Cuerpos

Noemí Casquet

Fragmento

I. Sesenta y nueve

I

Sesenta y nueve

Mercedes me observa mientras acomodo mi culo huesudo en una silla plegable de Ikea. La mesa está un poco coja y se tambalea cada vez que ella apoya los antebrazos. Eso hace que el bajo del mantel lila ondule y se fusione con el terciopelo rojo lleno de ácaros que oculta con disimulo esta trastienda ecléctica de barrio. El sonido de los brazaletes parece el sonajero de las viudas, y en su carmín ajado y en la comisura de sus ojos ya naufragan arrugas. Mercedes vive sus últimos años antes de convertirse en la típica abuela que, si te has quedado con hambre, te fríe un huevo en un momento. Su escote redondeado deja entrever un canalillo preciso y detallado. Qué coño comerían nuestras abuelas para tener semejantes tetas. Qué es lo que no me dieron a mí.

Alguien intenta abrir la puerta acristalada de la entrada, pero el cerrojo le impide acceder. Mercedes suspira. El olor dulzón a palosanto se me pega a la garganta. En la esquina hay un altar con minerales, amuletos, muñecas de trapo y atrapasueños. Una fusión de misticismo que no entiende de fronteras. O quizá es que para Mercedes todo se resume en lo mismo:

—Ruth, para el universo la vida dura sesenta y nueve segundos.

Lo afirma con efusividad y lo repite varias veces: «Sesenta y nueve segundos, Ruth». A mí solo me hace falta que me lo diga una vez para darme cuenta de la rotunda descarga que provoca en mi existencialismo. Mercedes, la mujer que ronda esa edad en la que te ceden el asiento en el bus, la misma que baraja las setenta y ocho cartas del Tarot de Marsella, quien cierra su pequeño negocio de bolas de cristal y predicciones y se marcha a hacerse una ensalada de queso fresco y acelgas para cuidar la línea. Mercedes, cuya fuente empírica es el Feisbú y quien reenvía los Power Point que le llegan al e-mail personal para evitar cinco años de maldición. Sí, lo sé, quizá Mercedes no sea la nota a pie de página que conduce a una bibliografía imposible de un libro ininteligible sobre física cuántica. Pero a veces las frases que te cambian el rumbo no vienen dadas por la ciencia. Y digo «a veces» por ser generosa. Aun así, me parece una broma de mal gusto. Sesenta y nueve. No sesenta y ocho ni setenta. No. Sesenta y nueve. Por un momento me imaginé a Dios comiéndose el enorme coño del universo y viceversa. Nuestro cataclismo resumido en un puto sesenta y nueve entre la luz y la oscuridad. Ya lo decían los chinos: el yin y el yang. Milenios de filosofía ancestral para que la tarotista me diga en una sola frase que mi lamentable existencia, para la que busco lamentables respuestas, es un simple orgasmo de sesenta y nueve segundos. «Oh, sí, no pares». Y obviamente para, y ya está: te vas a tomar por culo.

—¿A qué quieres dedicarle estos sesenta y nueve segundos, Ruth? ¿Qué quieres hacer?

