PRELUDIO
(en tonos oscuros)
Budapest, noviembre de 1944
La dignidad de un hombre se mide por cómo hace frente a la muerte.
Con el primer quejido de motor lejano en la negrura que precede al alba, Judah supo que venían a por él. Después de tantos días temiéndolo, tantas noches insomnes esperando verlos llegar, aquella certeza lúcida fue casi una liberación.
Por un instante el miedo le asaltó con tal violencia que le vació la mente, paralizándole al mismo tiempo el cuerpo. Miedo físico, tangible. Un temblor acompañado de sudor gélido y pulso disparado, que casi le hizo desmayarse. Luego, tras los golpes en la cancela exterior, mientras el viejo portero, Laszlo, descorría los cerrojos y franqueaba el paso a los vehículos, recuperó el coraje suficiente para salir de la cama.
Si iban a sacarlo de su casa en plena noche para conducirlo al sacrificio, no lo harían arrastrándole en pijama y zapatillas sino por su propio pie, vestido con un buen traje. Llevaría la cabeza alta.
En su edificio de la calle Király todavía quedaba alguna reserva de carbón, por lo que la calefacción estaba en marcha. La mayoría de los habitantes de Budapest no era tan afortunada, especialmente en la comunidad judía, sujeta desde hacía años a restricciones cada vez más ominosas. Los habían marcado como al ganado, convirtiendo el signo de David en un estigma clavado en el pecho, y ese símbolo equivalía a una condena ejecutada cuándo, cómo y en la forma que cada verdugo escogiera.
Judah estaba solo en el piso, demasiado grande para él en ausencia de Hannah y los chicos. Ellos debían de estar ya a salvo, lejos de Hungría, o en el peor de los casos refugiados en la legación española, desde la que partirían hacia su nueva vida en cuanto fuese posible. Eso al menos necesitaba creer, so pena de volverse loco por el dolor de su pérdida, ya que él había rehusado acompañarlos, a fin de permanecer al pie del cañón en el Consejo Judío establecido por el teniente coronel Adolf Eichmann tras la ocupación alemana culminada a mediados de marzo. Él y su obsesivo sentido del deber…
¡Cuánto añoraba el calor de Hannah en la madrugada sombría! Lo que daría por sentir el tacto de su mano en la frente, aliviando con ese gesto las cargas que con frecuencia creciente la surcaban de preocupación. Ahora que todo parecía acabado, estaba seguro de haber cometido un error garrafal no solo por no salvarse mientras estuvo a tiempo de hacerlo, sino por cuantas veces había secundado los llamamientos a la calma de sus mayores asegurando que de ese modo las juderías húngaras, y en particular la de la capital, correrían mejor suerte que las polacas, ucranianas o bálticas. ¡Qué terrible pecado de soberbia! ¿Por qué se habían creído superiores a los demás, hasta el extremo de insistir, marcando el orden de las palabras, en que mientras aquéllos eran judíos polacos, ucranianos, letones o lituanos, ellos eran húngaros judíos?
Se habían equivocado dramáticamente en el cálculo, confundiendo sus deseos con la cruda realidad. Eran y siempre serían judíos. El pueblo elegido. La estirpe maldita.
Ya vestido, aseado y dispuesto para salir, Judah se asomó a la ventana de la habitación de servicio, que daba al patio interior. El cuarto estaba vacío desde que los alemanes prohibiesen a los hebreos contratar personal doméstico no judío. Si alguien hubiera sorprendido a Berta, una chica cristiana, trabajando en esa casa, su vida habría valido tanto como la de sus patronos. Nada.
En la oscuridad de la cochera apenas se distinguían las siluetas de los dos vehículos aparcados, con los faros apagados, bajo la custodia de otros tantos hombres armados. Su propio automóvil, un flamante Alfa Romeo de seis cilindros, adquirido en 1937, había sido vendido en abril a un colega de profesión por la mitad de su precio, después de que los ocupantes determinaran que los judíos no podían poseer coche propio y quedaban excluidos de cualquier transporte que no fueran ciertos taxis o vagones del tranvía. También se los privó de sus aparatos de radio, al tiempo que sus firmas desaparecían de las imprentas. Otro pequeño jalón en la senda interminable de ofensas que llevaba hasta esa noche del 25 de noviembre de 1944. Con toda probabilidad, la última que verían sus ojos.
