El viento en la cara

Saphia Azzeddine

Fragmento

cap-1

1

—A diferencia de ustedes, yo no hablaré en Su nombre. Aun así, tengo una intuición. Ustedes adoran a Dios, pero Él los detesta.

Un aluvión de protestas se elevó en la sala de audiencias hasta cubrir la voz grave del juez, que reclamaba silencio. Silencio inmediato. Silencio absoluto, su preferido. Silencio que aquel día no volvió a hacerse y que lo obligó a suspender la sesión.

Yo iba a perder ese juicio, por supuesto. No me lo tomaba como un juicio contra mí, sino como una farsa más en mi país ya muerto, pero al que nadie se atrevía a decírselo. Dejaba que aquellos miserables vestidos de blanco y con la frente orgullosamente tatuada se desgañitaran pronunciando discursos anquilosados, escupiéndolos con la energía del odio, propia de quienes aborrecen a las mujeres porque no son hombres. Yo refutaba todos los cargos que pesaban sobre mí, pues no me consideraba actriz de mi vida. Me la habían confiscado al nacer.

Inmediatamente después del parto, habrían podido predecirse las múltiples y variadas perrerías que iban a sembrar mi existencia. En lugar de ser acogida por las aclamaciones del vecindario tras una interminable espera en la habitación de al lado, mi padre dispersó a la multitud con un lacónico «Hágase la voluntad de Alá» y puso fin a los festejos. En el umbral, la partera, con el semblante luctuoso, también estaba dolida conmigo por no ser varón; le hacía perder una estupenda ocasión de ser agasajada. Con tan solo una hora de vida ya me acusaban por mi sexo. Aun así, no imaginaba que sería el origen de tantos males. Nada me ha causado nunca tantos reveses. Pero esta vez, a diferencia de las anteriores, no eran golpes, insultos o humillaciones lo que se cernía sobre mí por haber desobedecido, sino nada más y nada menos que la pena de muerte por lapidación en la plaza pública, una especie de descampado en medio del cual se amontonaban las ruinas de una fuente sin agua. Era una mujer en un país donde más valía ser cualquier otra cosa, y en la medida de lo posible, un pájaro.

Enseguida me había convertido en la atracción del pueblo. No había motivos para enorgullecerse, dada la penosa composición del grupo congregado: canallas al acecho, chusma infecta, frustrados sexuales, pero no solo eso, hombres de fe y de leyes temibles por su necedad y brutalidad, y unas cuantas figuras fantasmagóricas en cuclillas desperdigadas por los rincones de la sala, permanentemente con el alma en vilo, preparadas para salir por piernas. En el momento de mi juicio final, los impostores de lo divino se habían reunido en aquel viejo edificio que solo tenía de oficial el nombre. Los archivadores abarrotados de penas bárbaras iban a explotar sin remedio. Ya no quedaba sitio para un expediente más. Yo era ese expediente y me alegraba de que fuese a desmoronar toda la estantería. Intentaba convencerme de eso al imaginar lo que me esperaba muy pronto, enterrada hasta el cuello, sin poder esquivar con las manos las piedras angulosas que me atravesarían las sienes. Y cuando regresaba al presente y paseaba la mirada por la concurrencia, el castigo me parecía clemente si era el precio que debía pagar para escapar de esa abominable fauna. Me habían metido en una jaula para evitar que me linchasen antes de que acabara el juicio.

Todos los días, pues, la gente se agolpaba en el juicio contra la mujer. Ya nadie se tomaba siquiera la molestia de completarme con un adjetivo. Aquí, cada mujer arrastra un montón de calificativos infaustos, ya sea disoluta, pérfida o manipuladora. Yo encarnaba a todas esas mujeres a la vez. Iba a pagar por todas ellas a la vez. Sola en mi celda, me prohibía llorar. Me obligaba a no dejar que se trasluciera ni un ápice de mi terror, porque este sentimiento, lo confieso, pisoteaba de vez en cuando mi serenidad. Dos hombres disfrazados de guardias me escrutaban la cara para leer la angustia en ella y deleitarse en su contemplación. Dos ignorantes a los que había decidido no facilitar información dándoles la espalda durante el resto del día. De todas formas, había más poesía en la pared de cemento que tenía enfrente que en sus tres ojos enfermos. Uno de ellos era tuerto. La sesión había sido aplazada hasta la mañana siguiente, hacia las diez o las once, quizá las once y media, eso carecía de importancia, ya que el porvenir no les pertenecía desde hacía mucho.

Tumbada en mi cama de barrotes, le suplicaba a Dios que existiera de verdad. Antes de afrontar la noche, y como acostumbraba hacer a diario para retrasar las pesadillas, me regodeé imaginando, sin ninguna humildad, mi llegada triunfal al paraíso. Avanzaba a paso lento hacia la luz, aclamada por una multitud de elegidas. Entre ellas descubría rostros familiares: algunas eran de mi pueblo, a otras las había visto en los periódicos, a veces incluso internacionales. Con idéntico ademán, esparcían a mi paso pétalos de azucena y ramas de vetiver (mis perfumes preferidos), una me cubría los hombros con una abaya de gazar rojo carmín (mi color favorito), otra me ceñía la cabeza con una fina corona de esmeraldas, una niña se agachaba para calzarme unas sandalias bordadas y un hombre, de una belleza deslumbrante, acercaba una mano a mi boca para verter en ella un trago de vino francés. Antes de abrir de nuevo los ojos frente a los dos adefesios que vigilaban mi celda, me permití un delicado beso en los labios carnosos del hombre de la frasca. Así es como empezaban mis noches. El escenario era más o menos idéntico en todas ellas. Pero el sabor de los labios de mi amante siempre era distinto. Y como en mi cabeza todo estaba permitido, embellecía la escena de día en día.

Once de la mañana. El juez me invitó a levantarme. Continuaba actuando como si se tratara de un verdadero juicio: tono solemne, silencios cadenciosos, circunspección exageradamente subrayada. Hacía callar a los asistentes cuando yo tomaba la palabra. Y a su pregunta de si quería un abogado, esta fue mi respuesta:

—No, señor juez, se lo agradezco, pero prescindiré de la defensa. No he hecho nada malo y, por lo tanto, no tengo que defenderme, solo contestarle, y eso porque estoy obligada a hacerlo. Nunca he tenido necesidad de que alguien se expresara por mí. En mi religión existe un principio de igualdad absoluta ante Alá. Únicamente a Él debo rendir cuentas y únicamente Él es apto para juzgarme. Usted puede continuar pretendiendo que Lo representa, pero esa impostura no tiene nada que ver conmigo. Su devoción no me engaña.

Me volví a sentar entre los previsibles abucheos de los presentes en la sala. Pensaba que vendrían a arrancarme del asiento sin dilación para conducirme hasta el agujero de la plaza pública, pero no sucedió nada de eso. El juez dejó que se hiciera un largo silencio y por primera vez no me pareció falso. Mientras la gente manifestaba su indignación por mis palabras alzando hacia el cielo unos índices sucios y, desde hacía mucho, anquilosados, capté en la mirada del juez una especie de malestar. Una emoción inusual parecía embargarlo en el momento en que me volví hacia él. La confusión se prolongó unos segundos más después de que consiguiera tomar de nuevo la palabra e imponer silencio. Siempre el mismo. Absoluto. En definitiva, el único que le habían enseñado. A la ya larga lista de acusaciones que pesaba sobre mí, se añadió el haber pronunciado palabras blasfemas sobre la religión. No lo discutí. Así me ahorraba tener que levantarme otra vez.

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