Me sorprende la facilidad con la que Mercedes te empuja al precipicio mientras baraja las cartas con destreza y rapidez. No sabes dónde empiezan sus manos y dónde acaba el cartón que predice mi futuro de mierda. O dónde termina la cordura y empieza la decisión de haber querido adentrarme en esta pequeña tienda de esoterismo que veía cada vez que cruzaba la esquina de mi calle. Por qué ahora. Supongo que estas cosas te llaman, ¿no? O así sucede en las películas. La gitana que lee la mano al protagonista y le avisa de su inminente muerte. La bruja que le da un consejo a esa pobre chica que finalmente conquista al buenorro. Aunque mi vida nunca —y reitero, nunca— ha sido para hacer un filme. Y si lo fuera, sin duda estaría dirigido por Pedro Almodóvar, con esas mujeres tristes que lloran a otras mujeres tristes y se sumergen en un melodrama que hace que te cuestiones si ha llegado el momento de averiguar a qué sabe la lejía. Creo que, siendo totalmente sincera, me he adentrado en el mundo de la clarividencia a los treinta por pura desesperación. Algunos dirán que es por la crisis. Sí, esa de la que todos los millennials hablan cuando les llega la edad de cambiar el número de la izquierda por un tres. Esa que surge cuando te das cuenta de que los nacidos en los 2000 ya rondan la veintena. Y tú te quedas pensando en qué instante la vida pisó el acelerador. En qué momento esas personas han crecido tanto. Sigues obviando que tú ya te tiñes las canas. A menudo se me olvida que tengo treinta años, supongo que es cuestión de acostumbrarse. De repente, voy andando por la calle y me sobresalto porque me acuerdo de que ya he entrado en la treintena. Sin un contexto, sin un porqué. Sin más. ¡Pum! Tres, cero. La hostia es tan precisa como la chancla que me lanzaba mi madre desde la otra punta del comedor cuando me peleaba con mi hermana. El fusil educativo que pretendía encauzarnos en el modelo establecido. Pues bien, debo añadir que salió mal. Todavía recuerdo los botellones de 43 con lima o de Malibú con piña como si fuera ayer. Era capaz de beber JB con Redbull y no morir de un paro cardíaco. Perreaba hasta abajo las canciones de reguetón sin que ninguna parte de mi cuerpo crujiera. «Dónde están las gatas que no andan y tiran p’alante». «E’ un llamado de emergencia, baby». «Quítate tú que llegó la caballota». «Pobre diabla, se dice que se te ha visto por la calle vagando...», y el consiguiente impacto que se creaba cuando te enterabas de que el «pobre diablo» ¡era él! He crecido con la poesía de la calle, con los mensajes de autoayuda que ahogabas en la garganta al son de «Ey, chipirón, todos los días sale el sol, chipirón», cuando acababa borracha en la playa mientras veía el amanecer y me aseguraba a mí misma que la juventud sería eterna, que el presente nunca alcanzaría el futuro. Y fíjate, dice Mercedes que son sesenta y nueve segundos. Y yo, a estas alturas, me lo creo.

—A ver, Ruth, corazón... Me ha salido el Loco.

—¿Y eso qué significa? ¿Es bueno o malo?

—Ni bueno ni malo.

Odio a la gente que no polariza las cosas, que te dice que hay una escala de grises entre el negro y el blanco, como si el mundo se moviera entre el azabache, el pizarra o el ceniza.

—¿Entonces?

—Lo que me dice el tarot es que estás atravesando un momento inestable. —¿Es una novedad? No—. Hay algo que te preocupa, has pasado por una situación muy traumática... Has sido varias personas, como si hubieras estado en otros cuerpos, ¿me entiendes?

Pero ¿y esta señora?

—Debes ser tú, Ruth, debes volver a ti y enfrentarte a todo esto. La energía del Loco es muy juvenil, inmadura, adolescente y, en este caso, te está diciendo que debe morir, que debes deshacerte de esa carga y evolucionar. Déjame que pregunte... —Vuelve a barajar las cartas, flush, flash, y saca otras tres más—. Sí, aham... Bueno, esto..., corazón...

—Dime.

—Has estado castigando tu cuerpo. Drogas, alcohol, fiestas, sexo. Te estás haciendo daño, Ruth, y la muerte te está mirando a los ojos.

No, querida, ahí te equivocas. La muerte me ha atravesado y me ha abierto en canal.

II. El tarot

II

El tarot

Mercedes me analiza con cierto detenimiento y sé que duda si decirme la verdad, aunque sea sin lubricación. Carraspea y se acomoda mientras maldice el tamaño de la silla plegable o la poca eficacia que tienen sus cenas de acelgas y queso fresco. Lleva sobre el pecho una cruz de Caravaca dorada que se mece con sus tetas al ritmo de su respiración pausada. Aprieta los labios finos con fuerza y el pintalabios se agrieta entre sus arrugas. Nuevamente, alguien intenta abrir sin éxito la entrada a esta tienda diminuta y algo desaliñada.

—¡Está ocupado! —grita Mercedes.

Ahoga su impotencia en un suspiro aún mayor que el anterior y me vuelve a mirar con esos ojos tristes que, tal vez, hace años chisporroteaban con vitalidad.

—Ruth, las cartas insisten en que debes encauzar tu vida. Has estado obviando tus problemas durante mucho tiempo y no te has enfrentado a ellos. Esa actitud debe parar. Me sale algo relacionado con tu familia, ¿puede ser?

