MARIA
¿Qué hace malvado a Iago?, preguntan algunos. Yo nunca pregunto.
Otro ejemplo, uno que me viene a la cabeza porque esta mañana la señora Burstein ha visto una cascabel pigmea entre las alcachofas y desde entonces está intratable: yo nunca pregunto por las serpientes. Por qué debería Shalimar atraer a los búngaros. Por qué habría de necesitar una serpiente de coral dos glándulas de veneno neurotóxico para sobrevivir mientras que una serpiente rey, tan similar, no necesita ninguna. Dónde queda la lógica darwiniana. Podrías preguntarlo. Yo nunca lo hago, ya no. Recuerdo un incidente recogido no hace mucho en el Herald-Examiner de Los Ángeles: cerca de Boca Ratón encontraron muerta en su caravana a una pareja de luna de miel, oriunda de Detroit; una serpiente de coral seguía enroscada en la manta térmica. ¿Por qué? A menos que estés dispuesto a pensar a largo plazo, no existe una «respuesta» satisfactoria para tales preguntas.
Pues eso. Soy lo que soy. Buscar «razones» no tiene sentido. Pero como aquí se dedican a buscarlas, me preguntan. Maria, sí o no: Veo una polla en esta mancha de tinta. Maria, sí o no: Un gran número de personas tienen malas conductas sexuales, creo que mis pecados son imperdonables, el amor me ha decepcionado. ¿Cómo podría contestar? NADA VIENE AL CASO, escribo con el lápiz IBM imantado. Qué viene al caso, preguntan después, como si la palabra «nada» fuera ambigua, abierta a interpretaciones, un fragmento dudoso de una runa islandesa. Solo existen ciertos hechos, digo, intentando otra vez participar amablemente del juego. Ciertos hechos, ciertas cosas que ocurrieron. (Por qué molestarse, podrías preguntar. Yo me molesto por Kate. Aquí juego por Kate. Carter ingresó a Kate y yo voy a sacarla.) Malinterpretarán los hechos, inventarán conexiones, extrapolarán razones de donde no las hay, pero ya te lo he dicho, es a lo que se dedican.
Así que me sugirieron que dejara sentados los hechos, y los hechos son los siguientes: Me llamo Maria Wyeth. Se pronuncia mar-ay-a, que quede claro desde el principio. Aquí hay gente que me llama «señora Lang», pero yo nunca lo he hecho. Edad, treinta y un años. Casada. Divorciada. Una hija, de cuatro años. (Aquí no hablo con nadie de Kate. Donde está Kate le ponen electrodos en la cabeza y agujas en la columna e intentan averiguar qué falló. Es otra versión más de por qué una serpiente de coral tiene dos glándulas de veneno neurotóxico. Kate tiene una debilidad en la columna y una sustancia química anómala en el cerebro. Kate es Kate. Carter no pudo acordarse de la debilidad de la columna o no habría permitido que la pincharan ahí.) De mi madre he heredado el físico y la tendencia a las migrañas. De mi padre he heredado un optimismo que no me abandonó hasta fecha reciente.
Detalles: nací en Reno, Nevada, y a los nueve años me mudé a Silver Wells, Nevada, población entonces 28 habitantes, ahora 0. Nos trasladamos a Silver Wells porque mi padre perdió la casa de Reno en una partida privada y de casualidad se acordó de que era propietario de un pueblo, Silver Wells. Lo había comprado o lo había ganado o quizá se lo dejara su padre, no estoy segura y a ti no te importa. Teníamos muchas cosas y lugares que iban y venían, un rancho de ganado sin reses y una estación de esquí pagada con la segunda hipoteca de alguien y un motel que habría estado convenientemente situado a la salida de la autopista si hubieran construido la autopista; me educaron para creer que la siguiente tirada siempre sería mejor que la anterior. Ya no lo creo, pero te cuento cómo era. Lo que teníamos en Silver Wells eran ciento veinte hectáreas de mezquite y algunas casas y una gasolinera Flying A y una mina de cinc y un apartadero de los ferrocarriles Tonopah & Tidewater y una tienda de baratijas y luego, cuando a mi padre y a su socio Benny Austin se les ocurrió la idea de que Silver Wells era una atracción turística natural, un campo de minigolf y un museo de reptiles y un restaurante con algunas tragaperras y dos mesas para jugar a los dados. Las tragaperras no eran exactamente rentables porque la única persona que jugaba era Paulette, con monedas de la caja registradora. Paulette regentaba el restaurante y (ahora lo veo) se tiraba a mi padre y a veces me dejaba fingir ser la cajera después de clase. Digo «fingir» porque no teníamos clientes. Pasó que la autopista con la que contaba mi padre nunca llegó y el dinero se agotó y mi madre enfermó y Benny Austin regresó a Las Vegas, me topé con él en el Flamingo hace unos años.