Judah observó desde el salón que, pese al ruido ocasionado por la llegada de los soldados, ninguna ventana del vecindario se había iluminado. La calle estaba desierta. El resto de la guardia enviada a capturarle debía de encontrarse ya dentro del edificio, a juzgar por el estruendo de botas martilleando los escalones de madera con la rítmica cadencia de un desfile militar. Seguro que eran alemanes encuadrados en las SS y no matarifes locales reclutados en los bajos fondos. Hombres disciplinados, obedientes, eficaces, ordenados. Asesinos pulcros y metódicos.
Mientras respiraba hondo, buscando desesperadamente en su interior la fuerza necesaria para no sucumbir al miedo hasta el extremo de perder la compostura, se preguntó si alguno de sus vecinos estaría despierto, temiendo ser la presa de esa partida de caza. ¿Podría encontrarse alguno igual de aterrorizado que él? ¡Claro que sí!
Seguro que sus vecinos estaban despiertos, aunque nadie asomaría la nariz al descansillo. Ni siquiera pronunciarían su nombre cuando se uniera a la larga lista de «desaparecidos» en plena noche. Prohibirían a sus hijos preguntar, tratarían de borrar esa sensación atroz de sus estómagos encogidos y elevarían una plegaria al cielo rogando a Yahvé no ser los siguientes. Intentarían sobrevivir a cualquier precio, librar a sus seres queridos del genocidio. ¿Qué otra cosa podían hacer? ¿Qué había hecho él mismo? Estaban solos ante un mal infinitamente perverso. Únicamente les quedaba implorar la misericordia divina y solicitar la ayuda de algunos diplomáticos, contados con los dedos de una mano, dispuestos a jugarse el cuello por ellos.
¡Benditos fuesen por siempre esos hombres valientes y justos!
El sonido metálico de un timbrazo cortó de cuajo sus reflexiones. Por un instante fugaz había fantaseado con la posibilidad de huir a través de una ventana, trepar hasta el tejado y escabullirse por allí hasta alguna de las casas protegidas por Suiza, Suecia o España, donde acaso le dieran refugio. Ninguna estaba demasiado cerca, aunque con suerte, con mucha suerte, tal vez lograra llegar, al amparo de la noche. La cordura le había devuelto enseguida a la realidad. Era abogado, no militar ni mucho menos un bandido acostumbrado a escaparse. Tenía cuarenta y seis años cumplidos, la cintura abultada propia de quien disfruta comiendo, lentes gruesas de miope cargado de dioptrías y los pies planos. ¿Dónde iba a ir? Había llegado la hora de hacer frente a su destino.
—Herr Sofer. —El tono era cordial, amigable—. ¿Me esperaba?
El hombre que estaba al otro lado del umbral iba vestido de paisano, con abrigo de paño largo, zapatos perfectamente lustrados y sombrero de fieltro a la moda. Hablaba un alemán culto, propio de un burgués instruido. Pese a su aspecto, no obstante, Judah identificó inmediatamente a Kurt Kaltmann, Obersturmführer de las Schutzstaffel; las temidas escuadras de protección, más conocidas por las siglas SS, creadas como puntas de lanza del sanguinario régimen hitleriano.
El teniente Kaltmann era un viejo conocido suyo. Le había visitado por vez primera en la primavera de 1943, nada más llegar a Budapest obedeciendo órdenes de Edmund Veesenmayer, a la sazón general de las SS y destacado miembro del partido nazi destinado en la embajada de Zagreb, Croacia. Veesenmayer estaba entonces preparando un informe para Hitler sobre la situación de los judíos en la vecina Hungría y había enviado a varios colaboradores de su confianza a recabar información sobre el terreno. Entre las misiones asignadas a Kaltmann estaba la de entrevistarse con miembros prominentes de la comunidad hebrea a fin de evaluar sus relaciones con el régimen de Miklós Horthy.
Judah Sofer encajaba de lleno en esa categoría. Presidía, hasta que la última ley antisemita se lo prohibió, uno de los principales bufetes de la ciudad, fundado por su padre. Un despacho influyente, extraordinariamente bien relacionado, que él había llevado a lo más alto tras graduarse en la Universidad de Budapest dentro del exiguo cupo reservado a los judíos en las leyes de numerus clausus aprobadas en los años veinte con el fin de restringir severamente el acceso a los estudios superiores a los hombres y mujeres pertenecientes a su confesión.