—No lo sé, puede. —Nunca me gustó dar la razón a la primera de cambio. Esas cosas se ganan.

—Sí, algo con la familia hay. La pérdida de un ser querido, quizá.

Los ojos lagrimosos de Mercedes me apuntan sin demasiado éxito. Ahora quien suspira soy yo.

—¿Esto no es jugar con ventaja? —pregunto.

—¿El qué, corazón?

—Saber la vida privada de tus clientes.

—Ay, cariño, yo puedo conocer cosas que les han pasado a clientes, pero las cartas me dan respuestas precisas a tus preguntas.

—Pero todavía no te he hecho ninguna.

—Claro, corazón, porque estamos con la introducción. Dame un segundo, que sigo con esto y ahora me haces todas las que quieras.

—Pero solo tengo una —insisto.

—Pues me la haces, pero antes debes, por favor, entender lo que te quieren decir las cartas. Organiza tu vida, no puedes seguir viviendo en este caos. Necesitas una estructura, seguir hábitos más saludables, cuidarte, Ruth. Dios mío, cuidarte. Llevas una temporada que no sabes a dónde vas, ni tan siquiera quién eres. Esto es importante, el tarot te está diciendo que debes hacerte las preguntas adecuadas, y ahora es el momento. Deja todo lo que te pese; sigues cargando con la culpa, con sentimientos negativos que no te pertenecen. Te dicen que ya pasó, que los liberes por fin. Insisten con tu salud: estás castigando mucho el cuerpo. Los vicios, Ruth, salen representados por el Diablo. Y, junto con la Luna, tiene relación con una cara oculta tuya, algo que estás escondiendo a los demás. Los vicios te llevan al precipicio, Ruth, te destrozan. Ponles fin, busca ayuda. La necesitas, es el momento. En cuanto al trabajo...

—Te puedes ahorrar esa parte.

—De acuerdo, ¿no quieres escuchar las oportunidades que te van a llegar?

—No.

—Vale, cariño, pues nada. Con el dinero debes...

—Mercedes, siguiente.

—¿El amor te interesa?

El amor... ¿Me interesa? No sé si llamarlo así, creo que está por encima de una palabra construida con cuatro letras, dos consonantes y dos vocales.

—Dime. —Automáticamente, Mercedes sonríe victoriosa. Al fin.

—Hay un hombre, Ruth. Uy, cariño, está muy enamorado de ti. Lo conociste hace unos meses, varias veces. Pero...

—Quién es. Cómo puedo llegar a él.

—Eso no se lo puedo preguntar al tarot.

—¿Por qué?

—No me dará respuestas tan exactas, corazón.

—Pregúntale.

—Ruth, cariño, ándate con cuidado con...

—Pregúntale.

El calor me abrasa el pecho y la conversación nos pilla desprevenidas a las dos. Mercedes me mira con tristeza y juicio, sus ojos se apiadan de mí. No ofrecen cobijo, pero ella insiste.

—Está bien.

Baraja las cartas con inseguridad, se cae una y la guarda. Al cabo de unos segundos vuelve a retomar la misma dinámica y ritmo. Saca cuatro y las pone boca arriba sobre el mantel lila y la mesa coja.

—Lo has conocido..., en varias ocasiones.

—Sí, eso ya me lo has dicho. Qué más.

—Ruth, yo...

—Mercedes, por favor. Dime qué más.

—Si quieres encontrarlo, vuelve al pasado. Esto es lo que intenta decirte el seis de copas. Revive la historia. Ahí encontrarás la respuesta, créeme. No puedo indagar más, Ruth.

—Vale, Mercedes, ya está. Gracias.

Me levanto, cojo mi chaqueta de cuero apoyada en la silla plegable y mi bolso de flecos. Dejo el dinero encima de la mesa y, justo cuando voy a salir, Mercedes me coge de la muñeca. Pronuncia una sola frase:

—Vuelve a tu cuerpo, Ruth.

