Adiós a las armas

Ernest Hemingway

Fragmento

Capítulo 2

2

El año siguiente trajo numerosas victorias. Conquistaron la montaña que había al fondo del valle y la ladera donde crecía el bosque de castaños. Hubo otras victorias más allá de la llanura en la meseta que había al sur; en agosto cruzamos el río y nos instalamos en una casa en Gorizia que tenía una fuente, muchos árboles gruesos y umbrosos en un jardín cercado por una tapia y una glicina de color malva en un lado de la casa. Ahora los combates se libraban en la siguiente montaña a un kilómetro de distancia. La ciudad era muy agradable y la casa muy acogedora. El río corría a nuestra espalda y conquistar la ciudad había sido sumamente sencillo; sin embargo, las montañas eran inexpugnables y me alegró que los austríacos parecieran querer volver alguna vez a la ciudad, cuando acabara la guerra, pues no la bombardearon con intención de destruirla sino solo con fines estratégicos. La gente seguía viviendo en ella y había hospitales, cafés y artillería en las callejuelas y dos casas de mala nota, una para la tropa y otra para los oficiales, y al final del verano, las noches frescas, los combates en las montañas, el hierro del puente del ferrocarril dañado por los obuses, el túnel derrumbado junto al río, donde se habían producido los combates, los árboles alrededor de la plaza y la larga avenida que conducía hasta ella; por no hablar de las chicas de la ciudad, del rey que pasaba en su automóvil y al que ahora a veces se le veía la cara, el cuerpecillo cuellilargo y la barba gris como la de un chivo; y la visión imprevista del interior de las casas que habían perdido una pared durante el bombardeo y tenían el jardín o la calle cubiertos de cascotes y escayola, y que las cosas fuesen tan bien en el Carso hicieron que ese otoño fuese muy distinto del anterior cuando habíamos estado en el campo. La guerra también había cambiado.

El robledal de la montaña que había más allá de la ciudad había desaparecido. En verano, cuando llegamos, estaba verde, pero ahora no quedaban más que unos cuantos tocones y troncos partidos y el terreno se encontraba todo removido. Un día, a finales de otoño, estuve en el lugar donde había crecido el bosque y vi una nube que pasaba por encima de la montaña. Se movía muy deprisa, el sol se volvió de un amarillo mortecino y todo se puso de color gris, el cielo se encapotó, la nube descendió y de pronto se puso a nevar. La nieve caía de lado empujada por el viento, y acabó cubriendo la tierra desnuda, aunque los tocones de los árboles seguían asomando y había senderos que iban hasta las letrinas detrás de las trincheras.

Luego, en la ciudad, estuve viendo caer la nieve por la ventana del prostíbulo de oficiales mientras bebía una botella de asti con un amigo, y, al ver caer la nieve lenta e ininterrumpidamente, los dos comprendimos que aquel año todo había terminado. Río arriba, aún no habían logrado tomar las montañas, no habían conquistado ninguna montaña más allá del río. Habría que esperar al año siguiente. Mi amigo vio salir del comedor al capellán castrense y andar con cuidado por el barro, y dio unos golpecitos en la ventana para llamar su atención. El capellán alzó la vista. Nos vio y sonrió. Mi amigo le indicó por señas que entrara. El cura movió la cabeza y siguió su camino. Esa noche, en el comedor, después del plato de espaguetis que todo el mundo comía muy deprisa y con mucha seriedad, levantándolos con el tenedor hasta que los extremos quedaban colgando y bajándolos después hasta la boca o sorbiéndolos mientras nos servíamos el vino de la cantimplora verde que colgaba de un cestillo de metal de manera que bastaba con inclinar el gollete con el dedo índice para que el vino rojo, claro, tánico y delicioso llenara el vaso que sujetabas con la misma mano; terminado aquel plato, el capitán empezó a burlarse del capellán.

Era muy joven y se ruborizaba con facilidad. Llevaba el mismo uniforme que nosotros, pero con una cruz de terciopelo de color rojo oscuro sobre el bolsillo izquierdo de la pechera de la guerrera gris. Por una dudosa deferencia hacia mí, el capitán le habló en italiano macarrónico, para que yo pudiera entenderle perfectamente y no me perdiera ningún detalle.

—Capellán hoy con chicas —dijo el capitán mirándonos a mí y al capellán. El cura sonrió, se ruborizó y movió la cabeza. Aquel capitán se burlaba de él a menudo—. ¿Que no? —preguntó—. Hoy he visto capellán con mujeres.

—No —dijo el capellán. Los demás oficiales se estaban divirtiendo.

—Capellán no va con chicas —prosiguió el capitán—. Capellán nunca con mujeres —me explicó. Cogió mi vaso y lo llenó mientras me miraba a los ojos, aunque sin perder de vista al capellán—. Capellán cada noche cinco contra uno. —Todos los presentes se rieron—. ¿Entiendes? Capellán cada noche cinco contra uno. —Hizo un gesto y se rió. El cura se lo tomó a broma.

—El Papa prefiere que los austríacos ganen la guerra —dijo el comandante—. Adora a Francisco José. De ahí le viene el dinero. Yo soy ateo.

—¿Has leído El cerdo negro? —preguntó el teniente—. Te conseguiré un ejemplar. Fue lo que hizo tambalear mi fe.

—Es un libro vil y repugnante —dijo el capellán—. Me niego a creer que te guste de verdad.

—Es muy interesante —repuso el teniente—. Habla de los curas. Te gustará.

Dediqué una sonrisa al capellán y él me la devolvió a la luz de las velas.

—No lo leas —me advirtió.

—Te conseguiré un ejemplar —insistió el teniente.

—Cualquiera que piense un poco tiene que ser ateo —afirmó el comandante—. Aunque no creo en la masonería.

—Yo sí —dijo el teniente—. Es una organización muy noble.

Alguien entró y al abrirse la puerta vi caer la nieve.

—Con esta nevada se ha acabado la ofensiva —dije.

—Desde luego —coincidió el comandante—. Debería irse de permiso. A Roma, Nápoles, Sicilia…

—Adonde tendría que ir es a Amalfi —terció el teniente—. Te escribiré una carta para mi familia en Amalfi. Te tratarán como a un hijo.

—Tendría que ir a Palermo.

—A Capri tendría que ir.

—Me gustaría que vieras los Abruzos y fueses a Capracotta a visitar a mi familia —dijo el capellán.

—Oíd cómo habla de los Abruzos. Allí hay más nieve que aquí. ¿Para qué ir a ver a un hatajo de patanes? Deja que vaya a los centros de la cultura y la civilización.

—Lo que le hace falta es conocer chicas guapas. Te daré la dirección de un par de sitios en Nápoles. Chicas jóvenes y guapas…, acompañadas de su madre. ¡Ja, ja, ja! El capitán abrió la mano con el pulgar hacia arriba y los dedos extendidos como para hacer sombras chinescas. La sombra de su mano se proyectaba en la pared. Volvió a hablar en italiano macarrónico.

—Te irás así. —Se señaló el pulgar—. Y volverás así. —Se tocó el dedo meñique. Todos se rieron—. Mira —dijo el capitán volviendo a extender la mano. Una vez más, la luz de las velas proyectaron la sombra en la pared.

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