La estación de las tormentas (La estación de las tormentas 1)

Charlotte Link

Fragmento

Capítulo 1

1

Era junio. El atardecer teñía la tarde. Cruzaban el cielo azul pálido unas cuantas nubes deshilachadas, en las praderas cantaban los grillos, y las hojas de los árboles susurraban ligeramente. Los abetos se hacían más oscuros en el horizonte, las sombras sobre los prados más largas. Los troncos de los pinos relucían en color castaño.

—Mañana regreso a Berlín —dijo Maksim.

De pronto, la tarde resplandeciente había perdido su brillo. Felicia Degnelly, sentada junto a Maksim a la orilla de un arroyo, alzó la vista sobresaltada:

—¿Mañana? Pero ¿por qué? ¡El verano no ha hecho más que empezar!

La respuesta de Maksim fue evasiva.

—Voy a ver a unos amigos. Amigos importantes.

—¡Camaradas! —dijo sarcástica Felicia, pero su sarcasmo no hacía más que ocultar lo herida que se sentía. Los camaradas estaban por delante de ella, del verano en común en el campo, de tardes como aquella.

Miró de reojo a Maksim y pensó, llena de amargura: «¡No sabes lo que quieres!».

Pero, en su interior, tenía muy claro que él sabía exactamente lo que quería. Sus pensamientos estaban encadenados a una idea, no a ella. Nunca decía lo que decían otros hombres cuando estaban con ella, cosas como «¡Eres muy guapa!» o «¡Creo que podría enamorarme de ti!». No, de él venían palabras extrañas como «insurrección», «revolución mundial», «abolición de la propiedad privada», «expropiación por parte del proletariado». Que había un mundo solo para él, al que ella no tenía acceso y al que él tampoco iba a permitirle que lo tuviera, lo había entendido hacía ya casi dos años, el día del cumpleaños del emperador, en Berlín, cuando iban por la calle contemplando a la gente jubilosa, y la ira y el cinismo luchaban en el rostro de Maksim. De pronto había murmurado algo (más tarde se había enterado de que era una cita de Marx):

—«Este hombre solo es rey porque otros hombres se comportan ante él como súbditos».

Ella se había vuelto para mirarle:

—¿Qué dices?

De repente, un rasgo despreciativo, casi brutal, se había instalado en torno a la boca de él.

—Da igual —había respondido, y miró despectivamente su hermoso vestido y su sombrero nuevo (se había puesto ambas cosas por él)—, da igual, nunca lo entenderás. ¡Nunca!

Tenía razón. No le entendía. No entendía que pudiera entusiasmarse con una idea mientras ella se entusiasmaba con la vida. Él quería cambiar el mundo en beneficio de la humanidad, y ella… bueno, ella solo quería lo mejor para sí misma. Y quería a Maksim Marakov.

Era hijo de un ruso y una alemana, había pasado su juventud alternativamente en San Petersburgo y en Berlín y todos los veranos en la casa de campo de unos parientes en Insterburg, en la Prusia Oriental, no lejos de Lulinn, la finca de los abuelos de Felicia. Era cuatro años mayor que ella, y desde el principio se habían sentido mágicamente atraídos el uno hacia el otro. Ambos tenían el pelo oscuro, los ojos claros y un rostro de rasgos regulares; la mayoría de la gente les tomaba por hermanos. Cuando estaban juntos se sumergían en un mundo aparte, y su infancia quedaba cubierta por el hechizo de unos juegos secretos que nadie perturbaba. Los huertos frutales de Lulinn, los bosques y los lagos que los rodeaban, los prados, habían sido el escenario de sus obras no escritas. Pero en algún momento, durante algún verano, volvieron a subir a su escenario y casi no se reconocieron. Felicia venía con vestidos elegantes, el pelo recogido en un peinado alto, y se había acostumbrado a exhibir una sonrisa un tanto artificiosa. Maksim apareció con ropas raídas, pálido y con signos de haber trasnochado. Ambos se habían hecho adultos, pero sus primeros pasos en ese camino habían seguido direcciones opuestas. Lo último que tenían en común eran los recuerdos, pero no parecía que fuera a haber más cosas en común en el futuro. Y de pronto Felicia se dio cuenta: «Le amo. Siempre le amaré».

Amaba ese mundo oscuro, ajeno, que no entendía. Amaba la expresión de rechazo de sus ojos y las palabras despreciativas que guardaba para la burguesía establecida. Amaba sus cínicas observaciones acerca del emperador, y amaba la viva alegría de su rostro cuando hablaba de la revolución. Lo amaba todo… pero no entendía la seriedad, la pasión que había detrás. No entendía que sus dos mundos se excluían mutuamente.

Tenía dieciocho años, una sana confianza en sí misma, y ni en sueños se le hubiera ocurrido leer El capital solo para poder hablar de algo que no le afectaba.

Apostó por sus ojos, su boca, su cabello resplandeciente, los vestidos escotados y los perfumes misteriosos.

Se quedaron sentados en silencio hasta que el sol se puso, y en su silencio estaba la despedida de una época que había pasado casi imperceptiblemente. Por fin, Maksim se levantó, cogió a Felicia de la mano y la ayudó a levantarse.

—Hace frío —dijo—, deberíamos irnos a casa.

Estaban muy juntos, Felicia con un ancho sombrero de paja de color azul.

Alzó el rostro, entreabrió los labios, expectante, porque le parecía insensato desperdiciar un momento como ese. Durante unos segundos pudo descubrir algo de la vieja ternura en los ojos de Maksim, luego se apagó y, con una risa un tanto trabajosa, él declaró:

—No. No voy a hacerte desdichada, y a mí tampoco.

¿De qué estaba hablando? ¿A qué desdicha se refería?

—Bueno —dijo ella, respondona—, si quieres vivir como un monje, allá tú.

—Quiero seguir mi camino, Felicia. Y tú seguirás el tuyo, y no creo que esos caminos se crucen jamás.

—¿Significa eso que nunca vamos a volver a vernos?

—No volveremos a vernos como tú imaginas.

—¿Por qué no?

Con un movimiento iracundo, Maksim arrancó una rama de un árbol y la partió en trocitos.

—¿Nunca vas a entenderlo, Felicia?

—Gracias, hace mucho que lo he entendido. Tienes que derribar el monopolio internacional de las finanzas, y como es natural no te queda tiempo para nada más. ¡Es mejor ensalzar a Marx durante noches enteras que besar una vez a una chica! Una vida emocionante, sin lugar a dudas. ¡Te deseo que te diviertas mucho!

Se volvió y se fue corriendo. Conocía el camino hasta en sueños, y de alguna manera llegó sin tropezar con ramas ni raíces. Naturalmente, había esperado que él la siguiera, pero al cabo de un rato constató que no pensaba hacerlo. Los ojos se le llenaron de lágrimas, causadas por la ira y por la herida. Solo al llegar a Lulinn se contuvo, se limpió la nariz y se secó la cara.

La casa señorial de Lulinn había sido construida doscientos años antes, aunque la familia Domberg llevaba trescientos asentada en aquel territorio. La primera casa una noche fue pasto de las llamas —decían que una antepasada loca le había prendido fuego por celos—, y la nu

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