PRÓLOGO
Mi silencioso guía caminaba con rapidez por delante de mí, como si a él también le disgustase estar ahí abajo. El túnel era húmedo y la iluminación muy tenue. Los huesos de seis millones de parisinos estaban sepultados en ese lugar...
De pronto, el chico se detuvo en la entrada de un nuevo túnel. Estaba separado del que habíamos recorrido hasta allí por una verja de hierro oxidado. El túnel estaba oscuro. Mi guía desplazó la verja hacia un lado y se adentró en la oscuridad. Se detuvo y se volvió para mirarme, y así asegurarse de que estaba siguiéndolo. Abandoné con inseguridad la tenue luz mientras la espalda del chico desaparecía ante mis ojos. Di un par de pasos más. Entonces tropecé con algo. El traqueteo de algún objeto de madera retumbó por todo el espacio; me quedé inmóvil. En ese instante, me envolvió una luz. Mi joven guía había encendido su linterna. De pronto deseé que no lo hubiera hecho. La osamenta ya no estaba dispuesta en truculento orden. Había huesos por todas partes: desparramados por el suelo, a nuestros pies, cayendo en cascada de pilas apoyadas contra la pared que se habían desmontado. El haz de la linterna hacía visibles las nubes de polvo y los entramados de telas de araña que colgaban del techo.
—Ça c’est pour vous —dijo mi guía. Me entregó la linterna. Cuando la cogí, pasó a toda prisa junto a mí.
—¿Cómo...? —exclamé.
Antes de poder acabar la pregunta, el chico espetó:
—Il vous rencontrera ici.
Desapareció y me dejó solo, a quince metros bajo tierra; era un ser humano solitario perdido en un mar de muertos.
CAPÍTULO 1
Fue de esos días que uno desearía que hubiera acabado incluso antes de haber vivido sus primeros diez minutos. Todo empezó cuando abrí los ojos de golpe y noté que la luz del sol que se colaba a través de las persianas de mi cuarto era demasiado intensa. Me refiero a esa intensidad luminosa más característica de las ocho de la mañana que de las siete. El despertador no había sonado. Tras caer en la cuenta, empezaron veinte minutos de blasfemias motivadas por el pánico, y de gritos y lloros (estos, por cuenta de mi hijo de seis años) mientras yo recorría la casa escopeteado —del baño a la cocina y, de ahí, a la puerta de entrada—, intentando reunir toda la batería de ridículos objetos que Adam y yo necesitábamos para el resto de nuestra jornada. Cuando aparqué en la puerta del colegio cuarenta y cinco minutos después, Adam me lanzó una mirada de reproche.
—Dice mamá que si sigues trayéndome tarde a la escuela los lunes por la mañana, ya no podré seguir quedándome a dormir en tu casa los domingos.
¡Oh, Dios!
—Es la última vez —afirmé—. La última, te lo prometo.
Adam estaba bajándose del coche y tenía cara como de querer preguntarme algo.
—Toma —le dije, y le pasé una bolsa de plástico—. No olvides el almuerzo.
—Quédatelo —respondió Adam sin tan siquiera mirarme a la cara—. No puedo llevar sándwiches de mantequilla de cacahuete al cole.
Dio media vuelta y atravesó corriendo el patio desierto del colegio. «Pobre crío —pensé mientras observaba el movimiento de sus piernecitas a todo correr para llegar a la puerta—. No hay nada peor que llegar tarde al colegio; cuando ya todos están en clase y el himno nacional suena a un volumen ensordecedor por los pasillos. Y encima sin merienda.»
Tiré la bolsa de plástico al asiento de al lado y suspiré. ¡Otro fin de semana de custodia con final decepcionante! Había fracasado estrepitosamente como marido. Y ahora, al parecer, iba a fracasar con el mismo estrépito como padre separado. Desde el momento en que recogía a Adam era capaz de defraudarlo de mil maneras. Pese al hecho de que, durante la semana, la ausencia de Adam me dolía como un miembro amputado, llegaba tarde a recogerlo todos los viernes sin excepción. La promesa del momento especial de pizza y una película quedaba rota por el bocadillo de atún que Annisha tenía que dar a Adam cuando había llegado la hora de cenar y yo no me había presentado. Y luego estaba lo de mi teléfono, que sonaba de forma incesante, como si sufriera un ataque grave de hipo. Sonaba durante la película, y cuando estaba arropando a Adam. Sonaba durante el desayuno de crepes ligeramente quemadas y mientras paseábamos por el parque. Sonaba mientras comprábamos hamburguesas para llevar, y durante todo el rato en que le contaba el cuento. Por supuesto que el timbre del teléfono no era el verdadero problema. El verdadero problema era que yo no paraba de responder. Consultaba los mensajes; enviaba respuestas; hablaba por teléfono. Y, con cada interrupción, Adam se quedaba cada vez más callado, se mostraba un poco más distante. Me partía el corazón, pero, aun así, la idea de no contestar al móvil, de apagarlo, hacía que me sudaran las palmas de las manos.