Durante unos instantes me quedo congelada, como si la gravedad me imposibilitara el movimiento, el vaivén de mis pies que me hace recorrer el espacio temporal. Me frena el aliento y se me hiela la sangre en las venas. La mano fría de Mercedes me sigue apretando con fuerza, tal vez con demasiada para su edad. Siento sus huesos agarrotados por la artritis, y los brazaletes tintinean por el meneo imprevisto. El palosanto se ha apagado y una muñeca de trapo con ojos satánicos me observa colgada en la pared. Volver a mi cuerpo. A cuál. Los restos de una mujer cuya vida ha explotado por los aires, obsesionada con un desconocido. Que todavía siente en su piel la huella de todos los seres que juraron tenerla y se encontraron con una mentira. Quién eres cuando no eres, dime. Dónde estás cuando no estás.

Siento un alivio en la muñeca y la circulación vuelve a recorrerme la carne putrefacta. Pestañeo en exceso; una de las manías que tengo cuando estoy nerviosa. Por más que intente contenerlo, el puto aleteo de los párpados me arrebata la decencia. Trago la saliva acumulada y vocalizo un adiós desvaído.

—Adiós, Ruth. Cuídate, corazón, por favor.

¿Alguna vez has revivido las cosas una y otra y otra vez hasta perder el sentido? Pues bien, aquí están los sesenta y nueve segundos que me hicieron cumplir la que ahora es mi mayor condena.

Esta es la historia de una mujer —de treinta años, joder— que habitó tres cuerpos y se olvidó de volver al suyo.

III. Ruth

III

Ruth

Seis meses antes

Creo que llego demasiado tarde, o demasiado temprano, porque siempre dicen que el tiempo pasado fue mejor. Que el frenesí era más rojo. Cuando las locuras formaban parte de la verdad y las miradas te atravesaban. Antes la gente se desvivía. Las uñas rasgaban la piel desnuda. La valentía se medía por cuán amplia era la sonrisa. Y, en definitiva, el pasado atrapaba las mejores constancias. Tiempo atrás, las vacas volaban y los perros eran verdes. Las palabras danzaban y la sangre seguía latente. La tristeza solo estaba en un encuadre o en unas líneas horizontales. Pero la felicidad, ay, cómo era la felicidad en tiempos pasados. Más brillante, más tangible, más rosada, más maximizada. Ya no se vive igual porque ya no es lo que era. La lluvia no cae, ni el cielo se tiñe de la misma tonalidad. Parece que todo pesa, menos el pasado. Parece que todo cesa, menos el ayer.

Lo cierto es que soy una nostálgica que llora con películas de un Hollywood en blanco y negro, que cree en el amor romántico y que recuerda con tristeza los cromos del Bollycao. «Toi rayao». «Toi morao». «Toi felí». A quién cojones se le ocurriría semejante idea. Yo no sabría decir cómo «toi». Creo que solo tengo un estado anímico constante: toi hasta el coño.

Soy una treintañera que se pelea con el cubo de la basura cada vez que quita la bolsa. Que recalienta los macarrones con extra de queso en el microondas mientras se saca las bragas del culo y mira por la ventana al vecino que no para de maldecir al ordenador. En verano ando descalza, con unos pantalones cortos de algodón y una camiseta desteñida y manchada —siempre manchada, incluso cuando sale de la lavadora, no lo entiendo— cuyas letras en grande honran a grandes emprendedores: BAR EL MOJÍO, ANDAMIOS ALMEDRÁN, TRANSPORTES PACO MARTÍNEZ. En invierno arrastro la batamanta por el suelo, llevo el pijama debajo de unos calcetines de lana, una sudadera, una camiseta y las zapatillas de estar por casa estilo pezuñas de oso de peluche. Veo los titulares: «El cebolling, la nueva tendencia de los millennials que no quieren encender la calefacción». Es mejor ponerle una puta palabra inglesa antes que enfocar la pobreza estructural.

Bebo demasiado alcohol, o quizá demasiado poco para la mierda de existencia que tengo. Cada día lo intento, te lo juro de verdad. Todas las mañanas me levanto y no pienso «Ojalá estuviera muerta». Eso llega a partir de las once, después del desayuno y de repasar el e-mail. Me despierto a las ocho y media, me saco de la cabeza todas aquellas ideas que podrían perturbar mi optimismo autoimpuesto y cojo el móvil para ver si alguien se acuerda de mí, aunque sea un segundo, aunque sea por un momento. Pero no. OK, no pasa nada, no me van a joder el día. Yo me quiero, yo me amo. Pensamiento positivo.

