El mapeador de ausencias

Mia Couto

Fragmento

libro-4

 

Toda mi vida ha sido un ensayo

para lo que nunca ha llegado a suceder.

ADRIANO SANTIAGO

—Todos tenemos dos sombras. Solo una es visible. Sin embargo, hay quienes conversan con su segunda sombra. Y esos son los poetas. Usted es uno de ellos, uno de los que hablan con las sombras.

Todo esto me lo dice el portero a la entrada del salón de fiestas. Agita un libro de poesía y me pide que se lo dedique. Levanto los brazos en señal de amable rechazo:

—No puedo, este libro lo escribió mi padre.

El portero se encoge de hombros sonriendo y murmura:

—Entonces, el autor es usted mismo.

Le escribo la dedicatoria, me convierto en una especie de autor póstumo. Las manos son mías, la letra, la de mi difunto padre. Me dan ganas de abrazar al portero, pero me contengo y deambulo entre las mesas engalanadas del salón. Algunas personas se levantan a saludarme. En la pared del fondo, un cartel con letras enormes reza la siguiente frase: ¡BIENVENIDO A SU CIUDAD, POETA DIOGO SANTIAGO!

Recuerdo las palabras de mi padre. Los honores en tierras pequeñas son como los anillos en los dedos de los pobres: de esos brillos nacen envidias mortales.

Una hermosa mujer camina hacia mí.

—Me llamo Liana Campos, soy la maestra de ceremonias.

Y en su voz se percibe una temblorosa inquietud, como si la revelación de su nombre la dejara desarmada.

Estoy de visita en Beira, mi ciudad natal; he venido invitado por una universidad. Desde que he llegado aquí he visitado escuelas, me he reunido con profesores y alumnos, he hablado con ellos del tema que más me interesa: la poesía. Soy profesor de Literatura, mi universo es pequeño pero infinito. La poesía no es un género literario, es un idioma anterior a cualquier palabra. Eso es lo que he repetido en cada uno de los debates.

En estos días he recorrido los lugares de mi infancia como quien camina por una ciénaga: pisando el suelo de puntillas. Si daba un paso en falso, corría el riesgo de hundirme en oscuros abismos. Esta es mi enfermedad: no me quedan recuerdos, solo tengo sueños. Soy un inventor de olvidos.

Y aquí estoy, en este provinciano salón de fiestas, un hombre tímido y reservado, siendo víctima de un homenaje público. Las paredes están adornadas con flores de plástico y las columnas lucen vistosos lazos de papel de colores. Me han asignado una silla de respaldo alto, una especie de trono burlesco, a la cabeza de la mesa central. Las autoridades, dispuestas en estricta jerarquía a ambos lados de la mesa, me examinan con una mezcla de condescendiente simpatía y depredadora curiosidad.

Nada me cansa más que las celebraciones, con sus interminables conversaciones de circunstancias. Subo al escenario para leer el discurso. El aprieto de leer estas dos páginas es mayor que la dificultad que me supuso escribirlas. Rehíce el texto unas veinte veces. No es que careciera de habilidad. De lo que carecía era de mí mismo. Y ahora decido una intervención improvisada. Estoy enfermo, soy un escritor que ha perdido la capacidad de leer y de escribir. Esta es la confesión de fragilidad que me apetecería hacer en este momento.

Tras los discursos y otras formalidades empiezan los bailes. Liana me hace señas para que baile con ella. Me niego rotundamente. A la primera oportunidad me escabullo hacia la salida y finjo estar ocupado con una llamada. El portero entabla conversación conmigo, frotándose las manos para armarse de valor.

—¿Se ha fijado, señor poeta, en nuestras damas con telas africanas en la cabeza? —me pregunta.

—Me parece bonito —le comento.

—El problema es que esas telas tan africanas esconden el pelo postizo de mujeres chinas. O indias, que será lo más probable.

Me apoyo en la puerta, cierro los ojos y suspiro. Oigo los pasos del portero que se acerca con la delicadeza de un gato. Me pega la boca al oído para superar el volumen de la música.

—¿Está cansado, poeta? —quiere saber el hombre—. ¡Qué quiere que le diga yo, que llevo trabajando aquí más de cuarenta años! Le confesaré una cosa: estas fiestas son como las de los antiguos colonos…

—¿No ha cambiado nada para usted?

—¿Para mí? —El portero pone los ojos en blanco como si buscase una respuesta en la oscuridad—. Lo que ha cambiado es esto: antes, no existía; ahora, soy invisible.

—No se imagina, amigo, la envidia que me da esa invisibilidad.

Liana viene a fumar al vestíbulo y se une a la conversación. El portero se aparta con tanta amabilidad que parece que no se haya movido. La guapa maestra de ceremonias me invita a tomar una copa lejos de este lugar.

—No puedo —me defiendo—. Soy un hombre de incierta edad.

Liana declara, sonriendo, que le gustan las incertezas. Este país, según ella, debería llamarse «incertidumbre». Acabo aceptando su propuesta de fuga. Solo le pido que tome la delantera para no levantar sospechas si nos ven salir juntos. Me demoro unos minutos antes de atravesar el patio. El portero todavía me acompaña unos cuantos pasos más.

—No me gusta entrometerme —me susurra el hombre—, pero, por favor, tenga cuidado con esa mujer.

—¿Por qué?

—Digamos que es un poco rara —dice, mirándose los zapatos.

—¿Cómo que rara? —le pregunto.

—Hay cosas que no se saben explicar —titubea él—. Usted, que es poeta, ¿sabría explicar la poesía?

Me despido y ya me estoy yendo cuando el portero me sugiere que vaya por la acera contraria. Hay un pájaro muerto en mitad de la calle.

—¡Qué curioso! —comenta, dando vueltas al ave con la punta del zapato—. Es un kondo, uno de esos pájaros que anuncian desgracias. Eso significa que la tormenta la ha encargado alguien.

—¿Qué tormenta? —le pregunto.

—Dicen que viene un ciclón. Lo han dicho en la radio.

Puede que el aviso meteorológico sea cierto, pero el portero se equivoca. No hay solo un pájaro muerto en la calle. Una decena de aves, a las que conozco como avemartillos, yace en el asfalto. Una extraña brisa les otorga un soplo de vida, sus plumas oscuras se arremolinan por la calzada.

*

La plaza donde Liana ha dejado el coche ahora está desierta. La chica se apoya en la puerta del vehículo y tiende hacia mi pecho un dedo acusador:

—Antes no has aceptado mi invitación. Dentro has dicho que no sabías bailar. Apuesto a que eres uno de esos que se hacen los patosos solo para llamar la atención. Vamos a bailar aquí, tenemos música, tenemos oscuridad, nos tenemos a nosotros.

Se arrima a mí, me coge de la cintura con sus largos y delgados brazos.

—¿Qué pasa? —me pregunta, sorprendida por mi inmovilidad—. ¿No me digas que no tienes piernas, justo tú, que tanto haces bailar las palabras? Relájate, profesor, el secreto de la danza es olvidarse del cuerpo.

—Hay gente mirando —le advierto.

Liana mueve las caderas, arrullada por la música que sale del salón de fiestas. Sus labios me rozan la cara mientras me susurra:

—Soy negra, nací bailando.

—¿Negra? —Sonrío, incrédulo.

—¿No me crees? —dice Liana—. Dame la mano.

Cedo a regañadientes, le toco el pelo. Una especie de pudor me hace enmendar el gesto.

—¿Lo has notado?

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