El secreto

Donna Tartt

Fragmento

cap-2

1

¿Existe, fuera de la literatura, ese «defecto fatal», esa hendidura aparatosa y oscura que marca una vida? Antes creía que no. Ahora creo que sí. Y creo que el mío es este: un deseo enfermizo de lo pintoresco, a cualquier precio.

À moi. L’histoire d’une de mes folies.

Me llamo Richard Papen. Tengo veintiocho años y hasta los diecinueve nunca había estado en Nueva Inglaterra ni en el Hampden College. Soy californiano por nacimiento y, como he descubierto recientemente, también por naturaleza. Esto último es algo que reconozco solo ahora, a posteriori. No es que importe.

Crecí en Plano, un pueblecito productor de silicio situado al norte del estado. No tengo hermanos. Mi padre poseía una gasolinera y mi madre se quedó en casa hasta que me hice mayor; luego llegaron tiempos difíciles y se puso a trabajar de telefonista en las oficinas de una de las fábricas de patatas fritas más grandes de las afueras de San José.

Plano. Esta palabra evoca drive-ins, casas prefabricadas, oleadas de calor subiendo del asfalto. Los años que pasé allí constituyeron un pasado prescindible, como un vaso de plástico de usar y tirar. Lo cual, en cierto sentido, es una gran suerte. Cuando me marché de casa pude inventar una historia nueva y mucho más satisfactoria, poblada de influencias ambientales sorprendentes y simplistas; un pasado lleno de color, al que los desconocidos podían acceder fácilmente.

Lo deslumbrante de esa infancia ficticia —llena de piscinas y naranjales, con unos padres que pertenecían al mundo del espectáculo, disolutos y encantadores— no logró en absoluto eclipsar el gris original. De hecho, cuando pienso en mi infancia real soy incapaz de recordar gran cosa, excepto un triste revoltijo de objetos: las zapatillas de deporte que llevaba todo el año, los libros de colorear comprados en el supermercado y la vieja y deshinchada pelota de fútbol con la que contribuía a los juegos entre vecinos; pocas cosas interesantes y nada hermoso. Yo era tranquilo, alto para mi edad, propenso a las pecas. No tenía muchos amigos, no sé si debido a una elección propia o a las circunstancias. Al parecer no era mal estudiante, aunque nada excepcional. Me gustaba leer —Tom Swift, los libros de Tolkien—, pero también ver la televisión, algo que hacía a menudo al volver del colegio, tumbado sobre la alfombra de nuestra sala vacía durante las largas y aburridas tardes.

Francamente, no recuerdo mucho más de aquellos años, salvo cierto estado de ánimo que impregnó la mayor parte de ellos, una sensación de melancolía que asocio con el programa El maravilloso mundo de Disney que emitían los domingos por la noche. El domingo era un día triste —temprano a la cama, colegio al día siguiente, preocupado por si habría hecho mal mis deberes—, pero mientras contemplaba los fuegos artificiales en el cielo nocturno, por encima de los castillos inundados de luz de Disneylandia, me consumía una sensación más general de horror, de estar prisionero en el monótono círculo que me llevaba de la escuela a casa y de casa a la escuela: una circunstancia que, por lo menos para mí, ofrecía sólidos argumentos empíricos para el pesimismo. Mi padre era pobre, nuestra casa era fea y mi madre no me prestaba mucha atención; yo llevaba ropa barata y el pelo excesivamente corto, y en la escuela no caía demasiado bien a nadie; y, dado que así estaban las cosas desde que yo tenía uso de razón, me parecía que las cosas seguirían siempre en ese deprimente estado. En resumen, sentía que mi existencia estaba determinada de alguna manera sutil pero esencial.

Por lo tanto, supongo que no es de extrañar que me resulte difícil conciliar mi vida con la de mis amigos, o por lo menos con lo que a mí me parece que deben de ser sus vidas. Charles y Camilla son huérfanos (¡cuánto he envidiado este cruel destino!) y los criaron sus abuelas y tías abuelas en una casa de Virginia; una infancia en la que me gusta pensar, con caballos, ríos y ocozoles. Y Francis. Su madre, que solo tenía diecisiete años cuando él nació, era una muchacha pelirroja, frívola, caprichosa y con un padre rico, que se fugó con el batería de Vance Vane y su Musical Swains. Al cabo de tres semanas estaba de nuevo en casa, y al cabo de seis el matrimonio había sido anulado. Como a Francis le gustaba decir, sus abuelos los habían educado como hermano y hermana, a él y a su madre, con tanta magnanimidad que hasta los chismosos quedaron impresionados; niñeras inglesas y escuelas privadas, veranos en Suiza, inviernos en Francia. Si se quiere, consideremos incluso al fanfarrón de Bunny. No tuvo una infancia de abrigos caros y lecciones de baile, como tampoco yo la tuve. Pero sí una infancia norteamericana. Era hijo de una estrella del rugby de la Universidad Clemson que se hizo banquero. Cuatro hermanos, todos varones, en una casa grande y ruidosa de las afueras, con barcos de vela, raquetas de tenis y perdigueros de pelo dorado a su disposición; veranos en Cape Cod, internados cerca de Boston y picnics en el estadio durante la temporada de rugby; una educación que había marcado a Bunny en todos los aspectos, desde su forma de dar la mano hasta cómo contaba un chiste.

Ni ahora ni nunca he tenido nada en común con ninguno de ellos, nada excepto el conocimiento del griego y un año de mi vida en su compañía. Y si el amor es algo que se tiene en común, supongo que también compartíamos eso, aunque me doy cuenta de que, a la luz de la historia que voy a contar, puede parecer raro.

Cómo empezar.

Después del instituto fui a una pequeña universidad de mi ciudad natal, pese a la oposición de mis padres, que habían dejado bien claro que lo que querían era que ayudara a mi padre a llevar el negocio, uno de los numerosos motivos por los que yo ansiaba tanto matricularme. Durante dos años estudié allí griego clásico. No lo hice movido por mi estima por esa lengua, sino porque quería hacer los cursos preparatorios de medicina (el dinero, naturalmente, era el único medio de mejorar mi situación y los médicos ganan un montón de dinero, quod erat demostrandum) y mi tutor me había sugerido que cogiera una lengua para completar los estudios de humanidades; como además daba la casualidad de que las clases de griego las daban por la tarde, elegí griego para no tener que levantarme temprano los lunes. Fue una decisión totalmente fortuita que, como se verá, resultó bastante fatídica.

El griego se me dio bien; destaqué en esta asignatura y en el último curso incluso gané un premio del departamento de clásicas. Era la clase que más me gustaba porque era la única que se impartía en un aula normal: no había tarros con corazones de vaca, ni olor a formol, ni jaulas llenas de ruidosos monos. Al principio pensé que si me esforzaba mucho lograría superar una fundamental repugnancia y aversión por la carrera que había elegido, que tal vez si me esforzaba aún más podría simular algo parecido al talento. Pero ese no fue el caso. Pasaban los meses y yo seguía igual de desinteresado, por no decir francamente asqueado, por mis estudios de biología; sacaba malas notas y tanto el profesor como mis compañeros me despreciaban. En un gesto que hasta a mí me pareció condenado y pírrico me pasé a la literatura inglesa sin decírselo a mis padres. Tenía la impresión de que yo mismo me estaba poniendo la soga al cuello, de que con toda seguridad me arrepentiría, pues aú

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