Abro Instagram y deslizo el dedo sin sentido por el sinfín de sonrisas, vientres planos, parejas besándose, modelitos de pasarela, perros, gatos, platos de comida y hotelazos que jamás llegaré a pisar en la puta vida. Pero no pasa nada, no me van a joder el día. Yo tengo un techo bajo el que dormir sin preocuparme demasiado del alquiler (gracias, abuela, por invertir tu dinero en viviendas en Madrid). Salgo de la cama y cruzo el pasillo hasta el baño. Meo mirando al horizonte, que consiste en un plato de ducha y un arenero lleno de heces y meados.

Voy al comedor, levanto las persianas y me encuentro que el bloque de pisos de ladrillo rojizo de enfrente eclipsa la luz del sol. Pero no pasa nada, no me van a joder el día. Me hago una infusión y unas tostadas con aceite y algo de pavo. Me siento, vuelvo a coger el móvil y ahora me sumerjo en la inmediatez de TikTok. Treinta segundos estimulantes que me hacen aprender trucos para que me crezca el pelo, el challenge de moda con una canción que odio con todo mi ser o el rescate de un gato abandonado y su evolución. Alucino con un perro que se comunica mediante unos botones que emiten sonidos sencillos: love you, yes, no, outside, mom. En ese instante mi madre me envía un mensaje de buenos días y yo ni tan siquiera contesto. Me pongo frente al portátil, abro el e-mail y reviso los castings que he solicitado estos últimos días. Nada. No hay nada. El vacío, el cero, el abismo, el hambre. Y para entonces ya son las once, y deseo morir.

Mi vida se desmorona, el optimismo se va a tomar por culo. Golpeo la mesa con rabia y mi gata sale corriendo, asustada. Me siento mal por ello. Suspiro, me ducho y me masturbo. A veces con porno, otras prefiero la alcachofa de la ducha. Normalmente siento una simple descarga, sin más, una alteración mínima de la respiración, un instante de felicidad y satisfacción para después volver a la realidad y seguir anhelando que el frío se apodere de mi cuerpo. No soy valiente para hacerlo. ¿Que si me lo planteo? Sí, varias veces, pero ¿y el dolor? Me caga viva y me da rabia al mismo tiempo. Tantas ganas de desaparecer y tanta pereza por hacerlo. Seco mi pelo rizado con una toalla, me pongo unos tejanos desgastados y una camiseta sin estampados para bajar al chino a comprarme algo que llevarme a la boca. Vivo al día, por si acaso. Quién sabe, tal vez en algún arrebato consiga detener el tiempo. Tres siglas: RIP (o DEP, para no ser tan modernos). Y listo, Ruth Gómez Vallesteros a tomar viento. Siguiente.

Me decido por unos huevos a la plancha, una ensalada preparada y una Coca-Cola Light. Subo la escalera hasta este cuarto sin ascensor —ahora no sé si te lo agradezco tanto, abuela— y dejo pasar las horas mientras veo a compañeros de profesión que consiguen esos papeles o que llenan teatros en la capital. Me mata la envidia. ¿Atiborrarme de pastillas? Uf, qué pereza el mal de estómago posterior. Pasando.

Abro el ordenador y envío mi portfolio a varios castings. Salgo especialmente guapa en la foto de portada: maquillada, producida, peinada, ilusionada. Algo que no puede retocarse con Photoshop es la pasión con la que empecé mi carrera como actriz. Esa muchacha de veinte años que recorría las agencias con ganas de ser la prota de la nueva serie de Antena 3 o de Telecinco. De aparecer en la próxima película de Guillermo del Toro y anunciar pintalabios en el mockup de Gran Vía. De sonreír en las entrevistas. De pasear a mi perro y que me pillen de incógnito con las gafas de sol y el chándal gris viejo estilo Chenoa. Dispuesta a cagarme en mis «Aarg» que aparecen en Cuore, a follar con ese actor cañón del momento y que la gente combine nuestros nombres parar formar uno nuevo: «RuMarioCasas». «RuHugoSilva». «RuÁlexGonzález». Deseando salir a reventar la ciudad en los reservados de las grandes discotecas. Soñando con que me paren tanto por la calle que deba modificar toda mi vida. Con que la gente se vuelva y susurre «¡Sí, es ella!». Con comprarme un ático con vistas a un horizonte sin andamios ni cemento. Aceptando tomar unos vinos con esas otras actrices a las que odio pero que quedan bien como amigas. Hasta pelearme con mi representante. Con ganas de presumir de abdominales en Instagram porque he entrenado con el preparador físico de moda. De hacer el bobo entre bambalinas y subir un stories con los hashtags #rodaje #próximaserie y etiquetar a @blanca_suarez, @ursulolita, @ester_exposito y todo un elenco de mujeres poderosas entre las cuales me incluiría, por supuesto. Porque yo sería Ruth Gómez, la nueva actriz que conquista Madrid. O que iba a conquistarlo, mejor dicho.

