El pasajero

Jean-Christophe Grangé

Fragmento

cap-2

 

El timbre penetró en su conciencia como una aguja al rojo vivo.

Soñaba con un muro salpicado por el sol. Andaba siguiendo su sombra a lo largo de la pared blanca. El muro no tenía principio ni fin. El muro era el universo. Liso, resplandeciente, indiferente…

El timbre, de nuevo.

Abrió los ojos y descubrió a su lado los números luminiscentes del despertador de cuarzo. Las cuatro y dos minutos. Se incorporó apoyándose en un codo. Buscó a tientas el auricular. Su mano solo encontró vacío. Recordó que se hallaba en la sala de descanso. Se palpó los bolsillos de la bata y dio con el móvil. Miró la pantalla. No conocía el número. Descolgó sin responder.

Una voz resonó en la habitación a oscuras:

—¿Doctor Freire?

No respondió.

—¿Es usted el doctor Freire, el psiquiatra de guardia?

La voz le parecía lejana. El sueño, de nuevo. El muro, la luz blanca, la sombra…

—Sí, soy yo —dijo, finalmente.

—Soy el doctor Fillon. Estoy de guardia en el barrio de Saint-Jean Belcier.

—¿Por qué me llama a este número?

—Es el que me han dado. No le molesta, ¿verdad?

Sus ojos se acostumbraban a la oscuridad. El negatoscopio. La mesa de despacho metálica. El armario de los medicamentos, cerrado con doble llave. La sala de descanso no era más que una consulta en la que habían apagado la luz. Dormía sobre la camilla de examen.

—¿Qué sucede? —masculló al incorporarse.

—Tenemos una historia extraña en la estación de tren de Saint-Jean. Los vigilantes han sorprendido a un hombre alrededor de medianoche, un vagabundo escondido en el taller de engrase, junto a la vía férrea.

El médico parecía tenso. Freire miró de nuevo el reloj: las cuatro y cinco minutos.

—Lo han llevado a la enfermería y luego han avisado a la comisaría de los Capucins. Los policías le han detenido y me han llamado. Lo he examinado allí.

—¿Está herido?

—No, pero ha perdido completamente la memoria. Es impresionante.

Freire bostezó.

—¿No estará fingiendo?

—Usted es el especialista, pero no me lo parece. Se le ve muy… tocado. Completamente ido.

—¿Me llamará la policía?

—No. Una patrulla de la brigada anticrimen le lleva al tipo de camino.

—Gracias —dijo con ironía.

—No bromeo. Usted podrá ayudarle. Estoy seguro.

—¿Ha preparado un certificado médico?

—Lo lleva él. Buena suerte.

El hombre colgó, con prisas por acabar. Mathias Freire permaneció inmóvil. El tono taladraba su tímpano en la oscuridad. Decididamente, no era su noche. La jarana había empezado a las nueve de la noche. En el pabellón de los hospitalizados de oficio, un interno se había cagado en la habitación y se había comido sus excrementos, y luego le había roto la muñeca a un enfermero. Media hora más tarde, en la unidad Oeste, un esquizofrénico se había cortado las venas con unos trozos de linóleo. Freire había supervisado las primeras curas y lo había mandado al Hospital Universitario Pellegrin.

A medianoche volvió a acostarse. Una hora después, otro paciente deambulaba desnudo por el campus, armado con una trompeta de plástico. Habían tenido que administrarle tres viales de sedante para dormirlo y luego calmar a todos los que se habían despertado con el recital. En el mismo momento, un tipo de la unidad de drogodependencias sufrió un ataque de epilepsia. Al llegar Freire, el tipo ya se había mordido la lengua. Le borboteaba sangre de la boca. Fueron necesarias cuatro personas para controlar las convulsiones. En medio del jaleo, el hombre le había robado el móvil a Freire y el psiquiatra tuvo que esperar a que se quedara inconsciente para abrirle los dedos y recuperar el aparato manchado de sangre.

Finalmente, a las tres y media de la madrugada se volvió a acostar. La tregua solo duró media hora, interrumpida por esa llamada sin pies ni cabeza. «Mierda», se dijo.

Se quedó quieto, sentado en la oscuridad. El tono aún resonaba, como una sonda fantasmagórica en la estancia desdibujada.

Se metió el móvil en el bolsillo y se puso en pie. En el movimiento, reapareció el muro blanco del sueño. Una voz de mujer murmuraba: «Feliz…» en español. ¿Por qué hablaba en español? ¿Por qué era una mujer? Sintió el dolor punzante, familiar, en el fondo del ojo izquierdo, que acompañaba todos sus despertares. Se restregó los párpados y acto seguido bebió del grifo del lavabo.

A tientas, abrió la puerta con su pase.

Se había encerrado en la sala, pues el armario de los medicamentos era el grial de la unidad.

Cinco minutos después, pisaba la reluciente calzada del campus. Desde la víspera, la niebla envolvía Burdeos. Una inexplicable niebla espesa y blanquecina. Se alzó el cuello del impermeable que se había puesto encima de la bata. El olor de la bruma, cargada de efluvios marinos, le contrajo las fosas nasales.

Recorrió el paseo central. No se veía a más de tres metros, pero conocía de memoria el escenario. Pabellones de revoque gris, tejados abombados, parterres de césped cuadrados. Podría haber enviado a un enfermero a buscar al recién llegado, pero se empeñaba en recibir en persona a sus «clientes»…

Cruzó el patio central, rodeado de palmeras. Por lo general, esos árboles, recuerdos de las Antillas, le proporcionaban un soplo de optimismo, pero no era el caso esa noche. La capa de frío y de humedad era muy fuerte. Llegó al portalón de entrada, esbozó una señal al guarda y franqueó el umbral del recinto. Aparecieron los policías. El girofaro daba vueltas lentamente, en silencio, como un faro en el confín del mundo.

Freire cerró los ojos. El dolor latía bajo los párpados. No le daba importancia alguna a esa sensación, puramente psicosomática. Durante todo el día curaba sufrimientos mentales que repercutían en el cuerpo. ¿Por qué no iba a ser así en su propio organismo?

Abrió los ojos de nuevo. Un primer agente salió del vehículo, acompañado de un hombre vestido de civil. Comprendió por qué el médico que le había llamado parecía asustado. El amnésico era un coloso. Debía de medir casi dos metros y pesar más de ciento treinta kilos. Llevaba sombrero (un auténtico Stetson texano) y botas camperas de lagarto. Se cubría con un abrigo gris oscuro que le quedaba estrecho y no hacía honor a su corpulencia. En las manos llevaba una bolsa de plástico y un sobre de papel Kraft lleno de documentos administrativos.

El policía avanzó, pero Freire le indicó con una señal que se quedara donde estaba. Se acercó al vaquero. A cada paso, el dolor se hacía más patente, más preciso. Un músculo se le contraía en el rabillo del ojo.

—Buenas noches —dijo cuando estuvo a unos metros del hombre.

No hubo respuesta. La silueta permanecía inmóvil, y se recortaba contra el halo vaporoso de una farola. Freire se dirigió al policía, que se mantenía apartado, con las manos en la cadera, dispuesto a intervenir.

—Todo en orden. Puede dejarnos.

—¿No quiere que le informemos?

—Envíenme el atestado mañana.

El agente asintió, retrocedió y desapareció en el coche, que a su vez se perdió en la niebla.

Los dos hombres se quedaron cara a cara, separados solo por unos retazos de vapo

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