Mientras me dirigía al trabajo a toda velocidad, le daba vueltas al fin de semana estropeado que había pasado con Adam. Cuando Annisha había anunciado que quería la separación legal, fue como si un camión me hubiera arrollado. Llevaba años quejándose de que no pasaba tiempo ni con ella ni con Adam; de que estaba demasiado obsesionado con el trabajo, demasiado ocupado con mi propia vida como para formar parte de la de ellos.
—Pero —le reproché— ¿cómo va a arreglarse eso dejándome? Si quieres verme más, ¿por qué estás proponiendo verme menos?
Al fin y al cabo, ella había dicho que todavía me amaba. Me dijo que quería que tuviera una buena relación con mi hijo.
Sin embargo, cuando por fin me mudé a mi propio piso, me sentía apaleado y amargado. Había prometido intentar pasar más tiempo en casa. Incluso había puesto excusas para no asistir a un torneo de golf de la empresa y a una cena con un cliente. Pero Annisha dijo que eran modificaciones pequeñas, que en realidad no estaba dispuesto a enmendar mis errores. Cada vez que recordaba esas palabras, apretaba los dientes de rabia. ¿Es que Annisha no se daba cuenta de lo exigente que era mi trabajo? ¿No se daba cuenta de lo importante que era para mí seguir ascendiendo? Si no hubiera invertido tantas horas, no tendríamos nuestra gran casa, ni los coches, ni las maravillosas teles de pantalla gigante. Aunque, claro, reconozco que a Annisha le importaban un comino las teles.
Bueno, en cualquier caso, me hice una promesa: «Seré un padre separado maravilloso». No escatimaré en atenciones con Adam; iré a todas las actividades del colegio; le acompañaré a natación o a karate; le leeré libros. Cuando llame por las noches, tendré todo el tiempo del mundo para hablar con él. Escucharé todos sus problemas, le daré consejos y bromearemos. Le ayudaré con los deberes e incluso aprenderé a jugar con esos videojuegos tontos que tanto le gustan. Tendré una relación estupenda con mi hijo, aunque no haya podido tenerla con mi mujer. Y demostraré a Annisha que he cambiado de verdad.
Las primeras semanas que pasamos separados, creo que lo hice bastante bien. En cierta forma, no fue tan duro. Aunque me impactó lo mucho que los eché de menos a ambos. Me despertaba en mi piso y me quedaba esperando oír la vocecita que sabía que no estaba allí. Me paseaba por todo el apartamento de noche dándole vueltas a la cabeza: «Esta es la hora en que debería estar leyéndole el cuento. Este es el momento en que debería estar dándole su abrazo de buenas noches. Y este es el momento en que me metería en la cama con Annisha, el momento en que la abrazaría». La espera hasta el fin de semana se me hacía eterna.
Sin embargo, a medida que pasaban los meses, esos pensamientos empezaron a desaparecer. O, mejor dicho, quedaron en segundo plano, desplazados por el resto de preocupaciones. Me llevaba el trabajo a casa todas las noches o me quedaba en el despacho hasta tarde. Cuando Adam llamaba, yo seguía tecleando en el ordenador o escuchaba solo alguna frase suelta. Pasaba semanas enteras en las que no pensaba ni una sola vez en qué estaría haciendo mi hijo durante esos días. Cuando llegaban las vacaciones del colegio, caía en la cuenta de que no había reservado tiempo para estar con él. Luego programé una cena con un cliente justo la noche del concierto de primavera del colegio. También olvidé la cita para su limpieza dental semestral, aunque Annisha me lo había recordado justo la semana anterior. Y entonces empecé a llegar tarde los viernes. Este fin de semana fue otro más de los que no había prestado atención a mi hijo.
Saludé con la mano a Danny, el guardia de seguridad, al entrar en el aparcamiento de la empresa. Después de haber corrido tanto para llegar, deseé no haberlo hecho. Aparqué en mi plaza, pero no apagué el motor enseguida.
En mi defensa debo decir que mi obsesión por el trabajo era totalmente normal. Vivíamos un momento muy estresante en la empresa. Hacía meses que corría el rumor de que estaban a punto de vendernos. Había pasado las últimas doce semanas redactando un montón de informes: informes de ventas, informes sobre inventarios, informes de personal, informes sobre pérdidas y beneficios. Al cerrar los ojos por las noches, lo único que veía eran las tablas de las hojas de cálculo. Eso era lo que me esperaba en el interior del edificio, pero ya no podía retrasarlo más. Apagué el motor, agarré el maletín del portátil y me dirigí hacia la entrada.
