Cuadernos de Lanzarote II (1996-1997)

José Saramago

Fragmento

1 de enero de 1996

Enfrente de casa hay un morro a cuya cima se llega por una cuesta suave, pero que, del otro lado, baja abruptamente sobre la planicie que se extiende hasta el mar. Es el Pico de la Tejada, que de pico sólo tiene el nombre, tal vez resto de épocas más altivas. En tiempos pasados hubo allí un caserío, unas pocas viviendas toscas rodeadas de cactus, con sus dulcísimos higos chumbos, algún molino de viento, una tierra pedregosa, descolorida, como huesos viejos que el sol tarda en deshacer. En general, el paisaje que hoy se ve desde allí es oscuro, con el suelo cubierto de trozos de lava triturada por las estaciones, una vegetación rala y poco crecida, amarillenta, de lejos casi invisible, continuamente sacudida por el viento. Los muros bajos de piedra seca ya no dividen las antiguas parcelas donde se cultivaba el trigo, la patata, el tomate. Ahora representan la figura de un tablero de ajedrez mal dibujado donde los reyes, los alfiles y los caballos pasaron a mejor vida y donde los peones emigraron para ganarse el pan en el turismo de la costa. Ha llovido con abundancia estas semanas. Como siempre, por todas partes, reverdecen en seguida las hierbas, aunque todavía sobriamente, como si en las savias llevasen mezclada algo de la negrura calcinada de la tierra. Voy allí de vez en cuando, si más largos paseos no me apetecen, y creía conocer el morro paso a paso, con sus restos de viejos muros donde se esconden, rápidas, las lagartijas, y donde escuálidos arbustos luchan contra la ventolera, pero hoy, en una hondonada, descubrí dos aljibes que antes siempre me habían parecido simples amontonamientos de antiguos escombros. Subí a los techos abovedados y escudriñé por los resquicios de las piedras mal ajustadas. Había agua en el interior, un agua verde, inmóvil. No existen fuentes cerca (casi no las hay en la isla), luego aquella agua cayó del cielo, alguna será de estos días, otra del año pasado, otra, quién sabe, estará aquí desde la primera de todas las lluvias recogidas, nadie podría decir desde hace cuánto tiempo. Cuando regreso a casa miro hacia atrás. Allí están los aljibes, tranquilos como una ruina, indiferentes al desierto en que los abandonaron. Viéndolos así, guardando lo que les fue confiado, comprendí la razón de por qué a estas cisternas también las llamamos arcas de agua. Al decir arca, al decir agua, estamos diciendo tesoro.

2 de enero

De El Hierro, la isla más pequeña y occidental del archipiélago, me llega carta de un profesor de primaria que firma, simplemente, Antonio. Es otra joya para la caverna de un Alí Babá que nunca ha robado nada a nadie, pero a quien le ha sido dado, a manos llenas, lo que en el mundo existe de más precioso: buenas palabras. Ésta es la carta, en español, tal como fue escrita, para que mejor se entienda:

«Usted no me conoce pero yo le tengo como amigo, así que... Querido amigo Saramago: este que le escribe es un maestro de escuela, un maestro rural de El Hierro, al otro lado del archipiélago. La otra mañana, un domingo, estaba en la escuela haciendo algunos trabajos y se me ocurrió poner la tele y mira por dónde me encontré con usted. Yo no tengo televisión, no la echo en falta, aunque si supiera con certeza que de vez en cuando sale usted o tanta gente que está en mi devocionario particular, seguro que la vería. Yo ya había leído por ahí que usted vivía en Lanzarote y no sé cómo explicar que sentí una especie de orgullillo al saber que está tan cerca, en esta variopinta tierra y alma canaria. Y nunca pensé, claro, que una tarde como ésta, de niebla, como es frecuente en este norte herreño, me iba a poner a escribirle. Un día releeré los memoriales del convento, los levantados del suelo, las muertes de Ricardo Reis, las historias del cerco de Lisboa, las balsas de piedra y las seguiré compartiendo con mi hermana Paz y con mis amigas María Luisa y Milagros, también maestras, en Granada, de donde yo procedo. Un domingo, hace un par de años, cogimos el coche y la balsa de piedra y nos fuimos derechos a Venta Micena y Orce. Estábamos en comunión tras haber leído su libro.

»No pretendo alabarle más de lo que ya lo han hecho, ni quitarle con la lectura de mi carta tiempo para su escribanía, sólo quería agradecerle su invitación, su poesía, su sentimiento, su ironía, agradecerle que escriba y desearle salud y vida para que lo siga haciendo, en Lanzarote o en el querido Portugal.

»Le voy a contar una cosilla: en el año 91 yo pasé, viajando en bicicleta, por Rumanía. Allí, concretamente en la ciudad transilvana de Cluj, en la plaza, en un mercado de libros vi el suyo Pluta de piatra. Casi me da un grato soponcio.

»Ahora le voy a pedir un pequeño (o grande) favor. Una de estas amigas que le cito (María Luisa) ya ha leído todo lo que en las librerías españolas hay de usted (y de Pessoa). Cuando estuvo usted en Mollina (Málaga) quería que fuésemos a verle, habla de usted con devoción y admiración. No me puedo imaginar la sorpresa (es poca palabra) y la alegría que se llevaría si recibiera de su mano una simple carta, una postal, puede que una foto dedicada... Por mi parte aquí estoy “peleando” con veintiún niños de cuatro a nueve años.»

Para sí mismo Antonio no pide nada, ni siquiera me dice dónde vive, pero me da la dirección de su amiga María Luisa. Voy a tener que pasar por Granada si quiero llegar hasta El Hierro...

3 de enero

El último número de la revista norteamericana The New Yorker publica una crítica de George Steiner a un libro, publicado por Carcanet Press, sobre el centenario de Pessoa. Ahí se dice, para terminar: «Los editores incluyeron dos entrevistas imaginarias póstumas, pero les faltó lo mejor en esta materia. El año de la muerte de Ricardo Reis, de José Saramago, que fue traducido en 1991 por Giovanni Pontiero, es una de las grandes novelas de las letras europeas recientes. Habla del regreso de Ricardo Reis, procedente de Brasil, a la patria, habla del fascismo en Lisboa, habla del encuentro entre Reis y su fallecido creador. Acerca de Pessoa y de sus contradictorias sombras, no ha sido escrito nada más perceptivo». Aviso necesario para los comandantes que desde las garitas de control, con binoculares en ristre y silbato en la boca, vigilan las playas y los acantilados literarios: no conozco a George Steiner, nunca lo he visto, nunca he hablado con él, en fin, soy inocente...

7 de enero

El día en que comencé estos Cuadernos había comenzado también a escribir lo que acabaría siendo El cuento burocrático del capitán del puerto y del director de la aduana, aprovechando un suceso real de acumulación de funciones del que tuve conocimiento por Ângela Almeida, según dejé escrupulosamente consignado, para no retirarle la virtud a quien la tiene. Pese a que el resultado del trabajo no me dejó satisfecho del todo, lo envié tiempo después a Pablo Luis Ávila, que me había pedido un trabajo inédito para un libro de homenaje al profesor Césare Acutis, de la Universidad de Turín. La obra, con el título Claridad alarmada, salió uno de estos días, gracias a lo cual, ya

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