Muchos compañeros suyos del colegio deseosos de convertirse en médicos, ingenieros o juristas no habían tenido otra salida que la emigración, pero él había superado el corte. De haber tenido un expediente más flojo, ahora estaría seguro en compañía de su familia, disfrutando del éxito en Nueva York, Brasil o Argentina, donde su cuñado, Raphael, prosperaba desde hacía una década.
Una broma macabra de la fortuna.
Sofer y Asociados, la firma encabezada por Judah, asesoraba a varias instituciones sobresalientes, tales como los comités de Finanzas y Asuntos Exteriores del Senado, cámara de la que algunos conversos todavía formaban parte en abril del 43, resistiendo a la presión alemana para que Hungría «resolviera la cuestión judía». También tenía clientes entre los grandes industriales hebreos de la capital. Era un personaje poderoso y se lo había hecho saber sin disimulos a su interlocutor alemán desde la primera entrevista, en la creencia de que su gobierno le protegería. La expresión de Kaltmann esa noche otoñal de 1944, mirándole como el gato mira al ratón, señalaba claramente al perdedor del desafío.
Sofer y Kaltmann se conocían, sí. De hecho, el oficial se había mostrado extremadamente cortés en las dos visitas que había realizado al despacho de Judah, así como en la cena que éste le había ofrecido en su domicilio privado con el propósito de engrasar unas relaciones mutuamente beneficiosas. Lo que no podía sospechar entonces el letrado era que sus palabras contribuirían a que Veesenmayer, convertido en ministro plenipotenciario del Reich tras la ocupación, enviara a Berlín dos informes consecutivos señalando a todos los judíos como enemigos a exterminar, en su condición de culpables de fomentar el derrotismo de las autoridades húngaras ante la marcha de la guerra.
Desde ese lejano «entonces» habían ocurrido muchas cosas. Dada la sucesión de acontecimientos vividos, Judah estaba preparado para casi todo, aunque le sorprendió ver el rostro de ese teniente. Precisamente a él no se lo esperaba. No señor.
Habían vuelto a coincidir en marzo, con motivo de una reunión convocada por el alto mando de las SS para transmitir a la Congregación Israelita de Pest que la población judía de la ciudad no tendría nada que temer si obedecía las consignas. Y él había vuelto a creerse esos embustes. Ahora era consciente de ello. Pese a lo cual, le costaba creer que un oficial como Kaltmann, con aires de caballero alemán, llegara a ensuciarse las manos incumpliendo personalmente la palabra dada por sus superiores.
Una vez más, se equivocaba.
—¿Me esperaba?
La pregunta se repitió, en un tono algo más firme.
—En cualquier momento, sí —mintió Judah con voz temblorosa—. ¿Puedo invitarle a un coñac? Si no es demasiado tarde o demasiado temprano para usted, desde luego…
—¿Por qué no? Mis hombres aguardarán. No tenemos prisa.
Kurt Kaltmann era un obseso de las formas. Valoraba sobremanera las reglas básicas de urbanidad, componentes esenciales de la civilización por la que luchaba su país contra las hordas eslavas. Las respetaba a rajatabla. También se consideraba un esteta. De ahí que experimentara un refinado placer ante la inminencia de lo que estaba a punto de ocurrir, exactamente tal como lo tenía previsto. Le había costado demasiado llegar a ese preciso instante para desaprovechar una migaja de goce.
El oficial alemán despreciaba cada rasgo, cada molécula del hombre que tenía ante sí. Regordete, corto de estatura, con un cabello ralo menguante en las sienes y una barba ya canosa incapaz de disimular la papada incipiente propia de los holgazanes chupasangre de su raza, el señor Sofer encarnaba a sus ojos el prototipo del judío ventajista, ascendido hasta su posición de privilegio a base de aprovecharse de la buena gente trabajadora. ¿Cómo podían gobernar el mundo gentes tan insignificantes, tan indignas de acumular el poder y la riqueza que atesoraban?
Sus reflexiones, estaba convencido de ello, nada tenían que ver con el racismo enunciado en el credo nacionalsocialista a partir de las teorías de Alfred Rosenberg. Eran evidencias de carácter histórico. Mientras su padre y tantos como él habían perecido en las trincheras de la Gran Guerra defendiendo el honor de la patria, los judíos se habían lucrado de ese dolor acaparando bienes de primera necesidad, vendiéndolos en el mercado negro y cobrando intereses desproporcionados por los préstamos que concedían. Su prosperidad estaba basada en el oportunismo más vil. Era hora de cobrarse la revancha.
Kaltmann había seguido los pasos a Sofer. Conocía a la perfección sus vínculos con la Administración del depuesto Horthy. Él mismo se había jactado, en sus primeras entrevistas, de los amigos y contactos con los que contaba en el gobierno, sin faltar a la verdad. Varios senadores, un diputado, algún ex ministro incluso, industriales esenciales para la maquinaria de guerra alemana habían intercedido en su favor. Palancas influyentes que le habían mantenido a salvo durante un año y medio largo, fuera del alcance de la Gestapo. Ese judío se le había resistido mucho más de lo razonable, pero al fin era suyo. Sin violencia. A su manera.
—¿Pasamos al salón? —propuso Judah, decidido a averiguar el porqué de esa sorprendente visita y si finalmente habría de agradecer o, por el contrario, lamentar, ser objeto de un trato tan especial.
—Mejor al comedor. Es más acogedor, ¿no le parece?
La respuesta dejó desconcertado al abogado, aunque obedeció. Condujo a su huésped a la habitación indicada, cuya doble puerta acristalada se abría al recibidor.
Era una estancia amplia, concebida para reunir a una familia numerosa en las celebraciones festivas del Sabbat en torno a una mesa maciza de caoba con capacidad para catorce comensales, que en contadas ocasiones llegaban a juntarse. Yahvé no había tenido a bien bendecirle más que con dos hijos, por lo que ese comedor siempre le había parecido un espacio un tanto frío, destinado a las cenas o almuerzos de carácter social.
Como muestra de su buena voluntad, allí había recibido a Kaltmann en su día, junto a un grupo escogido de líderes de la comunidad, e incluso le había presentado a Hannah y a los niños. Otro error imperdonable. Qué ridícula parecía ahora la sensación con la que se acostó esa noche, convencido de haber sentado las bases de un diálogo constructivo. Cuánto había llovido…
Tras encender la luz y ofrecer al oficial una silla, Judah fue hasta el aparador en busca de una copa, que llenó de licor. Mientras lo hacía, se preguntaba con qué fin. Por qué prolongar una agonía inútil, sabiendo cuál sería el final. Nunca habría creído que la vida se nos agarrara con tal fuerza a las entrañas, pero el instinto de supervivencia demostraba ser mucho más fuerte que cualquier razonamiento lógico. Y sí, quería vivir. Habría querido vivir una vida larga junto a la mujer y los hijos que llenaban de sol sus días. Cualquier minuto que arañara a la existencia sería un minuto más, un latido, una esperanza.
Depositó el coñac sobre la mesa, frente al alemán, sintiendo cómo la frustración iba ocupando poco a poco el espacio que antes solo rebosaba miedo. Estaba siendo ultrajado en su propia casa por un individuo que, de no ser por la guerra, jamás se habría cruzado en su camino. Un tipo educado, cierto, aunque de un nivel sociocultural muy inferior al suyo, que ni en sueños habría podido permitirse contratar sus servicios en otras circunstancias. Ahora se encontraba en sus manos, inerme, con la desagradable sensación de desempeñar el papel de perdedor predestinado en un juego perverso, con cartas marcadas y sin fuerzas para plantar cara.
Seguramente habría hecho bien hacía un rato en saltar por la ventana, no con el fin de huir, sino de terminar rápido. Empezaba a pensar que pronto se arrepentiría de no haber tenido el valor de dar ese salto. Así sumaría un elemento más a la larga lista de reproches con la que se iría a la tumba.
El oficial se tomó su tiempo para paladear a placer el sabor de la victoria antes de arrancarse a hablar muy tranquilo, cual invitado con modales que cumplimenta a su anfitrión.
—Ese cuadro —señalaba un paisaje urbano, evidentemente antiguo, colgado en la pared a la altura de la cabecera de la mesa— debería habérmelo vendido cuando tuvo ocasión de hacerlo.
—¿Habría cambiado eso algo?
—¡Desde luego! Usted habría obtenido un permiso para abandonar el país junto a su familia, tal como yo le ofrecí y aceptaron otros más listos. Hoy estaría en Palestina o en América, en compañía de sus compatriotas y con cierta cantidad de dinero en el bolsillo. Modesta, desde luego, aunque generosa dadas las circunstancias. Le insistí en mi interés artístico, ¿recuerda? Le aconsejé que aceptara. Ahora mi oferta ha bajado drásticamente.
