La virgen negra

Ilaria Tuti

Fragmento

El final

El final

Teresa piensa a menudo en la muerte. Pero nunca habría llegado a imaginarse que la suya iba a ser así. Hay cierto sarcasmo en el hecho de no poder recordar lo que podría salvarla.

Un incendio a punto de estallar, víctimas que aguardan a ser rescatadas y ella quieta, inmóvil.

La mente la ha abandonado. La confusión vuelve grotesco el último acto de la tragedia, con esos ojos suplicantes, esas cuencas arrasadas por el terror, que la ven hacer lo único de lo que es capaz en ese momento: nada. Teresa va a morir con expresión de idiota, está convencida. Morirá como una inepta, con los brazos en los costados y el escudo bajado, después de haber vivido como una guerrera.

Guerrera... Una agente de policía, si acaso. Una mujer de sesenta años, enferma, que trata de hacerse la heroína y que ni siquiera es capaz ya, en cambio, de dar un nombre a las cosas.

Podría tratar de adivinar. Parece que últimamente no puede hacer otra cosa para sobrevivir. Adivinar el camino que ha de tomar, la dirección hacia la que mirar, las palabras que ha de pronunciar y la sombra de la que debe dudar.

Hasta en su propio nombre ha hecho mella la duda, así como en el del asesino. Que está allí con ella, o tal vez en otra habitación. Lo cierto es que está dentro de esa casa, tan parecida ahora a un Hades listo para arder en la oscuridad del valle, porque Teresa ha osado desafiar el misterio incubado dentro de sus confines. Las montañas lo han custodiado, lo han enterrado en sus grietas junto con huesos sagrados y energías antiguas.

Teresa lo sabe, pero la mente aún no lo recuerda.

¿Cuál de las víctimas que van a ser sacrificadas en el fuego es inocente y cuál, en cambio, ha tenido la fuerza devoradora necesaria para arrancar un corazón aún palpitante del pecho de un hombre?

¿A quién tengo que salvar?

Y además está él, que la mira como el hijo que Teresa nunca tuvo. Su nombre sigue siendo únicamente el instinto de un susurro en los labios, pero un impulso visceral la une a ese hombre. Teresa lo percibe en su vientre, es el ardor de una cicatriz, la espuma roja que hierve en las venas.

Las paredes parecen estrecharse contra ella y empiezan a crepitar, como los murmullos que llevan días atormentándola y que han estallado ahora en ladridos: sus peores temores.

El nombre del asesino. El nombre del asesino...

En su caída al infierno, en presencia de la muerte, en lo único que piensa Teresa es en un acertijo, que oyó quién sabe dónde y quién sabe cuándo.

Un grito. Un alarido inhumano la arranca del letargo aterrorizado que la tenía apresada y la devuelve al mundo.

Entonces, de repente, él calla.

—Lo hemos encontrado —le oye musitar, como si de improviso quisiera retener las palabras entre ellos. Tiene las pupilas dilatadas—. Hemos encontrado el Mal. Está aquí. Nos estaba esperando.

Ha desgranado las palabras como perlas de un rosario diabólico. Alza un dedo índice entre las cuerdas que lo aprisionan y señala hacia una esquina de la habitación, donde la oscuridad parece latir al ritmo del miedo que los atenaza.

—Lo hemos encontrado. No es humano.

Grita de nuevo, tan fuerte que algo en Teresa se hace pedazos.

Ahora recuerda su nombre. Pero otra vez parece jugar el destino con las cartas de la vida y la muerte, del amor y del odio, tan despiadado como solo sabe serlo aquel que tiene la eternidad por delante.

Porque es el momento de comprender hasta dónde está dispuesta a llegar.

Es el momento de comprender si, para salvar a un inocente, Teresa está dispuesta a matar a Massimo Marini, el hombre que la mira como el hijo que nunca tuvo, el hombre que ahora tiembla como si allí, bailando en la oscuridad, estuviera el demonio.

El final

El principio

La barra de hematites se desliza sobre la hoja. Dibuja arabescos que van tomando la forma de curvas conocidas y hondonadas que desembocan en labios entreabiertos. Traza arcos suaves y líneas desvaídas. Un perfil fino. Cabellos largos y oscuros. La blancura brillante del papel es la de la tez.

El rojo empapa, penetra en los recovecos de las fibras hasta que se convierten en uno. Los dedos lo extienden con una poderosa presión, un ímpetu desesperado. Empapan y colorean. Quieren aprisionar la imagen antes de que la belleza se desvanezca.

Los dedos tiemblan, se estiran, acarician. Los ojos lloran. Las lágrimas se mezclan con el rojo, lo diluyen y revelan inesperadas tonalidades violetas.

El corazón del mundo ha suspendido sus latidos. Callan las frondas y el canto de los pájaros. Los pálidos pétalos de las anémonas salvajes ya no vibran al viento y es como si las estrellas sintieran pudor al mostrarse en el crepúsculo. La montaña parece inclinarse para observar el milagro que se está produciendo río abajo, en un meandro donde el caudal de lecho pedregoso reposa sosegado.

La Ninfa durmiente va cobrando forma bajo las manos del pintor.

Va naciendo, roja de pasión y de amor.

Capítulo 1

1.

El sol esculpía de costado la cara de Massimo Marini y se deslizaba entre las pestañas, encendiendo su color castaño con reflejos de llamas. Los pasos resonaban nerviosos en el sendero rodeado por jardines secretos, ocultos a los ojos por muros ciegos. Las ramas más altas de las magnolias escapaban de la cerca y deponían pétalos que crujían carnosos bajo las suelas. Era como pisotear cosas aún vivas, una alfombra de criaturas moribundas.

La tarde primaveral languidecía plácida, pero las turbulencias oscuras al borde del campo visual anunciaban bruscos cambios. El aire crepitaba de electricidad, contagiando de desasosiego al inspector.

La galería de arte La Cella estaba indicada por una placa de latón fijada en el revoque irregular del edificio del siglo xvii. El reflejo de los ojos en el metal estaba tan distorsionado como su estado de ánimo. Massimo

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