Siempre es cuestión de amor

Susanna Casciani

Fragmento

Marina (la maestra de Livia)

Marina

la maestra de Livia

Son casi las cuatro y media.

Echo un último vistazo a mi alrededor para asegurarme de que todo está en su sitio. Los libros de lectura están colocados por orden de altura sobre el alféizar de la ventana, los pósteres que cuelgan de las paredes dan al aula un aspecto más acogedor, los boletines de calificaciones están dispuestos sobre mi mesa en sus fundas de plástico, la pizarra está limpia y yo debería estar presentable después de pasar dos horas en la peluquería.

El día de la reunión de padres no se permiten errores. Si lo tengo todo controlado (dentro de lo posible) estoy más tranquila.

Soy maestra desde hace veinte años, y con esa experiencia a mis espaldas podría permitirme el lujo de improvisar alguna clase, pero no soy capaz de hacerlo. Cada noche, después de cenar, en vez de sentarme en el sofá a ver la televisión, preparo las actividades del día siguiente. La verdad es que detesto los imprevistos y no soporto las sorpresas, da igual que sean buenas o malas. Me cuesta trabajo creer que haya alguien a quien le gusten.

Edoardo Fabbri, el papá de Livia, ya está esperando fuera, me he cruzado con él cuando he llegado. Estaba sentado en el banco que hay delante del colegio y en cuanto me ha visto se ha levantado y ha venido a mi encuentro con la mirada ansiosa y expectante.

—¡Buenas tardes! ¿Se puede?

—Buenas tardes. Debería esperar un momento. Los bedeles están acabando de limpiar las clases. Le avisarán en cuanto estén listas.

—Perfecto, gracias.

Siempre la misma historia, desde hace cuatro años: fijo un horario para entregar las notas y él se presenta, como mínimo, veinte minutos antes.

Respiro profundamente, como si tuviera que contener el aliento un buen rato, me aliso la chaqueta, me pongo en la boca un caramelo de limón y le pido al bedel que haga entrar a los padres.

Al cabo de un minuto exacto, ni que decir tiene, el padre de Livia llama a la puerta de la clase.

—Permiso...

—Por supuesto, entre.

—Gracias. ¡Espero que haya buenas noticias!

—Tranquilícese, señor Fabbri. Su hija es muy buena, responsable y aplicada. Solo tiene algún problema con las matemáticas, nada de que preocuparse.

Cojo las notas de Livia y se las enseño a su padre.

Otra cosa que tampoco soporto es tener que evaluar a mis alumnos con una nota. Lo que yo querría es darles los instrumentos adecuados para enfrentarse a la vida; me gustaría enseñarles a caer, porque tarde o temprano es inevitable que suceda, pero también a volar, porque aceptar la felicidad no es tan fácil como parece.

—Va muy bien en lengua —empiezo a decirle—, y como ya le he comentado en otras ocasiones yo puntúo más bien bajo. Pero esta niña posee una fantasía desbordante y escribe unas historias encantadoras, tiene un don. De vez en cuando se deja alguna «h» por el camino, por supuesto, pero eso es lo de menos. Lo importante es que Livia es muy sensible y curiosa, no se le escapa nada, para ella los detalles son fundamentales. Es una escritora en ciernes, ¿se había dado cuenta?

Al padre de Livia le brillan los ojos mientras niega con la cabeza, y, puede que para justificar su falta de atención, me cuenta que su mujer, Caterina, no está bien.

—Estamos intentando averiguar qué podemos hacer por ella. Mientras tanto yo procuro que a ninguna de las dos les falte nada, sobre todo la esperanza, pero a veces no es fácil. Hay momentos en que tengo tentaciones de tirar la toalla.

De repente el malestar que he sentido al verlo sentado en el banco, torpe e impaciente, se convierte en ternura.

—Lo está haciendo muy bien, señor Fabbri. De verdad. Livia ha encontrado su refugio particular, un lugar alegre, confortable, casi mágico. Es tímida, pero sabe hacerse querer, estoy segura de que usted ya lo había intuido. Si quiere puedo entregarle las historias que ha escrito durante los últimos meses durante el recreo, con el bocadillo en una mano y el bolígrafo en la otra. Su mujer también podría leerlas.

—Sería un regalo maravilloso. Si no le importa…

—Por supuesto que no, espere un momento.

Me levanto, me dirijo al armario de los tesoros (lleno de dibujos, trabajos manuales y tarjetas hechas por los niños) y cojo la carpeta de Livia, que rebosa de papeles.

—Aquí la tiene. La mayoría son cuentos de fantasía. El protagonista es un niño llamado Enrico que descubre que tiene un poder mágico: cuando las personas lo tocan se acuerdan de sus deseos. Son relatos llenos de esperanza. Por eso le he dicho que lo está haciendo muy bien.

—Se lo agradezco mucho. No veo la hora de volver a casa para contárselo a mi mujer. Le compraré a Livia un cuaderno para que pueda escribir en él sus historias, ¿qué le parece?

—Es una magnífica idea. Hay que cultivar el talento como si fuera una flor silvestre: es cierto que se abren sin ayuda, pero debemos prestar atención a no pisarlas, a no maltratarlas. Ya me contará qué piensa su mujer.

—Lo haré sin falta, descuide. Gracias de nuevo.

Lo acompaño a la puerta y mientras me despido de él me doy cuenta de que se ha reunido un pequeño grupo de personas delante de ella.

—¡El siguiente! —digo sonriendo, pero es la sonrisa cansada de quien acaba de recordar que pocos sueños sobreviven al torbellino de la vida, la sonrisa de quien sabe que casi siempre acabamos enfrentándonos a algo muy diferente de lo que habíamos soñado.

Caterina (la madre de Livia)

Caterina

la madre de Livia

Esta mañana no me ha despertado el despertador ni el ruido sordo de las bolsas de basura al caer dentro del camión, tampoco la respiración pesada de Edoardo ni la luz de la farola que se filtra por las rendijas de la persiana, que no baja del todo. Hace meses que se ha atascado. Hemos intentado arreglarla varias veces, siempre con escasos resultados, así que al final la hemos dejado como está: al fin y al cabo, no todo tiene arreglo.

Esta mañana me he despertado porque tenía la impresión de que alguien se había sentado encima de mi pecho. O mejor dicho, porque tenía la impresión de que alguien estaba apre

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