Pijoprogre

Sergio del Molino

Fragmento

libro-4

Todo el mundo en España sabe qué es un progre y con qué intención se señala a alguien como tal. Casi siempre es denigrante, aunque, si lo usa un progre, puede sonar autocrítico, paródico o incluso vindicativo. Pijoprogre es un monstruo morfológico formado por dos sustantivos que arman un insulto-bomba. Pese a su fealdad (tanto pijo como progre, por separado, tienen la virtud de la brevedad y empiezan por la letra p, lo que permite escupir al pronunciarlos), cuajó en 2019 como insulto canónico de la ultraderecha hacia todo aquel que estuviera a su izquierda. Desde aquella esquina ideológica, el 90% de los españoles pueden ser pijoprogres. Disparaban a bulto porque la etiqueta no era sólo política, sino social e intelectual: apunta a un tipo de personalidad que abunda más en la izquierda radical, pero también se encuentra en la izquierda moderada, en el centro y hasta en regiones de la derecha.

El pijoprogre no vota necesariamente a la izquierda radical ni tiene por qué estar demasiado ideologizado. Le basta un barniz de ideas generales sobre la decencia y el bien común ante las que cualquier demócrata puede asentir. En Francia, donde se insulta con más eufonía, los llaman bobós (bourgeois bohème), y su caricatura dice que van en bici, viven en barrios de moda de grandes capitales, han estudiado en la universidad, trabajan en oficinas, y aunque puedan formar familias y tener hijos, no son estas sus prioridades ni sus ambiciones. Muchos prefieren tener un galgo o la raza de perro que se lleve esa temporada. Con tal impedimenta surfean las olas de la sociedad líquida con peinados cuidadosamente despeinados. El pijoprogre o el bobó, así caricaturizado, ocupa el centro de las grandes ciudades (sobre todo, las terrazas de sus bares) y expresa los síntomas de decadencia occidental que el buen ultraderechista aspira a extirpar de la patria.

Yo soy un pijoprogre de una variante atenuada. Vivo en el centro de una ciudad, pero no en una gran capital europea, sino en una urbe intermedia con poco glamur. Mi profesión, en cambio, es informal, libre y ajustada a los estándares de la pijoprogresía. Tengo en mi contra que vivo en familia con mi pareja (con la que no estoy casado, punto pijoprogre a mi favor) y mi hijo, al que educo de forma convencional en un colegio del barrio, sin vanguardias pedagógicas (muchos puntos en contra). Que me guste conducir, me sobren unos kilos y no sepa montar en bici cotiza en negativo. Que me gusten los pueblos y los haya puesto en cierta forma de moda con un libro habla a favor de mi pedigrí progre. Sin embargo, que no me plantee repoblar una aldea perdida ni cultive mis propias hortalizas habla mal de mí. Leo a Rebecca Solnit y a Yuval Noah Harari (bien), pero con lo que disfruto de verdad es con Nietzsche y Galdós (mal). En definitiva, reúno los rasgos suficientes para que un ultraderechista me considere pijoprogre, pero me falta alcurnia a ojos de un pijoprogre del ala dura. Para su gusto, sería demasiado bourgeois y poco bohème.

La fobia hacia el pijoprogre reproduce el estereotipo del matón que le roba el almuerzo al gafotas en el patio del colegio: es el odio al listillo. Se sobreentiende que el pijoprogre ocupa un espacio y tiene un poder que no le corresponden. Su hegemonía social y cultural humilla a quienes creen merecerla por hombría y derecho de conquista. Estos se pasaron los años escolares dando capones a esos cuatrojos y ahora resulta que, dicho a lo castizo, los panolis cortan el bacalao, mientras ellos ven sus valores, sus emociones y su prestigio disminuidos, cuando no ridiculizados y pisoteados en el vertedero. No soportan que aquellos empollones sean hoy los capos de Silicon Valley y de los consejos de ministros.

Olvidemos el falso prefijo pijo y centrémonos en la raíz, progre. Cuenta la leyenda que nació una noche en Bocaccio, el cuartel general de la llamada gauche divine de Barcelona, en algún momento de la década de los ochenta, mientras se emborrachaban alegremente los escritores Félix de Azúa y Rosa Regàs, su hermano Oriol, el cineasta Gonzalo Suárez, el filósofo Eugenio Trías y el periodista Juan Cueto[1]. Según reveló este último muchos años después, la conversación trataba sobre lo «divertidamente indignados» que estaban todos «por el uso y abuso que cierta izquierda española estaba haciendo entonces de algunos valores progresistas y que había elevado precipitada y paletamente a imperativo kantiano». Entre copa y copa, se les ocurrió «el palabro para nombrar y criticar de un plumazo a aquellas otras mitologías que competían con las de la burguesía desde el lado opuesto». Aquel palabro fue progresía, que lleva la guasa en lo morfológico, y del que deriva la apócope progre. Como buenos borrachos, hábiles en la ocurrencia y perezosos en la ejecución, comisionaron a Gonzalo Suárez para que escribiera un artículo que echara a correr el término.

Recordaba mal Juan Cueto. Según Gonzalo Suárez, no sucedió en Bocaccio ni en los ochenta ni se debió a un encargo, aunque sí le inspiraron las conversaciones entre amigos donde se hablaba de estas cosas. Suárez acuñó el término progresía en un artículo de la revista Triunfo publicado el 2 de diciembre de 1972[2], y lo hizo con gran seriedad y maneras de lección del Collège de France, muy lejos de las ocurrencias etílicas que apuntaba Cueto: «Se está produciendo un fenómeno curioso cuyo síntoma más característico quizá sea la reivindicación de una nueva clase social que yo denominaría “progresía”, y que pretende erigirse en representantes de la moral artística, heredando así los derechos ejercidos durante tantos años por la burguesía dominante».

Suárez denunciaba la impostura intelectual de algunos cineastas y escritores que utilizaban el prestigio de la retórica izquierdista para trepar en el establishment «carca» (otro hallazgo de la insultología político-cultural española, lamentablemente en desuso): «La asimilación del progresismo en sus facetas más inocuas y esterilizantes es la hipocresía, la desfachatez, la falacia más nefasta del sistema, y en ella caen como conejillos tantos y tantos de esos miméticos “contestatarios” que pretenden matar al padre sin enfrentarse al enigma de la esfinge». Vamos, que los acusaba de mentar a Pasolini en vano. Y aclaraba: «La progresía es inoperante porque únicamente gira en torno al ombligo de sus biempensantes opiniones. ¿Quién no está en contra de la guerra del Vietnam, por ejemplo?».

Este tipo de filípicas encuentran su fuerza seductora en su debilidad argumental. Para que entendamos a qué diablos se refiere Suárez necesitamos unos ejemplos que nos hurta, porque una cosa es denunciar males genéricos, y otra señalar con nombre y apellidos a personajes que uno se puede encontrar en Bocaccio. La gazmoñería cristiana insta a denunciar el pecado, no al pecador. En un debate, esto es inadmisible: o me dice usted quién y cuándo hizo o dijo tal cosa o no podré juzgarla por mí mismo. La generalización funciona como trampa retórica, pues permite al mismo tiempo que nadie se dé por aludido y que todos reconozcan a alguien que incurre en esos vicios. Por eso triunfa tanto esta clase de sermón.

Así resonó por primera vez el término progresía en la bóveda periodística española, como una crítica desde la izquierda cultural y vanguardista a los impostores que tocaban de oído. La apócope progre desactivó casi de inmediato la carga viral que llevaba el té

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