—El único Waterloo de tu padre fue que siempre vivió veinte años avanzado a su tiempo —me informó Benny la noche del Flamingo—. El plan de la ciudad fantasma, el minigolf, la idea del blackjack automático, ¿qué ves hoy en día? Hoy Harry Wyeth podría ser un Rockefeller en Silver Wells.
—Hoy Silver Wells no existe —repuse—. Está en pleno campo de lanzamiento de misiles.
—Hablo de entonces, Maria. De cómo era.
Benny pidió una ronda de cubalibres, una bebida que yo no había visto pedir a nadie más que a mi madre, mi padre y Benny Austin, y le di unas cuantas fichas para que jugara por mí y fui al servicio y nunca volví. Me dije que porque no quería que Benny viera con qué clase de hombre estaba, estaba con un hombre que jugaba al bacarrá con billetes de cien del otro lado del cordón, pero no fue solo por eso. Ya puesta, no me andaré con rodeos, me incomoda el «cómo era».
Me refiero a que no conduce a ninguna parte. Benny Austin, mi madre sentada en el restaurante vacío de Paulette cuando fuera hacía casi cincuenta grados buscando en sus revistas concursos en los que podríamos participar (Waikiki, París, Vacaciones Romanas, los anhelos de mi madre insuflaban nuestra vida como un gas nervioso, «cruce el océano en un avión plateado», canturreaba para sí misma en serio, «vea la jungla bañada por la lluvia»), los tres en la camioneta camino de Las Vegas y luego de regreso a casa en la noche clara, ciento sesenta kilómetros de ida y ciento sesenta de vuelta sin nadie en la autopista, solo las serpientes estiradas sobre el cálido asfalto y mi madre con una gardenia marchita en el pelo negro y mi padre con un botellín de Jim Beam en el suelo y charlando de sus planes, siempre tenía un montón de planes, yo jamás en la vida he tenido ninguno, nada de ello tiene sentido, nada cuadra.
Nueva York: ¿qué sentido tuvo? Una chica de dieciocho años de Silver Wells, Nevada, se gradúa en el instituto Consolidated Union de Tonopah y se va a Nueva York a estudiar interpretación, ¿cómo se entiende? Mi madre pensaba que ser actriz era bonito, solía cortarme el flequillo para que me pareciera a Margaret Sullavan, y mi padre me dijo que no tuviera miedo de irme porque si ciertos asuntos salían como tenía previsto mi madre y él serían asiduos de los aviones entre Las Vegas y Nueva York, así que me marché. Resultó que la penúltima vez que vi a mi madre fue sentada en el aeropuerto de Las Vegas bebiéndose un cubalibre, pero en fin. Todo pasa. Estoy esforzándome mucho para no pensar en que todo pasa. Observo a un colibrí, tiro el I Ching pero nunca leo las monedas, mantengo la mente en el ahora. Nueva York. Deja que me ciña a ciertos hechos. Lo que ocurrió fue lo siguiente: yo tenía buen aspecto (no te digo que fuera una bendición ni una maldición, constato un hecho, lo sé por las fotografías) y alguien me fotografió y al poco estaba ganando cien dólares la hora de las agencias y cincuenta de las revistas, lo que por entonces no estaba mal, y conocía a muchos sureños y maricas y ricachones y así pasaba los días y las noches. La noche que mi madre se salió de la autopista con el coche a las afueras de Tonopah yo estaba con un chico rico y borracho en el viejo Morocco, según calculé después: no me enteré hasta al cabo de un par de semanas porque los coyotes desgarraron el cadáver de mi madre antes de que lo encontraran y mi padre no se atrevía a decírmelo. («Hostia, pero teníamos algo estupendo en Silver Wells», me dijo Benny Austin aquella noche en el Flamingo, y quizá lo tuviéramos, quizá lo tuviera, quizá nunca debería haberme marchado, pero ese camino no lleva a ninguna parte porque como le dije a Benny «Silver Wells no existe». Lo último que supe de Paulette era que vivía en una colonia de jubilados. Imagínate.) La carta de mi padre llegó a una dirección vieja y la reenviaron, la leí en un taxi una mañana que iba tarde a una sesión y cuando en mitad del segundo párrafo comprendí lo ocurrido rompí a gritar y después me pasé un mes sin trabajar. La carta sigue en mi neceser del maquillaje pero me cuido mucho de no leerla a menos que esté borracha, que dada mi actual situación es nunca. «Esta es una mala mano pero si Dios existe, y, Tesoro, creo sinceramente que tiene que haber “Algo”, nunca ha pretendido entorpecer tus Planes —así termina—. No te dejes marcar un farol porque tienes todos los ases.»