No sé si fue mi cara, mi cuerpo, la falta de talento (¿me falta talento?) o que simplemente mi nombre no queda bien en los créditos. Lo cierto es que fueron pasando los años y esa chavala se convirtió en la versión desgastada, suicida, alcohólica, solitaria, soltera, treintañera y deprimida que narra esta historia. Nunca supe qué coño pasó, pero pasó, como suceden las cosas sin motivo aparente. Algún papelucho de segunda (o tercera, o cuarta..., como ser el árbol en la obra del colegio), alguna obra de teatro de segunda (o tercera, o cuarta..., como ser el buey en la representación del nacimiento de Jesús, y mi padre ahí, aplaudiendo. «¡Es mi hija, la vaca es mi hija!», y yo con mis gafotas a punto de colapsar. Apuntaba maneras). Algún anuncio de leche sin lactosa, de yogures con bífidus para cuidar tu mierda —literalmente—, de franquicias de clínicas dentales que roban el dinero o de paquetería con chanchullos fiscales. Así ha sido mi vida como actriz. Diez años de formación, un montón de dinero invertido para acabar planeando mil maneras de suicidarme. Qué pena de chica. Tan maja, tan simpática y tan acabada.

Tan acabada. Los ecos del pasado retumban en mi cabeza mientras frío los huevos y le tiro por encima la salsa rancia a la ensalada con exceso de escarola. La persiana del vecino está bajada a pesar de ser la una y media, creo que todavía duerme. Qué bueno es no tener responsabilidades (como si yo tuviera alguna).

Me siento en el sofá, enciendo la televisión y continúo viendo una serie en Netflix mientras mi gata maúlla para reclamar mi atención. Soñaba con ser la nueva actriz española de éxito. Qué lejos queda todo y cómo mueren los sueños. A veces es un disparo, a veces es algo lento. A veces se quedan olvidados y, cuando vuelves a ellos, ya están fiambres. A veces resucitan y viven más años que nunca. En mi caso no quedan ni los huesos. El polvo se acumula en mi hipocampo y me niego a pasar la escoba para que nazcan nuevas ilusiones. Aquella sala que un día brilló, colorida y llena de champán, hoy guarda los restos de una fiesta que jamás sucedió. Los globos desinflados, la mesa con gusanos rebañando el plato de membrillo y quesos envueltos en una capa espesa de moho. Las burbujas de la celebración que corroen el mantel, el confeti por el suelo sostiene millones de moléculas grisáceas que aniquilan el color, que todo lo tiñen y todo lo igualan. Y mi sueño ahí, en medio de la habitación, con un gorro de fiesta que ya tiene la goma suelta, algo caído hacia la derecha, con un matasuegras a punto de berrear y que nunca lo hizo. Con los ojos clavados en esa puerta de metal pesado que sigue cerrada, que jamás se abrió. Las partículas muertas sustituyen a la piñata volando por los aires. ¿Sabrá el sueño que ha sido olvidado? ¿O tendrá esperanza de celebrar algo? A dónde van a parar los sueños cuando ya no están.

La tarde suele ser abrumadora y el aburrimiento me hunde en el sofá. Abro una cerveza y otra y otra. Miro el techo; odio profundamente el gotelé. Mi gata se acurruca a mi lado en busca de un poco de amor, pero a mí no me queda nada, querida. Cada tarde, sobre las siete, mi madre vuelve a enviarme un mensaje: «Ruth, ¿estás bien? ¿Hablamos un rato?». Y depende del día decido llamarla o pasar de todo. Hoy es miércoles, toca llamarla.

