La conjura de la niebla

Ángela Banzas

Fragmento

Madrugada del 28 de febrero de 1990

Illa de Cruces

(Ría de Arousa)

Siempre supo que iba a suceder. No sabía cómo ni tampoco cuándo, pero sabía que el mal vivía en la niebla y se alimentaba del pueblo.

El silencio y la oscuridad de la noche cubrían las únicas dos ventanas de su casa. Cuatro paredes que eran el refugio en el que había nacido seis décadas atrás y que, siendo solo una parte de su hogar, era el lugar que le daba seguridad en el paraíso natural que escondía la isla. Sin duda una casa modesta, casi destartalada, protegida por la arboleda que sombreaba verdes piedras en medio de una ría privilegiada.

En una silla de enea, con los ojos cerrados y las puntas de los dedos sobre sus sienes, el hombre inspiraba y estiraba párpados a un tiempo para después constreñir el gesto en una mueca a medio camino entre el dolor y el miedo.

No era la primera vez que lo sentía, ya había sucedido antes, pero aquella noche el silencio en su cabeza susurraba peligros con nombre y la oscuridad adoptaba formas que tenían rostro.

Sin estar muy lejos de ese día, guardaba en su memoria la última vez que sintió un miedo parecido. Había sido a las puertas del último verano. Podía recordar el temblor en su voz al rogar a dos pobres muchachas para que atendiesen las advertencias que manaban de su boca, encadenadas unas a otras como un rosario de palabras ahogadas que brotan de aguas enajenadas.

Les había hablado de la noche, de la niebla y de todas las sombras que aparecían al esconderse el sol cada día. No tardó en lamentar sus reacciones: sonrisas cómplices de la una con la otra, víctimas de la incomprensión de un mensaje de alerta y también del brillo que la curiosidad propia de la juventud regalaba a sus miradas. Esas con alas de mariposa que sueñan con desplegar grandiosas su fuerza en el universo. De ahí que no vieran la amenaza, que no intuyeran el riesgo al que exponían sus vidas esa noche. Temeridad por la que se ha de pagar un precio, sea grande o pequeño, y que, en su caso, fue inmenso. Porque no eran más que niñas. Solo niñas. Y ya siempre serían niñas.

Hijo de la desesperación, el dolor del hombre esa noche de febrero se reflejó en su rostro, bañándolo de un sudor frío que estremeció su cuerpo y lo puso en movimiento. Avanzó hacia la puerta de madera partida de la entrada, a escasos dos pasos, abrió la hoja superior y asomó medio cuerpo, trémulo como hoja al viento.

«¿Dónde estás?», quiso saber, y preguntó a la noche. Las volutas de su aliento removieron el rocío que flotaba en el aire largos segundos sin hallar respuesta, y la quietud reinó de nuevo con su manto de niebla indiferente.

Abrió la hoja inferior y se detuvo en el umbral de la puerta. «¿Dónde estás, pequeña?».

Un llanto desconsolado rompió la noche como relámpago en la tormenta e hizo que el hombre, tan enjuto en carnes como envuelto en fatigas, se adentrase en la espesura.

Caminó en la niebla con grandes pasos que, de inmediato, corrigió. Porque era imposible ver más allá de su brazo extendido. Imposible reconocer caminos o el lugar que su instinto le susurraba era el correcto y debía alcanzar.

Recordó entonces el ultimátum bajo el que vivía desde hacía tiempo y sus pies se detuvieron un instante, solo uno, bajo el embrujo con olor a sal, vaharada densa del mar que se pegaba a su piel y lo obligaba a pensar en aquello que estaba a punto de hacer, en la persona que estaba dispuesto a salvar con su propia vida de ser necesario. Frotó con avidez las yemas de sus dedos, indeciso, y rememoró el momento en que, entre golpes, le hicieron jurar que viviría al margen, dejándolos actuar a ellos, solo a ellos, a quienes gobernaban en la niebla para arrancar almas de sus cuerpos.

Pero él sabía que, de aceptar la propuesta de vivir con los ojos cerrados, sin entrometerse en nada, el mal ganaría la partida. Porque es cuanto la oscuridad necesita para que nadie dibuje su sombra, ningún límite para atraparla. Podría continuar en su casa, bajo la promesa de mirar hacia dentro de las ventanas. Eso le habían dicho con voz y ojos de amenaza si no quería volver a estar encerrado. Encerrado entre paredes blancas y solitarias que gemían y gritaban, que lloraban y rezaban cuantas penas arrastran los que han sido condenados.

Dudó y concluyó mientras avanzaba un paso tras otro que él ya no temía al encierro. No había peor prisión ni condena que el silencio impuesto a quien no está sordo ni ciego. Así, aquella madrugada de febrero, sin desoír el llanto que rompía la oscuridad, que apelaba a su conciencia y necesitaba de su ayuda para salvarse, se arrogó el aplomo de un ejército, también el miedo de un simple mortal, y consintió ser devorado por las tinieblas.

Con sus manos y temblores abrió la extensa maleza que cubría el camino y la total ausencia de él. Aquella noche la oscuridad era densa, un pesado manto sin estrellas, sin luz ni el testigo de la luna llena. Caminaba deprisa, lamentando el minuto perdido, cada minuto de quien lloraba a su destino.

Árgomas siniestras cerraban su paso cual batallones para forzar la rendición de un hombre desesperado que avanzaba un paso y dudaba dos, guiado por el susurro de la noche y las lágrimas de quien temía a la muerte. Nervioso y menudo, jadeó entre vahos, sintiendo los pinchazos de las zarzas enroscándose a unos pantalones demasiado holgados a sus años.

Arrastró silvas y espinas con el único fin de rescatar a una niña que solo lo tenía a él. A nadie más en el mundo. Y él lo sabía. Dio un tirón y rasgó la pana del pantalón como la garra de un animal furioso. Sus gafas saltaron en el puente de la nariz y, con la mano abierta, en un reflejo, las encajó de nuevo. El tropiezo provocó un tambaleo, poca suerte para sus nervios y cayó al suelo. Fue entonces cuando imploró buscando luz en el cielo de aquella noche sin dejar de lamentar la torpeza de sus pies en la niebla.

Niebla.

Niebla que se deslizaba sobre la tierra que pisaban los vivos, besando con húmedo aliento los sueños de los muertos. Se irguió con ímpetu y rogó misericordia al tiempo que escuchó el graznido de los cuervos, de esas aves que, entre alas, alentaban ánimos carroñeros entre las armonías nocturnas de la isla.

—¡Alejaos! —ordenó casi sin resuello acompañando su voz al movimiento de sus brazos.

Las miró, se miraron y se encogió ante cientos de ojos que aguardaban su momento.

Echó a correr, mortificado, diciéndose que faltaba poco, que lo conseguiría, aunque ya no escuchaba el llanto de la niña, aunque una angustia fría mordía su pensamiento. Un pensamiento que infundía poco aliento y menos certezas de si llegaría a tiempo para salvarla.

Volvió la vista tras él; espesa y oscura, la niebla avanzaba y lo sitiaba con su ingrávido trance de locura. Giró sobre su cuerpo, a la izquierda y a la derecha, cerró los ojos, buscando luz y guía en un pálpito que le decía que la encontraría pronto. No dudó y ec

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos