Mi hermano

Jamaica Kincaid

Fragmento

cap-1

 

Cuando volví a ver a mi hermano, después de mucho tiempo, él yacía en una cama del hospital Holberton, en el pabellón Gweneth O’Reilly, y, según habían dicho, se estaba muriendo de sida. No había nacido en ese hospital. De los cuatro hijos de mi madre, era el único que había nacido en casa. Recuerdo ese día. Yo tenía trece años. Acabábamos de cenar —una cena consistente en pescado hervido y pan con mantequilla— cuando mi madre me envió a buscar a la comadrona, una mujer a la que llamaban enfermera Stevens y que vivía en la esquina de las calles Nevis y Church. Era una mujer grandota; las dos mitades de su trasero se bamboleaban arriba y abajo a cada paso que daba, y caminaba muy despacio. Cuando fui a llevarle el recado de que mi madre la necesitaba para que la asistiera en el nacimiento de mi hermano, ella también estaba acabando de cenar y me dijo que iría en cuanto hubiera terminado. Mi hermano nació en mitad de la noche del día 5 de mayo de 1962. Al nacer tenía la piel de color amarillo rojizo. No sé cuánto pesó, porque cuando nació no lo pesaron. Aquella noche, naturalmente, nuestra rutina cotidiana se alteró por completo: la rutina de mis otros dos hermanos y yo acostándonos, nuestro padre saliendo a dar un paseo hasta un puente cercano al parque —un paseo que le había recomendado el médico para combatir sus problemas digestivos y cardiacos—, la oscuridad impenetrable de la noche cayendo sobre las calles sin alumbrado público, nuestro padre volviendo de su paseo, un perro ladrando al oír sus pasos, el ruido de la puerta al abrirse y cerrarse con llave tras él, el chasquido de su dentadura postiza cuando la metía en un vaso de agua, sus ronquidos y, luego, la llegada de una nueva mañana. A nosotros nos llevaron a las casas de los vecinos. No recuerdo exactamente a qué casas enviaron a mis otros hermanos. A mí me mandaron a la de una amiga de mi madre, una mujer cuya hija de seis años enfermó no mucho después de la noche en que nació mi hermano y murió en brazos de mi madre camino del médico, exhalando su último suspiro mientras cruzaban el mismo puente que mi padre recorría durante su paseo nocturno. Fue la primera persona que murió en brazos de mi madre; no mucho después, una mujer que vivía al otro lado de la calle, la señorita Charlotte, murió en brazos de mi madre mientras ella intentaba aliviarle el dolor causado por un infarto. 

Oí el primer llanto de mi hermano y luego hubo cierta discusión acerca de qué hacer con la placenta, pero no recuerdo qué se decidió finalmente, solo que dejaron secar un trocito y se lo prendieron con alfileres por dentro de la ropa a modo de talismán para protegerlo de los malos espíritus. Lo enfundaron en una camisita que había confeccionado mi madre, que como ya tenía otros dos niños pequeños —mis otros hermanos, uno de casi cuatro años, el otro de casi dos—, no había podido dedicarle a esa prenda la misma atención que tenía por costumbre y que incluía bordados y lavados especiales del tejido de algodón. Mi hermano tuvo que llevar camisitas más sencillas y sin adornos. Lo envolvieron en una manta y lo pusieron junto a ella, y ambos se quedaron dormidos. Aquel mismo día, al amanecer, mientras los dos dormían, él acurrucado junto al cálido cuerpo de su madre, una marabunta de hormigas rojas entró por la ventana y lo atacó. Mi madre se despertó con el llanto de su hijo y, al mirarlo, se lo encontró cubierto de hormigas rojas. De haber estado solo lo más probable es que lo hubieran matado. Nadie le contó nunca a mi hermano este incidente, y todos los miembros de mi familia lo olvidaron, excepto yo. Un día, durante su enfermedad, mientras mi madre y yo estábamos de pie junto a su cama mirándolo —él dormía y no sabía que estábamos allí—, le recordé a mi madre lo de aquellas hormigas que habían estado a punto de devorarlo, y ella me miró entrecerrando los ojos, recelosa, y dijo: «¡Qué memoria tienes!». Ese es quizá el rasgo que menos le gusta de mí. Pero yo solo me preguntaba si significaba algo el hecho de que unos seres diminutos provenientes del exterior hubieran estado a punto de matarlo al poco de nacer, y que en ese momento unos seres diminutos lo estuvieran matando atacándolo desde el interior de su cuerpo. No creo que signifique nada; eso es algo que solo se le podía ocurrir a una mente como la mía. 

