».

Con los ojos húmedos por la decepción, la madre echa una última mirada a la pantalla, en la que sigue apareciendo el trasero burlón de su bebé.

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Escena 1

Me llamo Basile. Empecé mi vida enseñando el trasero.

Y quizá por eso, vete tú a saber, siempre he tenido la impresión de que vengo de otro planeta.

Después de cuarenta y dos años de existencia, hoy creo que sé mejor de qué madera estoy hecho. Sin duda alguna, una madera más parecida a la de Geppetto que a la de un mueble de Ikea.

A los cinco años, me gustaba leer solo.

A los seis, tras una persecución desenfrenada con mis compañeros de clase en el patio del colegio, me detuve sin aliento y, poniéndome dos dedos sobre la yugular para tomarme el pulso, exclamé:

—¡Ay! ¡Tengo el corazón desbocado!

La niña de quien tenía la debilidad de estar enamorado —también ella padecía una forma de precocidad sentimental— se volvió hacía mí y me espetó desternillándose:

—Pero ¿qué dices, pedazo de idiota? ¡El corazón no está ahí, está aquí! —dijo golpeándose el pecho en el lugar correcto.

El ataque de risa general fue como una puñalada y ese incidente me valió la fama de tonto de remate que me persiguió el resto del curso.

Preciso es decir que yo era uno de esos niños torpes que no atraen en absoluto la clemencia de sus congéneres.

Cerebralmente diestro y corporalmente torpe. Negado para relacionarme con los críos de mi edad. No sabía qué decirles, cómo hablarles, cómo conseguir que me aceptaran.

Para alentar mi vida social, mis padres me exhortaban a aceptar todas las invitaciones habidas y por haber a meriendas de cumpleaños, y a no desaprovechar ninguna ocasión de estar con lo que los adultos llamaban «mis iguales». No pensaron, aunque solo fuera por un instante, que no podía haber seres más distintos que aquellos «iguales»? ¿Que yo no conseguía sentirme bien entre aquellos niños cuyos juegos y preocupaciones me resultaban totalmente ajenos?

Algunas veces me obligaba a mí mismo a participar en una batalla de espadas con la pandilla de «amigos». Un día, uno de ellos estuvo a punto de dejarme tuerto y los demás se troncharon de risa sin que yo alcanzara a comprender por qué. Recuerdo que, mientras me cubría con una mano el ojo herido, sonreí para dar el pego y fingir que «me divertía». De la risa al llanto en unos segundos. En otras ocasiones me refugiaba en la cocina para intentar mantener una conversación con mis padres. Disfrutaba de aquellos momentos porque me situaban en un plano de igualdad con cerebros adultos. Ellos me miraban con asombro y curiosidad. Se prestaban al juego de conversar un rato y acababan pronunciando la sentencia de mi destierro:

«Estás hecho todo un hombrecito, pero ¿no quieres ir a jugar?».

¡Lo que aquella frase llegó a sacarme de quicio, madre mía! ¡Decirle a un niño que está hecho un hombrecito es recordarle lo pequeño que es! Una pesadilla.

Obligado por las circunstancias, aprendí a adaptarme respondiendo con la reacción que parecía más aceptable socialmente. Expresiones a la carta. A fin de entender mejor los estados de ánimo

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