—Hola, mamá.

—Ruth, cariño. ¿Cómo estás?

—Aquí, en casa.

—¿Has salido?

—Sí, he ido a pasear. —La primera mentira. Sigamos.

—Muy bien, cariño; tienes que salir a pasear, Ruth.

—Ajá.

(Silencio incómodo).

—¿Y tú qué tal, mamá?

—Bueno, ahí estoy.

—¿Cómo te encuentras de lo tuyo?

Lo «suyo». Mi madre lleva una temporada con un dolor en el estómago que no se va. Le dijeron que era gastritis, pero las analíticas han salido un poco alteradas y le están haciendo un millón de pruebas más. Ecografía abdominal, endoscopía, analítica de sangre, analítica de orina... Por un dolor de estómago.

—Bueno, he podido comer un poco.

—Pero ¿te duele?

—Está ahí. Mañana voy al médico. Me llamaron porque me tienen que dar los resultados.

—¿A qué hora vas?

—A las once.

—Vale. —No quiero ir con ella. No me ofrezco.

—Viene tu hermana conmigo, no te preocupes.

—Genial. Oye, mamá, te dejo que tengo cosas que hacer. —Segunda mentira.

—¿Estás con alguna obra?

—Sí, justo. —Tercera mentira.

—Vale, cariño. Que vaya muy bien. Te quiero mucho, Ruth.

—Y yo. —¿Cuarta mentira?

Cuelgo aliviada. La relación con mi familia es, digamos, especial. Me gusta esa palabra, «especial», porque nunca sabes si es algo positivo o negativo. O es una puta mierda o es alucinante. No hay término medio porque es una expresión de extremos.

Mi madre, Lourdes, tiene unos sesenta años, más o menos. Nunca me acuerdo de su cumpleaños, pero sé que llueve por esa fecha. ¿Abril? Sí, creo que es en abril. Tengo una hermana, Sonia, que vive en el piso de arriba de mi madre. Esto me hace pensar en los polvos que echará con su marido... ¿Los oirá mi madre? Ew. Mi abuela compró varias propiedades en Madrid. Cuando murió se las dejó todas a mi madre. No es su única hija, pero sí la única a la que quería. Así que toma todo el dinero. Algunas viviendas están alquiladas y en otras vivimos nosotras. Yo, en este cuarto sin ascensor por Vallecas; mi madre, en un segundo por Argüelles y mi hermana, en el tercero del mismo bloque, follando bajito para que mi madre no la oiga. A sus casi cuarenta años que tiene, con una hija de tres, y follando bien callada. No sé de qué me quejo, al menos folla. ¿Cuándo fue mi última vez?

La abuela falleció hace unos, no sé, ¿diez años? Estaba unida a ella, me sentía querida. Y yo era otra, otra persona que sabía querer, y eso facilitaba las cosas. Mi abuela era el pegamento en el árbol genealógico, la única que nos mantenía unidas. Ahora somos simples piezas intentando averiguar el dibujo de un puzle. Recuerdo que mi abuela siempre le explicaba a todo el barrio de Vallecas que yo llegaría lejos. «Es actriz, mi nieta es actriz», y la gente asentía maravillada. «Llegará lejos, la próxima estrella». Entonces, las vecinas se reían y comentaban: «Dolores, a ver si protagoniza la telenovela». A lo que mi abuela contestaba: «Ay, ojalá, niña», mientras me apretaba el brazo. A mí me sorprendía la fuerza que tenía en las manos a sus casi ochenta años y cómo le brillaban los ojos cuando me observaba. Era su nieta favorita, eso lo sé. Con mi hermana nunca tuvo un vínculo muy estrecho. A mí me daba dinero a escondidas para que me comprara unas chuches. A mis veinte años. «Toma, niña, para unas chuches», y me daba cincuenta euros. Cincuenta euros. No sé qué tipo de chuches quería que me comprara, la verdad, pero ella vivió los setenta. Ahí lo dejo.

Cuando murió, llovía. Le dio un infarto mientras roncaba. Los médico

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