Aquel jueves por la noche, cuando me enteré de lo que le pasaba a mi hermano, por teléfono y gracias a una amiga de mi madre, porque en esa época mi madre y yo no nos hablábamos (ese no hablarnos es un fenómeno que tiene vida propia, es como un extraño organismo cuyas leyes de supervivencia nadie ha podido descifrar todavía; mi madre y yo nunca sabemos cuándo vamos a dejar de hablarnos ni cuándo vamos a volver a dirigirnos la palabra), yo estaba en mi casa, en Vermont, concentrada en el bienestar de mis hijos, concentrada en el bienestar de mi marido, concentrada en mi propio bienestar. Cuando hablé con esta amiga de mi madre, me dijo que a mi hermano le pasaba algo y que mejor llamara a mi madre para averiguar de qué se trataba. «¿Qué ha pasado?», le pregunté. Ella contestó: «Llama a tu madre». Se lo pregunté tres veces, con esas mismas palabras, y las tres veces obtuve la misma respuesta. Y entonces dije: «Tiene sida», y ella dijo: «Sí». 

Si me hubiera dicho que había sufrido un terrible accidente de coche, o si me hubiera dicho que le habían diagnosticado inesperadamente un cáncer fatal, me habría sorprendido, porque no conducía —eso lo sabía— y... ¿cuáles son las causas de un cáncer fatal? No lo sé. Pero la vida que llevaba mi hermano era la típica, según parece, de las personas que contraen el virus del sida: tomaba drogas (que yo supiera con certeza, marihuana y cocaína) y mantenía relaciones sexuales con muchas personas distintas (que yo supiera, todas mujeres). Era descuidado; no me lo imaginaba tomándose la molestia de comprar o utilizar un condón. Este es un juicio hecho un poco a la ligera, porque no conozco demasiado bien a mis hermanos, pero estoy casi convencida de que usar un condón suponía para él un engorro que no estaba dispuesto a asumir. Una vez, hace unos años, mientras visitaba a mi familia —es decir, a la familia con la que me crie—, me senté en su cama, en la casa en la que vivía solo, una casa que estaba a dos pasos de la de nuestra madre, donde ella vivía con otro de sus hijos, un hombre hecho y derecho, y le dije que utilizara condones siempre que mantuviera relaciones sexuales con alguien, fuese quien fuese; le dije que debía protegerse contra el virus VIH, y él se rio de mí y me respondió que nunca se contagiaría de algo tan estúpido («Mí no voy a pillar esastupidez, tía»). Pero puede que yo le pareciera una persona ridícula. Llevaba tanto tiempo viviendo lejos de mi hogar que me costaba entender el inglés que él hablaba y siempre le tenía que pedir que me repitiera las cosas; yo ya no hablaba el mismo inglés que él, y cuando le decía algo, se me quedaba mirando y a veces se reía de mí abiertamente. «Hablas raro», me decía. Y había otra cosa más: yo no estaba gorda. Después de veinte años sin verme, él esperaba que estuviera gorda. En el lugar del que procedemos, la mayoría de las mujeres engordan siendo todavía relativamente jóvenes; lo que se lleva y gusta es ser una mujer gorda. 

Cuando vi a mi hermano postrado en la cama del hospital, muriéndose a causa de la enfermedad, tenía los ojos cerrados y estaba dormido (o

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