Ases fáciles. No estoy segura de qué año fue porque tengo problemas con el «cómo era», pero después de un tiempo lo pasé mal. (¿Ves?, dirás ahora, ella creía que sus pecados eran imperdonables, pero ya te lo he dicho, nada viene al caso.) Los tulipanes de Park Avenue estaban sucios y me mandaron dos veces a Montego Bay a recuperar algo de color en la cara pero no podía dormir sola y trasnochaba y estaba rompiendo con Ivan Costello y todo eso se traslucía en cámara. Por supuesto ese año no regresé a Nevada porque fue el año que le grité a Ivan y me casé con Carter, y el siguiente fue el año que vinimos aquí y Carter me coló en un par de películas pequeñas (una puede que la hayas visto, un médico de aquí asegura que la ha visto pero ese hombre diría cualquier cosa para conseguir que hable, la otra no llegó a distribuirse) y no sé qué pasó al año siguiente y luego empecé a visitar Nevada a menudo, pero para entonces mi padre había muerto y yo ya no estaba casada.
Esos son los hechos. Ahora me tumbo al sol y juego al solitario y escucho el mar (el mar está al final del acantilado pero no me permiten nadar, solo los domingos, cuando vamos acompañados) y observó a un colibrí. Intento no pensar en cosas muertas y cañerías. Intento no oír el aire acondicionado de aquel dormitorio de Encino. Intento no vivir en Silver Wells ni en Nueva York ni con Carter. Intento vivir en el ahora y fijar la vista en el colibrí. No veo a nadie de los que conocía, pero tampoco es que me vuelva loca mucha gente. Es decir, puede que tuviera todos los ases, pero ¿a qué jugaba?
HELENE
Hoy he visto a Maria. O al menos hoy he intentado ver a Maria: he hecho el esfuerzo. No lo he hecho por Maria, no me importa admitirlo, lo he hecho por Carter, o por BZ, o por los viejos tiempos o por lo que sea, pero no por Maria. «No me apetece mucho hablar contigo, Helene —me dijo la última vez—. No es personal, Helene, es que ya no hablo.» No por Maria.
De todos modos no lo he conseguido. Verla. He ido hasta allí en coche, me he tomado la mañana entera y le he preparado un paquete, con todos los libros nuevos y el pañuelo de chifón que se olvidó en la playa (era descuidada, debió de costarle treinta dólares, siempre ha sido descuidada) y una libra de caviar, puede que no Beluga pero Maria no puede quejarse, además de una carta de Ivan Costello y un largo artículo que publicaron en The New York Times sobre Carter, podría pensarse que el artículo al menos le interesaría salvo que Maria jamás ha soportado el éxito de Carter, tantas cosas y Maria no ha querido verme. «La señora Lang está descansando», ha dicho la enfermera. Podía verla descansando, podía verla junto a la piscina con el mismo bikini que llevaba el verano que mató a BZ, tumbada junto a aquella piscina con los ojos cubiertos como si no tuviera una sola preocupación ni responsabilidad en el mundo. Jamás engorda, algo común entre las mujeres egoístas. No es que culpe a Maria de nada de lo que me ha pasado, aunque la que ha sufrido he sido yo, soy yo quien debería estar «descansando», soy yo quien ha perdido a BZ por su despreocupación, por su egoísmo, pero la culpo solo «de parte de Carter». De haber tenido ocasión Maria también habría matado a Carter. Siempre fue una chica muy egoísta, lo primero y lo último era siempre Maria.
CARTER
He aquí algunas escenas que tengo muy claras en la cabeza.
—Siempre desayuno fuera —le digo a alguien.
Es en una cena, con un grupo de amigos. Maria diría que no eran amigos suyos, pero Maria nunca ha entendido la amistad, la conversación, las amenidades normales del trato social. A Maria le cuesta hablar con gente con la que no se acuesta.
—Voy al Wilshire o al Beverly Hills —digo—. Leo la prensa especializada, me gusta desayunar solo.
—En realidad no siempre desayuna fuera —dice Maria, en voz muy baja, a nadie en particular—. En realidad la última vez que desayunó fuera fue el 17 de abril.
El resto de los comensales primero la miran y luego desvían la mirada, asombrados, incómodos: algo en la forma en que Maria tensa las manos en el borde de la mesa les impide pasarlo por alto. Solo BZ continúa mirándola a la cara.
—A la mierda —dice entonces Maria, y le resbalan lágrimas por las mejillas.
Sigue mirando al frente, a nadie en particular.
Otra escena: está jugando en el césped con el bebé, arrojando gotas de agua con una manguera de plástico transparente.
—Ve con cuidado de que no coja frío— le digo desde la terraza; Maria levanta la vista, suelta la manguera y se aleja del bebé en dirección a la caseta de la piscina. Se gira y mira al bebé.
—Tu padre quiere hablar contigo— dice. Su voz es neutra.
Tras la muerte de BZ me pasé una temporada visionando una y otra vez estas y otras escenas similares, componiéndolas para la cámara, tratando de encontrar un orden, un patrón. No encontré ninguno. Lo único que puedo decir es esto: después de una sucesión de pequeñas escenas como estas empecé a ver la improbabilidad de reconciliarme con Maria.
1
En el primer y caluroso mes del otoño que siguió al verano en que dejó a Carter (el verano en que Carter la dejó, el verano en que Carter dejó de vivir en la casa de Beverly Hills), Maria conducía por la autopista. Se vestía todas las mañanas con mayor sensación de tener un propósito de la que había sentido en mucho tiempo, una falda de algodón, un jersey, sandalias que podía quitarse de una patada cuando quería notar el acelerador, y se vestía muy rápido, se pasaba un cepillo un par de veces por el pelo y se lo recogía con un lazo, porque era esencial (detenerse suponía arrojarse a un peligro indecible) que estuviera en la autopista a las diez en punto. No en algún lugar de Hollywood Boulevard, no de camino a la autopista, sino en la autopista. De lo contrario perdía el ritmo del día, su impulso precariamente impuesto. Una vez en la autopista y tras maniobrar hasta un carril rápido encendía la radio a todo volumen y conducía. Conducía de San Diego al puerto, del puerto a Hollywood, de Hollywood al Golden State, Santa Mónica, Santa Ana, Pasadena, Ventura. Conducía como un hombre de río recorre un río, cada vez más adaptado a sus corrientes, sus engaños, e igual que un hombre de río siente el tirón de los rápidos en la calma entre el sueño y el despertar, así yacía Maria por la noche en el silencio de Beverly Hills y veía pasar en lo alto las grandes señales a ciento diez kilómetros por hora, «Normandie ¼ Vermont ¾ Puerto A-I». Una y otra vez regresaba a un intrincado tramo al sur del enlace donde pasar con éxito de la carretera de Hollywood a la del puerto exigía cruzar en diagonal cuatro carriles de tráfico. La tarde en que por fin lo consiguió sin frenar una sola vez ni perder el compás de la radio se sintió e