—Mi país es Hungría —replicó Judah, rotundo, haciendo caso omiso de la burla.
—Las leyes que ha aprobado su propio gobierno, aliado del Eje, no parecen corroborar esa afirmación. Se asemejan mucho a las que el Führer impulsó hace una década en Alemania, para bien de todos.
—Tiene usted razón.
El rostro de Kaltmann reflejaba la satisfacción del triunfador que sabe a su adversario derrotado, a punto de implorar clemencia, aunque Judah no había terminado de expresar su pensamiento.
—Los húngaros judíos —prosiguió— hemos visto mutilados nuestros derechos civiles, expoliadas nuestras propiedades y privadas de valor nuestras vidas. Se nos ha prohibido ejercer cargos públicos, administrar empresas y hasta mantener relaciones sexuales con gentiles, como si el hecho de adorar al Dios de Abraham nos convirtiese en gentes impuras. Pero ninguna ley humana puede despojarnos de nuestra patria húngara. Su lengua es nuestra lengua. Su historia es nuestra historia. No pueden quitarnos eso.
Judah era vagamente consciente de estar sosteniendo obstinadamente un discurso en el que ni él mismo creía ya. Con todo, no pensaba proporcionar a ese nazi arrogante el gusto de verle abjurar a última hora de los argumentos que había defendido desde el comienzo de la dramática escalada en la que estaban inmersos, cuando nadie pensaba que las cosas llegarían tan lejos. No mientras le quedara un ápice de dignidad, aunque lo dicho por el oficial fuese una verdad inapelable.
En ese frío noviembre de 1944, Sofer estaba casi seguro de que más de trescientos mil hermanos residentes en las zonas rurales habían sido ya exterminados. Los doscientos mil residentes en Budapest, a los que se habían sumado otros tantos prófugos de las provincias, iban siguiendo poco a poco sus pasos, a medida que los escuadrones de la muerte llevaban a cabo su tarea implacable.
La narración de lo sucedido, traída por algún testigo horrorizado ante esas escenas, resultaba escalofriante. El día previo a su deportación, los marcados con la estrella amarilla, incluidos bebés recién nacidos, enfermos y reclusos, eran sacados a la fuerza de hospitales y prisiones para ser conducidos a los guetos en cuyos edificios atestados de gente se hacinaba ya el resto de los judíos. Desde allí se los conducía hasta la estación de ferrocarril, donde embarcaban a empujones en vagones de ganado a razón de cien personas en cada vagón, con un cubo de agua y otro destinado a las necesidades fisiológicas. Las puertas se cerraban a cal y canto, las ventanas permanecían bloqueadas con tablones, y los trenes se ponían en marcha hacia Auschwitz, escoltados por unidades de la gendarmería húngara hasta la frontera.
Durante el trayecto muchos morían asfixiados y otros se suicidaban. Aprovechando las paradas, los que resistían a esas terribles condiciones, agravadas por el calor sofocante del verano, sufrían abusos y brutalidad por parte de los guardias fronterizos o las unidades de las SS encargadas de su custodia una vez fuera del territorio magiar. Los que sobrevivían al primer reconocimiento médico, al considerárselos aptos para trabajar, acababan en Bergen-Belsen, Dachau, Buchenwald, Ravensbrück o el propio Auschwitz, donde su esperanza de vida quedaba reducida a pocas semanas de extenuación abocada a una muerte segura.
En la capital las cosas no habían llegado a tal extremo, aunque empeoraban de día en día. A comienzos de mayo el gobierno húngaro había ordenado la identificación y registro de los edificios y pisos habitados por hebreos, más de treinta mil, de los cuales dos mil ochocientos fueron señalados como «casas estrelladas» y marcadas con una gran estrella de seis puntas en la entrada. En ellas quedaron confinadas millares de personas obligadas a trasladarse desde sus propios domicilios. Ante las protestas de algunos propietarios cristianos, el número de viviendas se redujo a unas mil novecientas, que a mediados de agosto albergaban ciento setenta mil almas. Otros cien mil judíos, como el propio Judah y sus vecinos, seguían residiendo ilegalmente en lugares oficialmente reservados a los cristianos, al amparo de cierta tolerancia tan incierta como relativa.