Saludé a Devin, nuestro recepcionista. Tenía la cabeza agachada, como si estuviera muy concentrado en la pantalla del ordenador; yo sabía que estaba haciendo un solitario. Cuando doblé a la derecha, vi de reojo que Devin sonreía con satisfacción, aunque quizá solo fueran imaginaciones mías. El camino más corto hasta mi despacho era girando a la izquierda, pero ya nunca iba por allí. Evidentemente, Devin creía que lo hacía porque la mesa de Tessa estaba hacia la derecha. Pero eso no era más que un aliciente. Si iba por la derecha, no tenía que pasar por el despacho de Juan. Juan. ¡Maldita sea! No entendía por qué seguía afectándome después de todo el tiempo que había pasado. Ahora no era más que un despacho vacío. Las persianas estaban levantadas, la mesa despejada, la silla vacía. No había fotos de la mujer de Juan ni de sus hijos en la mesa, ni tazas de café sobre el archivador, ni placas conmemorativas en la pared. Pero era como si la sombra de todos esos objetos sobrevolara los espacios vacíos.
Aflojé el paso a medida que me acercaba al cubículo de Tessa. Tessa y yo éramos compañeros de trabajo hacía años. Siempre nos habíamos llevado bien y teníamos el mismo sentido del humor. No estaba seguro de qué iba a pasar con Annisha, pero debía reconocer que, desde la separación, me había sorprendido a mí mismo varias veces pensando en Tessa.
Vi de reojo su pelo negro, pero estaba hablando por teléfono. Así que seguí caminando.
Cuando ya estaba a punto de cruzar la puerta de mi despacho, me volví sin pensarlo. Me preguntaba si debía ir a echar un vistazo al nuevo prototipo antes de retomar el trabajo más importante. Sabía que el equipo de diseño me mantendría informado sobre el desarrollo, pero la idea de distraerme unos minutos en el laboratorio resultaba tentadora.
Yo había empezado en el laboratorio de diseño. Uno de mis primeros trabajos fue en el departamento de desarrollo de la empresa, diseñando y fabricando piezas de automóvil. Era un trabajo de ensueño para mí. Juan, el director técnico, me adoptó como su protegido. Juan era mi mentor.
Pero, aunque adores tu trabajo, no puedes quedarte en el mismo sitio. Eso acaba con la carrera de cualquiera. No hacía falta que nadie me lo recordase. Era como un perrillo meneando el rabo con tanta fuerza que siempre estaba a punto de partirme la espalda. Y los mandamases se fijaron en mí. Cuando me ofrecieron un ascenso, Juan me llamó a su despacho.
—Bueno —dijo—, ya sabes que si aceptas este puesto, dejarás la investigación y el desarrollo para siempre. Estarás en ventas y gestión. ¿Eso es lo que quieres?
—Lo que quiero es ascender, Juan —respondí entre risas—. ¡Y no pienso esperar a que tú te jubiles para conseguirlo!
Juan me dedicó una tímida sonrisa, pero no dijo nada más.
Después de subir aquel primer escalón en la jerarquía, fui ascendiendo bastante deprisa. En ese momento dirigía todos los proyectos y la producción para nuestro cliente más importante.
Cogí la taza de café y me dirigí hacia el pasillo en dirección al laboratorio. Pero me detuve en seco. Allí no me necesitaban para nada. Dejé la taza en la mesa y me dejé caer en la silla. Encendí el ordenador con brusquedad, abrí un archivo y clavé la mirada en el laberinto de cifras que llenaba la pantalla.
Transcurridas unas horas, acababa de terminar otro informe sobre pérdidas y beneficios y estaba a punto de volver a la bandeja de entrada de mensajes, llena a rebosar, cuando sonó el teléfono. Me costó un par de segundos reconocer la voz de mi madre. Parecía disgustada. «¡Por el amor de Dios! —pensé—. ¿Y ahora qué?» Hacía unos meses que mi madre se interesaba por mi vida más de lo habitual. Y eso empezaba a fastidiarme.
—Siento molestarte en el trabajo, Jonathan, pero esto es importante —dijo—. Acabo de hablar con el primo Julian, y necesita verte enseguida. Es urgente.
«¿A mí? —pensé—. ¿Para qué narices necesitaría verme el primo Julian?»
Para ser sincero, apenas conocía al primo Julian. Además no era primo mío, sino de mi madre. Ella había tenido una relación muy estrecha con Julian y con su hermana Catherine cuando eran niños, pero yo me crié en el otro extremo del país. Los parientes lejanos me interesaban tanto como el periódico de la semana pasada.
La única vez que recuerdo haber visto a Julian fue cuando yo tenía diez años. Estábamos de visita en casa de la prima Catherine, y ella organizó una comida en su casa. No recuerdo si también estaba la mujer de Julian o si ya estaba divorciado. A decir verdad, no recuerdo nada