Babbitt

Sinclair Lewis

Fragmento

Nota sobre esta edición

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Publicada en 1922, Babbitt fue la segunda novela importante que dio a la imprenta Sinclair Lewis, al comienzo de una década de enorme creatividad que culminó con la obtención del Premio Nobel de Literatura en 1930. Calle Mayor, la anterior, ya estaba en boca de todos por su provocador retrato de la vida en el medio oeste, y Babbitt siguió abonando la controversia. Para algunos, como el crítico H. L. Mencken, ninguna novela de entonces presentaba mejor «la Norteamérica real», pero otros vieron en su veta satírica un ataque a los valores de la pujante clase media. Nada de esto frenó su popularidad. Como ironizó el autor ante la Academia sueca, sus libros molestaban «tan hondamente la autosuficiencia de los estadounidenses» que miles de sus conciudadanos se sentían «impelidos a leer esos escandalosos documentos, les gustaran o no».

El escándalo puede ser difícil de discernir hoy en día, sobre todo ante la amabilidad de la novela, narrada con humor y cierto afecto hacia su protagonista, George F. Babbitt, un próspero agente inmobiliario que, al menos en las primeras páginas, parece llevar una vida modélica en la mediana ciudad de Zenith. Babbitt tiene esposa y dos hijos, es conservador, va a la iglesia, pertenece a los mejores clubes y se expresa casi sin falla con ideas compartidas por todos. Sin embargo, el retrato de su medianía acaba siendo mucho menos que elogioso, lo que impugna de manera implícita la presunta virtud del modelo. Por añadidura, los episodios de la historia exploran el nacimiento de una insatisfacción personal que refleja la contracara de toda una época obsesionada con el exitismo.

Lewis era muy consciente de que había dado con un arquetipo riquísimo en resonancias sociológicas. Así como Gustave Flaubert declaró que madame Bovary lloraba «en mil aldeas de Francia», nuestro autor entendía que el personaje de Babbitt se correspondía con «el soberano de Estados Unidos», el integrante de la clase que no solo dictaba las costumbres, sino que se sometía y sometía a otros a la tiranía del consenso. Dicho de otro modo, no solo aspiraba a contar una historia, sino a diagnosticar una faceta del carácter nacional. Y lo cierto es que la nación reconoció su diagnóstico al incorporar el nombre de «Babbitt» a su léxico cultural, utilizándolo, según el diccionario Merriam-Webster, para designar a «un hombre de negocios o un profesional que se adhiere sin pensarlo a los estándares imperantes de la clase media». Pese a la neutralidad de la definición, el término tuvo desde un principio connotaciones inequívocamente negativas.

Cabría matizar que Babbitt piensa bastante en los estándares de su clase. Su drama privado consiste en ser un conformista propenso a la rebeldía, un rasgo que también ha dejado su marca en la literatura de Estados Unidos. En este sentido, la influencia de Lewis se ve en novelas como Cita en Samarra (1934) de John O’Hara, El hombre del traje gris (1954) de Sloan Wilson, La vía revolucionaria (1961) de Richard Yates, Bullet Park (1967) de John Cheever y sobre todo en la saga de John Updike iniciada en Corre, Conejo (1960), cuyo protagonista no solo se apoda Rabbit —una rima inconfundible de Babbitt—, sino que comparte con este la impetuosidad, las ambiciones materiales y una reiterada afición al escapismo. Prototipo de incontables antihéroes de la pequeña y la gran pantalla, Babbitt proyecta su larga sombra hasta personajes de nuestra era como Don Draper.

Debido al arraigo de esta figura en el imaginario social, la presente novela puede parecer a los lectores de hoy extrañamente familiar, como esas ciudades extranjeras que se reconocen por efecto del cine. Pero entre lo familiar se oculta también su originalidad, en la medida en que Lewis conquistó un nuevo territorio narrativo; no por nada Erik Axel Karlfeldt, su sucesor en el palmarés del Nobel, lo llamó «pionero». La lectura revelará también a un maestro en el uso del diálogo, la ambientación y la psicología, con un ojo siempre puesto en el detalle revelador. Para quienes se interesen por el trasfondo de sus ideas, hemos incluido, a manera de apéndice, un prólogo inédito hallado entre sus papeles y nunca antes traducido al castellano, que solo vio la luz de forma póstuma en 1953. Aun inconcluso, el documento ilumina las intenciones de Sinclair Lewis, realzando su creencia de que no es tarea para un escritor avanzar por la senda del conformismo.

LOS EDITORES

A Edith Wharton

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Las torres de Zenith se alzaban sobre la niebla matinal; austeras torres de acero, cemento y piedra caliza, firmes como rocas y delicadas como varillas de plata. No eran iglesias ni ciudadelas, sino pura y simplemente oficinas.

La niebla se apiadó de los caducos edificios de generaciones pasadas: la Casa de Correos con su buhardilla de ripias, viejos alminares de ladrillo, fábricas con mezquinas y hollinientas ventanas, viviendas de madera color barro. La ciudad estaba llena de semejantes visiones grotescas, pero las limpias torres las iban alejando del centro, y en las colinas más lejanas resplandecían casas nuevas, hogares donde, al parecer, se vivía alegre y tranquilamente.

Por un puente de hormigón corría una limusina de largo y silencioso motor. Sus ocupantes, vestidos de etiqueta, volvían de ensayar toda la noche en un teatro de aficionados, artística aventura considerablemente iluminada por el champán. Bajo el puente, la curva de un ferrocarril, un laberinto de luces verdes y rojas. El New York Flyer pasó retumbando, y veinte líneas de pulido acero surgieron a su resplandor.

En uno de los rascacielos, los telegrafistas de la Associated Press se levantaban las viseras de celuloide, cansados de hablar toda la noche con París y Pekín. La comunicación quedaba interrumpida. Por los pasillos se arrastraban, bostezando, las mujeres que fregaban los suelos. La niebla del amanecer se disipó.

Filas de obreros, con su comida en cajas de lata, se dirigían hacia inmensas

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