Siete agujas de coser (Siete agujas de coser 1)

Lucía Chacón

Fragmento

Madrid, verano de 1991

Cuando ocupé mi asiento en el avión, aún conservaba esa sonrisa tonta que se me había dibujado en la cara unas horas antes. Pagar 8.000 pesetas por exceso de equipaje y sentirme la mujer más ligera del mundo hasta me pareció divertido.

Empecé a notar algunas miradas indiscretas así que, sin dejar de recrearme en esa desconocida y placentera sensación, aparté la idea de la cabeza y adopté una expresión más acorde con lo que tenía por delante: estábamos listos para despegar.

A punto de elevarme a 30.000 pies sobre el suelo, justo en ese preciso instante, me di cuenta de que estamos formados por retales, que cada uno de nosotros toma y deja algo en los demás y que la trama de nuestras vidas se teje con madejas de todos los colores.

Plegué la mesita del asiento delantero, cerré los ojos y, mientras el avión recorría la pista preparándose para el despegue, como en una película, las imágenes de mis últimos meses en Madrid se fueron sucediendo vívidamente ante mí.

Me vi entrando en aquella academia buscando cómo ocupar mi escaso tiempo libre, encontrar algo que me distrajera de una existencia anodina. ¿Cómo iba a sospechar entonces que aquellas mujeres, que tan generosamente me abrirían su corazón para compartir vivencias, historias pasadas, risas y alguna lágrima aguja en mano, cambiarían mi vida para siempre?

Recordé aquella primera tarde, cuando encontré a doña Amelia en la puerta con los labios pintados del carmín más rojo que se pudiera encontrar en la planta baja de El Corte Inglés, con un porte que dejaba entrever su origen y que hacía que te preguntaras qué hacía allí. A su lado estaba Julia, con los ojos más vivos que jamás he visto, menuda y nerviosa, con un entusiasmo del que era imposible escapar.

Cada una de las puntadas que he dado desde aquel día se han convertido en los pasos que me han guiado hacia el destino que yo sentía que la vida me negaba y que ahora se presentaban ante mí como un camino cierto que debía seguir.

Pero empecemos por el principio: en la vida, como en la costura, las prisas nunca son buenas.

Invierno 1990

INVIERNO

1990

Capítulo 1

1

Todos tenemos un sueño y Julia acariciaba el suyo desde hacía mucho tiempo. Empezó a alimentarlo de pequeña cuando, sentada a los pies de Nati, su madre, jugaba con unos retales a hacerle ropita a una Mariquita Pérez que en su casa no se podían permitir. La muñeca era un regalo de doña Amelia, la señora más amable de todas las que encargaban trabajos de costura a su madre.

Corrían los años cincuenta en un Madrid de posguerra que intentaba levantar cabeza. Las habilidosas manos de Nati y su inquebrantable espíritu de lucha hicieron que nunca le faltara el trabajo entre las señoras del barrio de Salamanca, siempre deseosas de lucir impecables y novedosos diseños.

La costura mantenía a aquella familia y pagaba los medicamentos que su padre enfermo necesitaba. Julia no conocía otra vida, trabajo duro, sacrificio y la certeza de que ella compartiría el mismo destino que su madre, de quien aprendió el oficio desde bien jovencita. Sin embargo, ella se permitía soñar. Se perdía entre los pasillos de las tiendas de telas, se imaginaba vestida con los tejidos más finos y se veía de mayor, viviendo en una casa elegante, como aquellas que en ocasiones visitaban juntas. La mayoría tenía una puerta de madera labrada en cuyo centro había siempre una mirilla de bronce que la mantenía alerta, inmóvil y en silencio hasta que la oía deslizarse. Tras la puerta, una asistenta sobriamente vestida, que casi nunca sonreía, las conducía a una salita donde ambas permanecían de pie, cogidas de la mano hasta que aparecía la dueña de la casa.

Casi todas las señoras eran mujeres estiradas y secas en el trato. Sin embargo, doña Amelia, algo más joven que las demás, era amable y siempre le ofrecía algún dulce. Entonces, como si se tratara de una ceremonia, Julia se volvía hacia su madre hasta que esta asentía con la cabeza dando su aprobación. Así pasaba el rato, entretenida mientras observaba cómo con cada prueba las prendas iban cobrando vida y cómo Nati, con un acerico en la muñeca, iba marcando una pinza, entallando una cintura, cogiendo un bajo... Le fascinaba descubrir cómo una pieza de tela podía convertirse en un vestido con vuelo, de esos que te hacen querer girar sin parar, sus favoritos; o mejor aún, los que llegaban hasta el suelo, esos que parecían propios de una princesa y atraían las miradas de todos los presentes.

Sin duda, aquellos años entre hilos y tejidos fueron un estímulo para desarrollar su creatividad y el germen de una idea que iría tomando forma como lo hacían las prendas, prueba tras prueba. Pero la vida de Julia aún tendría que experimentar muchos cambios y todos ellos, desafortunadamente, ocurrieron más deprisa de lo que hubiese querido.

Su padre falleció poco después de que ella cumpliera los quince, tras pasar años en cama aquejado de una dolencia pulmonar que tardaron en diagnosticar como tuberculosis. La enfermedad estaba muy avanzada, los antibióticos escaseaban y no eran baratos. Era vital asegurar la continuidad del tratamiento para poder curarle, y aunque Nati se afanara en conseguirlo y Julia echara horas fregando las escaleras de algunas comunidades de vecinos, no les fue fácil.

Después de la muerte de su padre, Julia dedicó cada vez más tiempo a ayudar a su madre con los arreglos que le llegaban. Por fortuna no les faltaban los encargos y aprendió muy rápido un oficio que cada vez la absorbía más.

Comenzó a servir en casa de doña Amelia al cumplir dieciséis años, cuan

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