Las noches del 15 y 16 de octubre, coincidiendo con el golpe del pronazi Ferenc Szálasi, una horda de paramilitares encuadrados en el Partido de la Cruz Flechada se había dado una orgía de sangre hebrea previa irrupción en varias «casas estrelladas», que saquearon a conciencia antes de conducir a centenares de hombres, mujeres y niños al Danubio, arrojarlos al río desde los puentes y rematarlos a tiros en el agua. A raíz de las matanzas, los alemanes se habían hecho cargo de la custodia de esos edificios, cuyas puertas abrían o cerraban a su antojo, en ocasiones por espacio de hasta diez días. Y todo apuntaba a que lo peor aún estaba por venir.
Esa misma tarde, al regresar a su hogar, el abogado había observado que empezaba a acumularse material de construcción a la entrada del barrio judío, evidentemente con el propósito de levantar un muro a su alrededor. Los ocupantes y sus cómplices se disponían a cerrar la trampa.
Definitivamente, pensó Judah, escrutando la mirada gélida de su visitante nocturno, tendría que haberse arrojado al vacío mientras tuvo posibilidad de romperse de ese modo el cuello. Habría sido más rápido.
Kaltmann se estaba bebiendo el coñac muy despacio, saboreando cada gota de Courvoisier con la misma fruición que su triunfo sobre el recalcitrante judío que había osado resistirse a su dominio. Disfrutaba cada segundo de esa conversación trivial, tan aparentemente inocente como cruel.
—¿Realmente ignora la identidad del artista firmante de esta obra, herr Sofer? No he dejado de pensar en ella desde la primera vez que la vi. Tiene usted aquí colgada una verdadera maravilla. Me sorprende que, siendo judío, desconozca su valor.
Judah contempló una vez más ese cuadro, transmitido de padres a hijos a lo largo de varias generaciones, que no había salido de la familia desde que uno de sus antepasados, próspero comerciante en pieles, lo trajera de España al regreso de uno de sus viajes. Mostraba una ciudad medieval, guardada por murallas y un foso natural, no muy diferente a Buda. La ciudad sagrada de las diez sinagogas, de acuerdo con la tradición hebrea previa al segundo éxodo. Toledoth.
Según contaba su padre, y antes que él su abuelo, la vista expuesta en el cuadro correspondía a la judería de esa remota localidad española, que nadie apellidado Sofer había vuelto a visitar en los siguientes ciento cincuenta años. En primer plano aparecía un río caudaloso de aguas oscuras, amenazantes, atravesado por un puente de cuatro ojos guardado en ambas orillas por torres fortificadas. Dominando la pintura, exactamente en el centro, un edificio macizo, híbrido entre iglesia monumental y castillo, alzaba su mole majestuosa bajo un cielo triste de invierno, salpicado de nubes negras, al que asomaba su cara pálida una luna creciente, casi llena. Junto a él, otra estructura semejante, seguramente un convento, imponía su presencia a las casitas vecinas, alineadas en tropel sobre la ribera abrupta hasta el borde mismo de la tela. Edificaciones humildes, colgadas a ras de roca, entrelazadas con paños de muralla antigua. Moradas típicas de un gueto judío mezcladas con símbolos del poder cristiano.
Esa pintura había estado siempre en su casa, venerada como un tesoro, no tanto por su valor material cuanto por el significado simbólico que encerraba Sefarad como patria de Maimónides y otros grandes sabios hijos del pueblo escogido. También había sido adquirida, decía la tradición de los Sofer, por representar el epicentro geográfico de un episodio histórico que el pueblo judío en la diáspora no debía olvidar: la traumática expulsión de esa tierra, patria de incontables hermanos asentados en ella desde tiempo inmemorial.
Aunque la comunidad hebrea de Budapest estaba compuesta mayoritariamente por askenazis, Judah no había conocido a un sefardí que no añorara ese hogar perdido quinientos años atrás y no llorara su pérdida. El exilio forzoso derivado de esa expulsión era evocado por la diáspora como algo semejante a la esclavitud en Egipto. Otra prueba terrible a la que Yahvé sometía a su pueblo, sin parangón hasta el momento en que el Holocausto se abatió sobre él. Claro que el Holocausto, la Shoah, resultaba inimaginable para cualquier mente sana. ¿Cómo podía nadie concebir semejante horror?
