Tu segunda vida empieza cuando descubres que solo tienes una

Raphaëlle Giordano

Fragmento

cap-1

1

Las gotas, cada vez más gruesas, se estrellaban contra el parabrisas. Las escobillas chirriaban y yo, apretando el volante con las manos, en mi fuero interno chirriaba también… Al poco, caía tal tromba de agua que instintivamente levanté el pie del acelerador. ¡Solo me faltaba tener un accidente! ¿Acaso habían decidido los elementos aliarse contra mí? Toc, toc… Noé, ¿a qué viene este diluvio?

Para evitar los atascos del viernes por la tarde, había decidido circular por carreteras secundarias. Cualquier cosa antes que meterme en los grandes ejes viarios sobresaturados y soportar la tortura del efecto acordeón. ¡No tenía la menor intención de convertirme en Yvette Horner, la acordeonista que acompañaba la caravana del Tour de Francia! Mis ojos intentaban en vano descifrar las señales de tráfico mientras, allá arriba, la panda de dioses se lo pasaba en grande echando todo el vaho que podía sobre mis cristales solo para ponerme más nerviosa. Y, por si fuera poco, el GPS decidió de repente, en medio de un bosque oscuro, que él y yo no seguiríamos viajando juntos. Un divorcio tecnológico con efectos inmediatos: yo avanzaba en línea recta y él daba vueltas en redondo. ¡Así no había manera de entenderse!

No está de más decir que, del lugar de donde venía, los GPS no regresaban. O, al menos, no lo hacían indemnes. El lugar de donde venía era ese tipo de zona olvidada por los mapas, donde estar allí significaba estar en ninguna parte. Y sin embargo…, había un pequeño complejo de empresas, un agrupamiento increíble de SRL (Sociedades Raramente Lucrativas) que para mi jefe debía de representar un potencial comercial suficiente para justificar mi desplazamiento. Aunque quizá había otra razón menos sustanciosa. Desde que me había concedido la semana laboral de cuatro días, yo tenía la desagradable impresión de que me hacía pagar ese beneficio asignándome las tareas que los demás no querían hacer. Lo cual explicaba por qué me encontraba en un armario con ruedas recorriendo las carreteras de los grandes suburbios parisinos y ocupada en tales minucias.

«Vamos, Camille…, ¡deja ya de darle tantas vueltas y concéntrate en la carretera!»

De repente, un estallido… Un estallido aterrador que me aceleró el corazón a ciento veinte pulsaciones por minuto y que me hizo dar un bandazo que no pude controlar. Me di con la cabeza contra el parabrisas y, curiosamente, constaté que aquello de ver pasar la vida ante tus ojos en dos segundos no era un cuento chino. Durante unos instantes permanecí aturdida. En cuanto recobré del todo la consciencia, me toqué la frente… Nada viscoso. Tan solo un buen chichón. Reconocimiento relámpago… No, no detecté ninguna otra parte dolorida. Había sido más el susto que los daños, ¡menos mal!

Salí del coche cubriéndome como podía con la gabardina para comprobar los desperfectos: una rueda pinchada y una aleta abollada. Pasado el primer susto, el miedo dio paso al cabreo. «¡Menuda nochecita!» ¿Era posible acumular tantos contratiempos en un solo día? Me abalancé sobre el teléfono como si fuera un salvavidas. ¡No había cobertura, por supuesto! La verdad es no me sorprendió, lo cual demostraba hasta qué punto estaba resignada a mi mala suerte.

Los minutos transcurrían. Nada. Nadie. Sola, perdida en aquel bosque desierto. Noté que me invadía la angustia, resecándome aún más la garganta ya deshidratada.

«¡No cedas al pánico y muévete! Seguro que hay casas por aquí…»

Abandoné entonces mi habitáculo protector para enfrentarme resueltamente a los elementos, no sin antes haberme puesto el favorecedor chaleco reflectante. ¡Qué se le iba a hacer! No quedaba otra que resignarse… De todas formas, para ser sincera, me traía sin cuidado lo glamuroso de mi aspecto, dadas las circunstancias.

Al cabo de unos diez minutos que me parecieron una eternidad, llegué ante la verja de una casa. Pulsé el timbre del videoportero como si marcara el número de urgencias.

Un hombre me respondió en ese tono falso, el de detrás de las puertas, que se reserva a los pelmazos:

—¿Sí? ¿Qué desea?

Crucé los dedos: ¡ojalá los lugareños fuesen hospitalarios y algo solidarios!

—Buenas noches… Siento molestarlo, pero he tenido un accidente de coche en el bosque, detrás de su casa… Se me ha pinchado una rueda y mi móvil no tiene cobertura. No he podido llamar al serv…

El ruido metálico de la verja abriéndose me hizo dar un respingo. ¿Qué había convencido a ese buen hombre de que me diera asilo, mi mirada de cocker desamparado o mi aspecto de náufraga? Daba igual. Entré sin pedir explicaciones y descubrí una casa magnífica, rodeada de un jardín tan bien concebido como cuidado. ¡Una auténtica pepita de oro en medio del lodo aurífero!

cap-2

2

Al final de la alameda, los peldaños de la entrada se iluminaron y la puerta se abrió. Una silueta masculina de figura imponente avanzó hacia mí bajo un inmenso paraguas. Cuando tuve al hombre delante, me fijé en su rostro alargado y armonioso, de facciones bastante marcadas. Uno de esos a los que les sienta bien la edad, un Sean Connery a la francesa. Advertí la presencia de dos hoyuelos que, a modo de comas, enmarcaban una boca en aposición realzada por unas comisuras risueñas, lo que, en la sintaxis de su fisonomía, le daba, de entrada, un aire simpático. Un aire que invitaba al diálogo. Debía de haber entrado en la sesentena como quien llega a la casilla «cielo» jugando a la rayuela: con los pies juntos y con actitud serena. Sus ojos, de un hermoso gris clarísimo, despedían destellos traviesos, como dos canicas a las que un niño acabara de dar lustre. Tenía una bonita cabellera, canosa pero asombrosamente tupida para su edad, con solo una ligera entrada delante, una fina llave horizontal en la frente. Una barba muy corta, tan bien arreglada como los jardines circundantes, abría las comillas de un estilo cuidado que se extendía a toda su persona.

Me invitó a seguirlo hasta el interior. Tres puntos suspensivos en mi examen mudo.

—¡Entre! ¡Está calada hasta los huesos!

—Gracias… Es usted muy amable. De nuevo, le pido disculpas por molestarlo.

—No es necesario. No pasa nada. Venga, siéntese, voy a buscarle una toalla para que se seque un poco.

En ese momento, una mujer elegante, que supuse que era su esposa, vino hacia nosotros. La gracia de su bello rostro se vio momentáneamente alterada por el fruncimiento de cejas que reprimió al verme penetrar en su hogar.

—¿Algún problema, cariño?

—No, no, ninguno. Esta señora ha tenido un accidente de coche y en el bosque no tenía cobertura. Solo necesita llamar por teléfono y reponerse.

—Ah, claro, claro.

Al ver que estaba helada, me ofreció amablemente una taza de té que yo acepté sin hacerme de rogar.

Mientras ella desaparecía en la cocina, su marido bajó la escalera con una toalla en la mano.

—Gracias, es usted muy amable, señor…

—Claude, mi nombre es Claude.

—Ah… Yo me llamo Camil

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