La balada del niño que quería un abrazo

Baptiste Beaulieu

Fragmento

cap-1

 

El día del Desgarro

¿El número total de estrellas en el Universo es par o impar? Jonas no lo sabía, pero la pregunta le parecía importante.

Domingo, 9.54, periferia de París. El brillante estudiante de Medicina de veinticuatro años observaba el cielo nocturno pintado en la cabina del ascensor cuando una sacudida lo sacó de su ensimismamiento. Había llegado. Séptima planta. Pediatría. Allí siempre olía igual: al desinfectante del suelo y a orina fría. Le gustaba, era como si ese olor tuviera una vieja voz —una de esas voces que mascan tabaco más que lo fuman— que le susurraba: «¡Eh, eh, chico! ¡Aquí se salvan vidas!».

A las 9.58 Jo’ empujó con cuidado la puerta de la unidad cuando le vibró el teléfono. La noticia que le dio su madre lo impactó. Prometió llegar lo antes posible y acto seguido colgó. Estaba temblando.

Ya eran las 10.02. A unos metros de la habitación 33, se agachó para beber de la fuente de agua del pasillo y se golpeó contra el grifo.

«¡No seas quejica!», se reprendió con una mano en la frente, que le sangraba, y la otra en el pomo de la puerta.

Habitación 33…

Si hubiera sabido lo que le esperaba en esa habitación, Jo’ se habría dado media vuelta inmediatamente y habría echado a correr como alma que llevara el diablo. Porque el destino había decidido que no llegaría a tiempo para consolar a su madre: se quedaría en ese hospital todo el día y toda la noche, no podría abandonarlo hasta la mañana del día siguiente, dos horas antes del alba, exhausto, con el alma envejecida.

A las 10.04 Jo’ entró en la habitación 33, vio a Maria Tulith y a su hijo de siete años tumbado en la cama.

A las 10.10 se produjo entre ellos lo que Jonas llamaría «el Desgarro». Toda su vida habría un antes y un después de ese Desgarro.

Por culpa de él se fue de viaje, cruzó montañas y atravesó mares, hasta el otro extremo del mundo, para reinventar su vida y encontrar la verdad.

Con el fantasma del niño.

cap-1

PRIMERA PARTE

La puerta mágica

cap-2

 

Después del Desgarro
Jo’

Mi vida parecía perfecta antes de que irrumpiera en ella el niño gris.

Pienso en el día de mi nacimiento, por ejemplo, y me imagino un querubín mofletudo y sonrosado saliendo del vientre materno. Aprieta entre sus pequeñas manos regordetas unas tijeras de oro listas para cortar, tendido entre las rodillas de su madre, la cinta de inauguración de la gran fiesta que será su existencia hasta el Desgarro.

Mi infancia fue tranquila, sin sobresaltos ni violencia. Dos hermanas mayores muy cariñosas y una madre protectora me mimaron. Las tres me enseñaron a amar la belleza, buscar la verdad y rechazar la injusticia.

Soy más bien alto (la estatura que gusta a las mujeres y, por tanto, la única que vale aquí abajo). En el colegio, antes de que mi cuerpo se desarrollara, me eligieron «la chica más guapa del último curso», una crueldad, pero menor si se la compara con la suerte reservada a Laura, una compañera que lloró al conseguir el título, poco envidiable, de «el chico más feo del colegio». Mi cara se parece a la de mi madre, si bien con mandíbulas más fuertes. Mi madre es guapa, yo soy guapo. Ojos verdes. Hoyuelos marcados, gracias a los cuales todas mis frases parecen bromas entrecomilladas. Una melancolía encantadora se apoya en mis hombros caídos, pero no me importa porque son anchos, y eso también gusta.

Todos los domingos mi madre se esfuerza preparándonos su pretenciosa torta meringata al limone para desayunar, en una conmovedora tentativa de reconciliarse con sus orígenes italianos. Pero es una pésima cocinera, así que su tarta de limón siempre le sale mal. «Está rica, ¿eh?», me pregunta invariablemente. Y pienso: «¿Quieres que te diga lo que deseas oír o la verdad, mamá?», pero me callo y recojo las migas con la yema de los dedos, incluso lamo el plato delante de ella. Cada lengüetazo es una confesión disfrazada: «Te quiero, mamá. Nunca te lo digo, pero te quiero». Tenía la mejor familia del mundo. La mejor… No me faltaba nada y disfrutaba, gracias a ella, de una idea bastante concreta del amor. También gracias a Manon.

La verdad es que el niño entró en mi existencia en tromba, como una bola en un juego de bolos, derribando en unos días el palacio de ilusiones que pacientemente había construido desde hacía cuatro años, fecha en la que conocí a Manon, una estudiante de Enfermería. Fue una noche memorable en la que había bebido demasiado, en la que ella estaba ebria; ya teníamos algo en común. Esa noche, en cuanto sus grandes ojos dorados se sumergieron en los míos, reinó en mi alma. Me pareció la chica más guapa sobre la Tierra. Me planté delante de ella con la mano en el corazón.

—No sé quién eres —le dije—, pero ¡quiero tener hijos contigo! Ni uno ni dos. ¡Quiero veinte, cien, mil, quiero repoblar el desierto de Chihuaha, invadir el de Karakum y colonizar el de Atacama entero!

Ella suspiró sonoramente.

—Eso será sin mí, Gengis Khan… —soltó, y se dio la vuelta. Su voz era perfecta para emitir dictámenes.

La sujeté del codo.

—Perdóname, yo… En fin…, mi presentación ha sido patética. Si quieres, empezamos por la región de Auvernia.

Se echó a reír, se puso de puntillas y me susurró al oído:

—Escúchame bien, Atila: tendré hijos cuando la máquina para viajar en el tiempo exista porque quiero educarlos en los años sesenta.

Al final de la noche al menos había conseguido saber su nombre. Mejor aún, aceptó cenar conmigo en el minúsculo estudio que la facultad me permitía alquilar por una suma ridícula.

—El próximo lunes —decidió Manon haciendo una mueca, luego dio media vuelta y desapareció como una princesa de cuento de hadas al oír las campanadas de la medianoche.

La semana pasó volando.

—¡Ooooooh!

En cuanto atravesó el quicio de mi puerta, su boca se abrió, inmensa, redonda.

—¡Ooooooh! —repitió.

Durante siete días yo había recorrido las tiendas de segunda mano, las de discos, las de intercambio y otros nidos de polvo de la ciudad. Me había puesto unos pantalones de cuadros ajustados, un jersey de cuello vuelto y el peinado a juego. Petula Clark cantaba «Ya Ya Twist», y mi pared estaba forrada con coloridos carteles en los que posaban Françoise Dorléac y Catherine Deneuve.

Adopté un aire indiferente.

—Llegas demasiado pronto, Manon. Estaba cosiéndote un vestido con discos de vinilo mientras veía mi película favorita…

Sus carnosos labios se cerraron, rebeldes. No podía dejar de mirar esos labios pintados. Desde Adán, los hombres se apasionan por ese tipo de bocas.

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