La obra colgada en su comedor, de indudable calidad, constituía además la prueba tangible del éxito comercial alcanzado por uno de los primeros portadores del apellido Sofer, al que atribuían el mérito de haber vencido a la pobreza y puesto cimientos sólidos a la prosperidad familiar. El comercio había dado paso con los años a una industria de curtido de pieles, al principio modesta, que fue creciendo hasta asentarse en Pest antes de ser traspasada. Hacía tres generaciones que ningún miembro de la saga se ponía un mandil, una vez liquidada, con gran provecho, la fuente inicial de ingresos que les había permitido ascender en la escala social y profesional.
Merced a ese éxito, la familia del abogado había sido de las primeras en instalarse en el barrio judío de la capital, crecido alrededor de la gran sinagoga de la calle Dohány, a cuya construcción había contribuido con generosas cantidades de oro y plata su abuelo, a partir de 1858. El templo se enorgullecía de ser el mayor de Europa, al poder albergar a tres mil personas. Había sido levantado deliberadamente con una estructura muy parecida a la de una iglesia católica, a fin de transmitir de ese modo el empeño de los judíos por integrarse en la sociedad cristiana. ¡Qué ingenuidad! Ahora todo ese espacio servía para hacinar al doble de ancianos, niños y enfermos, encerrados allí por los ocupantes nazis en espera de ser deportados. Seis mil ciudadanos húngaros considerados extraños en su propia patria. Marcados para el exterminio.
El cuadro al que se refería el teniente de las SS era por tanto algo mucho más valioso que una mera antigüedad, por más que el objeto en sí fuera lo bastante goloso como para atraer la mirada de un individuo de la catadura de Kurt Kaltmann. Un depredador sin escrúpulos. Un vulgar ladrón.
Atónito ante lo que escuchaba, Sofer se preguntó por qué no habría escondido la pintura la primera vez que recibió a ese hombre en su hogar. Por qué no habría sido más precavido. Debería haber anticipado que sus ojos codiciosos se fijarían en él. Debería haber previsto tantas cosas…
Cualquier judío instruido sabía perfectamente lo volátil que era su riqueza en un contexto de crisis. La historia proporcionaba incontables ejemplos de expolios sufridos por ellos en la propia Sefarad y desde luego en Hungría. Allí, en su amado país, señores feudales y burgueses habían establecido desde antiguo la costumbre de endeudarse con los hebreos hasta más allá de lo razonable y zafarse después de esas deudas por el método expeditivo de librarse de los acreedores; es decir, echarlos de sus tierras y quedarse con sus bienes.
Los pretextos invocados para justificar el robo eran tan variados como inverosímiles. Los hebreos habían sido acusados de matar niños con fines rituales, envenenar pozos o ayudar al enemigo en las guerras contra los turcos. Cualquier excusa era buena. ¿Qué le había hecho pensar que esta vez sería distinto? Al principio, la ingenuidad. O acaso la cobardía de no querer aceptar lo que la evidencia hacía indiscutible. Después, la ferocidad de la persecución desatada. Un proyecto de aniquilación sistemática y total, implacable, brutal. Demoníaco, inhumano, y por ende incompatible con cualquier cálculo racional.
Las leyes raciales impuestas por los alemanes y las matanzas sobrevenidas después eran tan bárbaras, tan hijas de un odio ciego, que un jurista como Judah no había hilado su aplicación con la rapiña más burda. Y sin embargo, en su caso todo se ceñía a eso. El hombre sentado a su mesa, bebiéndose en ese instante su coñac, iba a enviarlo a la muerte a fin de robarle un cuadro. Ni más ni menos.
Sumido en sus cavilaciones sombrías, Judah había perdido la noción del tiempo. Le parecía haber dejado pasar una eternidad desde que el oficial nazi le hiciera un comentario referido a la obra colgada en la pared de su comedor, y ni siquiera recordaba bien qué era exactamente lo que había dicho. De ahí que se limitara a reiterar, sin aparente emoción:
—Como le dije en su momento, el cuadro nunca ha estado en venta.
Kaltmann era un hombre frío. La mayoría de sus compañeros de armas habrían juzgado esa réplica motivo más que suficiente para pegarle un tiro a ese subser y dar por zanjado el asunto. Él no. Nunca se había considerado antisemita ni tampoco estaba especialmente orgulloso de la pureza de su raza aria, pese a reunir todos los requisitos físicos y familiares necesarios para exhibirla. Él era un pragmático.
Desde hacía al menos un año sabía perfectam