Las palabras que confiamos al viento

Laura Imai Messina

Fragmento

Advertencia

Advertencia

Para la transcripción de los términos japoneses, se ha empleado el sistema Hepburn, según el cual las vocales se leen igual que en castellano y las consonantes como en inglés.

Cabe señalar además que:

g corresponde a un fonema velar sordo, como en gato, goma o guante

h es aspirada

j es una africada sonora que podría estar entre la ll de lluvia y la ch de chocolate, pero que no existe en español estándar

s siempre es sorda, como en sábado, mesa o estrella

sh es fricativo como la ch en algunas variantes del español

u precedida de s y ts (su y tsu) es casi muda y se ensordece

w se pronuncia como una u breve

y es consonántica, como casi siempre en español, por ejemplo, en yema o mayo

z es una s sonora, que no se da en español

Se mantiene el signo diacrítico o macrón en las vocales sujetas a alargamiento. Siguiendo la convención japonesa, el apellido precede al nombre.

Esta historia está inspirada en un lugar que existe realmente, en el nordeste de Japón, en la prefectura de Iwate.

Un día, un hombre instaló una cabina telefónica en el jardín de su casa, a los pies de Kujirayama, la montaña de la Ballena, justo al lado de la ciudad de Ōtsuchi, uno de los lugares más afectados por el tsunami del 11 de marzo de 2011.

En su interior hay un viejo teléfono negro, sin conexión, que transporta las voces en el viento. Miles de personas acuden cada año en peregrinación.

Es un tránsito de formas de una vida

Es un tránsito de formas de una vida

a otra. Un concierto en el que

sólo cambia la orquesta.

Mas la música permanece, está ahí.

MARIANGELA GUALTIERI

Despierta, cierzo;

acércate, ábrego;

soplad en mi jardín,

que exhale sus aromas.

Entre mi amado en su jardín

y coma sus frutos exquisitos.

Cantar de los Cantares 4, 16

Por eso, no entregues con prisas el amor.

Kojiki

Prólogo

Prólogo

Un remolino de aire azotó las plantas del inmenso jardín escarpado de Bell Gardia.

La mujer levantó instintivamente el codo para protegerse la cara, encorvó la espalda. Aunque al instante volvió en sí, se puso derecha.

Había llegado antes del alba, había visto cómo empezaba a clarear aunque el sol permanecía oculto. Había descargado del coche los voluminosos sacos: el rollo de cincuenta metros de plástico grueso, la cinta aislante, diez cajas de tornillos de gancho para clavar en el suelo y un martillo con empuñadura de mujer.

En Conan, el enorme almacén de ferretería, un vendedor le había pedido que por favor le mostrara la mano; era para medirle la palma, pero ella se había sobresaltado.

Se había acercado rauda hasta la cabina telefónica, le había parecido fragilísima, de algodón de azúcar y merengue, como si la hubieran probado una cantidad incalculable de dedos. El viento arreciaba, no había tiempo que perder.

Se habían pasado dos buenas horas trabajando sin pausa en la colina de Ōtsuchi; ella, envolviendo con lonas la cabina, el banco, el cartel de entrada y el pequeño arco que anunciaba el sendero, y el viento, que no había parado de embestirla.

A veces, inconscientemente, se fundía consigo misma en un abrazo, como llevaba años haciendo cuando la emoción la desbordaba, pero luego siempre volvía a ponerse de pie, estiraba la espalda y se plantaba desafiante frente al cúmulo de nubes que ya cubría completamente la colina.

Sólo al final, cuando casi creyó notar en la boca el sabor del mar, como si el aire hubiera subido y hubiese invertido el mundo, se había detenido. Con las suelas ya llenas de tierra, se había sentado exhausta en el banco, envuelto como un gusano de seda.

Si el mundo caía, se dijo, ella caería con él; pero si existía al menos una posibilidad de mantenerlo en pie, aunque fuera en un equilibrio precario, emplearía hasta la última pizca de energía que le quedara para evitarlo.

A sus pies, la ciudad seguía durmiendo. Alguna que otra lamparita encendida coloreaba las ventanas, pero el ciclón era inminente y la mayoría había cerrado los postigos y protegido las persianas con listones de madera. Algunos habían colocado sacos de arena delante de las puertas, para evitar que la furia del viento las derribara e inundara las habitaciones.

Sin embargo, Yuri parecía indiferente a la lluvia, a aquel cielo bajo que le llegaba hasta los zapatos. Observó su obra: las velas de plástico y cinta adhesiva con las que había vendado y sujetado la cabina, el banco de madera, las losas en fila india del sendero, el arco de entrada y el cartel donde se leía TELÉFONO DEL VIENTO.

Todo estaba cubierto de tierra y de gotas. Si el ciclón también derribaba o arrancaba algo, ella se quedaría allí, dispuesta a ponerse de nuevo manos a la obra.

Ni siquiera se le pasó por la cabeza lo más elemental, es decir, que la fragilidad no residía tanto en las cosas como en la carne, que los objetos materiales pueden repararse y sustituirse, pe

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