La odisea

Sylvain Tesson

Fragmento

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EL CANTO DEL REGRESO

 

 

 

 

La construcción de la Odisea no es lineal ni cronológica. Hoy diríamos que es «moderna» (palabra utilizada para designar todo cuanto es inmutable).

El poema cuenta tres acontecimientos: la salida de Telémaco en busca de su padre; las aventuras de Ulises de regreso a Ítaca tras la guerra de Troya; y la llegada de Ulises a su reino y su lucha por dar caza a los usurpadores para restaurar el orden.

Es, pues, un canto al regreso al país, la clausura del destino. El cosmos se había desequilibrado a causa de los excesos del hombre en Troya. Hay que volver a instaurar la armonía. «¡Volverán, esos dioses que tú siempre lloras! El tiempo traerá de nuevo el orden de los viejos días», escribe Gérard de Nerval en «Délfica».[1] ¡Oh, versos al poder homérico! Volver a la patria, remendar el equilibrio cósmico restableciendo el privado, tal es el objetivo de la Odisea. O, en otros términos, volver a civilizar el mundo.

La Odisea es también el poema de la condonación, escrito ochocientos años antes del Evangelio del perdón. Ulises ha sido infiel, pagará por los hombres que se desbocaron. El viaje es reparación, dice Homero. Los dioses se interpondrán en el camino del infractor para imponerle sus pruebas, aunque algunos intervendrán con el fin de ayudarle a superarlas. En ello se oculta la ambigüedad de los dioses antiguos: son juez y parte. Disponen las trampas y ofrecen su auxilio para escapar a ellas.

La Ilíada fue el tema musical de la maldición de los seres humanos. Las perras del alma arrojadas al campo de batalla. La Odisea es el libro de horas de un hombre que escapa del frenesí colectivo y procura volver a conectarse con su condición de mortal, libre y digno.

El último eje de la Odisea es la constancia de alma. El principal peligro para cualquier hombre estriba en «olvidar» su objetivo, desprenderse de sí mismo, dejar de perseguir el sentido de su vida.

Semejante renuncia supondría la mayor falta de dignidad.

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EL CONSEJO DE LOS DIOSES

 

 

 

 

El relato de las aventuras marítimas comienza con el canto IX, ante la asamblea de los feacios, isleños pacíficos, que recogieron a Ulises cuando fue arrastrado hasta sus orillas. Más tarde asistiremos a la reconquista del reino expoliado.

Antes se despliega una extensa introducción en la que se alternan las conversaciones de los dioses para determinar la suerte de los hombres, y las aventuras de Telémaco.

¡Qué extraña construcción! Qué de flashbacks, diríamos, si acudiésemos a lenguas bárbaras. ¡Cuántas inversiones y relatos dentro del relato! Ulises da inicio a la evocación de sus peripecias cuando, durante el banquete feacio, escucha a un aedo hablando de él. Hasta entonces, iba de incógnito. Sin embargo, de repente, el aedo le da vida al hombre, lo saca del anonimato. El verbo se hace carne. Y Homero nos confirma —incluso antes de que existiese— que la literatura da cuerpo a la vida.

El poema se abre entonces a una imagen.

Mientras los otros guerreros abandonan la llanura de Troya, Calipso, diosa esplendorosa, retiene a Ulises. ¿Conseguirá Ulises regresar? Los dioses —exceptuando a Posidón— acuerdan que el héroe sea liberado. Posidón, en cambio, no perdona a Ulises por haber mutilado al cíclope, que es hijo suyo. Sin embargo, según Zeus: «Tendrá Posidón que aplacarse».

El tema filosófico de este canto I se entrecruza en la trama de los versos: al hombre siempre le quedará una parte de libertad. Puede redimirse, incluso después de haberse comprometido. Los dioses no están en contra de los hombres, o por lo menos no siempre. Y el hombre conserva su libre albedrío incluso dentro del destino que los inmortales le trazan.

Con la autorización de Zeus, Atenea vuela a Ítaca para encontrarse con Telémaco y anunciarle que su padre sigue vivo. La diosa le ordena al joven heredero que salga en busca del padre. Lo primero es calmar a los pretendientes que se disputan el trono. Hay que ganar tiempo, y después embarcar; es decir, para un griego, hay que «actuar». El hombre es una lanzadera, libre de moverse en la elevada urdimbre de un destino tejido… Como el navegante que determina su propio rumbo, pero siempre en los límites del mar profundo y cobalto.

Telémaco zarpa. Sale a buscar al padre. Los pretendientes se oponen a su partida. A lo largo del relato, muchas serán sus villanías. Usurpan el lugar del rey, cortejan a la reina, la toman con el hijo. Por pretendientes, hay que entender cortesanos.

Eso son, como tartufos: marqueses empolvados y arribistas de corte que llenarán luego la Historia con sus múltiples avatares. Siempre adocenados ante las puertas del poder, del mismo modo que, vulgares e insolentes, se afanaban a los pies de Penélope, merodeando alrededor del trono de Ítaca. Hoy sus reencarnaciones se disputan los manes de las repúblicas.

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