Aseguran quienes cuentan mi historia, que desde hace mucho tiempo transmiten las olas del mar, que el amor ofuscó mis sentidos. El amor y el deseo de tener un alma inmortal, añade Andersen en un cuento muy difundido durante la época en que cada hombre esperaba encontrar a su sirena, con el deseo de que el encuentro no entrañara ningún peligro, y por eso a menudo nos preferían sin voz. Después de Andersen, que no siempre acierta con la verdad, Walt Disney aprovechó el relato para llevarlo al cine, divulgándolo todavía más.
Debo señalar que yo no busqué a un hombre para tener un alma inmortal sino que, al enamorarme hasta la más íntima y minúscula de las escamas de mi cola de pez y de los tuétanos de mis huesos de mujer, nació en mí la necesidad absoluta de fusionarme y confundirme con él para siempre. Eso me parecía suficiente regalo de inmortalidad.
Para que llegara ese instante lo di todo. Si la hubiera tenido, también habría dado mi alma inmortal. Estaba convencida de que, cuando por fin nos uniéramos y mis piernas nuevas se enlazaran con las suyas, mis brazos con sus brazos y mi aliento se confundiera con su aliento, seríamos eternos. Nada echaríamos en falta, ni nada más desearíamos. Pero me equivoqué. Lo aposté todo a esa carta única y cifrada del amor, como tantas mujeres a lo largo de su inacabable historia de amores desgraciados y terribles.
Ahora que han pasado muchos años, sé que el origen de mi deseo de amar y ser amada tuvo que ver con la necesidad de rebelarme y de escapar que de repente hizo mella en mí. Pero antes de referirme a esa circunstancia, creo que debo contar cómo era mi vi