Ladydi

Jennifer Clement

Fragmento

1

Ahorita te ponemos fea, dijo mi madre. Estaba silbando. Tenía la boca tan cerca de mí que me salpicaba el cuello con su sonora saliva. Olía a cerveza. En el espejo la vi pasarme un pedazo de carbón por la cara. Qué vida tan repugnante, susurró.

Ése es mi primer recuerdo. Me puso un espejo viejo y cuarteado frente a la cara. Yo tendría unos cinco años. La cuarteadura hacía que mi cara se viera como si me la hubieran partido en dos pedazos. En México lo mejor que te puede pasar es ser una niña fea.

Me llamo Ladydi García Martínez y tengo la piel morena, los ojos cafés y el pelo chino y castaño; mi apariencia es igual a la de toda la gente que conozco. De chica, mi madre me vestía de niño y me decía Niño.

Les dije a todos que nació un niño, decía.

Si era niña, me raptarían. Todo lo que necesitaban los narcotraficantes era saber que por acá había una niña bonita, y se dejaban venir a nuestras tierras en sus Escalade negras y se la llevaban.

Yo veía por la televisión a muchachas que se iban poniendo bonitas, se peinaban el cabello y lo trenzaban con moños rosas, o las veía usar maquillaje, pero en mi casa eso nunca ocurrió.

A lo mejor necesito romperte los dientes, decía mi madre.

Conforme fui creciendo, me pasaba un marcador amarillo o negro sobre el esmalte blanco para que los dientes se me vieran podridos.

No hay nada más asqueroso que una boca puerca, decía mi madre.

Fue a la mamá de Paula a quien se le ocurrió cavar los hoyos. Vivía enfrente de nosotras y tenía su casita propia y un campo de papayos.

Mi madre decía que el estado de Guerrero se estaba convirtiendo en una guarida de conejos llena de jovencitas escondidas por todos lados.

En cuanto alguien oía el ruido de una camioneta acercándose, o veía un punto negro a lo lejos o dos o tres puntos negros, todas las muchachas corrían hacia los hoyos.

Esto era en el estado de Guerrero. Una tierra caliente de árboles del hule, serpientes, iguanas y alacranes, de los alacranes güeros transparentes que eran difíciles de ver, y que matan. No teníamos la menor duda de que en Guerrero había más arañas que en ningún otro lugar en el mundo, y hormigas. Hormigas rojas que nos hinchaban los brazos y nos los dejaban parecidos a una pierna.

Aquí estamos orgullosos de ser la gente más mala y enojona del mundo, decía mi madre.

Cuando nací, mi madre les anunció a los vecinos y a la gente del mercado que había nacido un niño.

¡Gracias a Dios, fue niño!, dijo.

Sí, gracias a Dios y a la Virgen María, respondieron todos, pero nadie se la creyó. En nuestra montaña nacían puros niños, y algunos se volvían niñas al rondar los once años; luego tenían que volverse niñas feas que a veces tenían que esconderse en hoyos en la tierra.

Éramos como los conejos que se esconden cuando un perro hambriento anda suelto en el campo, un perro que no puede cerrar la boca, y su lengua saborea ya el pelaje de sus presas. Un conejo golpetea con su pata trasera y la señal de peligro viaja por el suelo y alerta a todos en la madriguera. En nuestra comunidad, una advertencia era imposible, pues vivíamos desperdigadas y muy lejos unas de otras. Aunque siempre estábamos atentas y tratábamos de aprender a oír cosas muy distantes. Mi madre bajaba la cabeza, cerraba los ojos y se concentraba en oír un motor o el alboroto que hacían los pájaros y los animales pequeños cuando se acercaba un vehículo.

Nunca nadie había vuelto. Ninguna de las muchachas robadas había regresado jamás ni había enviado siquiera una carta, decía mi madre; ni siquiera una carta. Ninguna de las muchachas; sólo Paula, que regresó un año después de haber sido secuestrada.

Por su madre supimos, una y otra vez, cómo se la habían robado. Luego un día, Paula regresó caminando a su casa. Traía siete aretes que le subían por la curva de la oreja izquierda en una ordenada hilera de perlas de plástico color azul, amarillo y verde, y un tatuaje que le serpenteaba alrededor de la muñeca con las palabras «La morra del caníbal».

Paula bajó caminando por la carretera y luego subió por el camino de terracería hasta su casa. Caminaba lentamente y con la mirada gacha, como si viniera siguiendo una línea de piedritas hasta su casa.

No, dijo mi madre. No se iba guiando por las piedras, lo que hizo esa muchacha fue oler el camino hacia su madre.

Paula entró a su dormitorio y se acostó en su cama, que aún tenía encima algunos animales de peluche. Nunca habló de lo que le había ocurrido. Lo que supimos fue que su mamá la alimentó con un biberón, un biberón de leche, que se la sentó en las piernas y le dio un biberón de bebé. Paula tenía entonces quince años, pues yo tenía catorce. Su mamá también le compró papillas Gerber y se las daba de comer en la boca con una cucharita blanca de plástico del café que compró en la tienda OXXO de la gasolinera que había al otro lado de la carretera.

¿Viste eso? ¿Viste el tatuaje de Paula?, dijo mi madre.

Sí. ¿Por qué?

Sabes qué significa, ¿verdad? Que les pertenece. Jesús, hijo de María e hijo de Dios; que los ángeles del cielo nos protejan a todas.

No, yo no sabía qué significaba. Mi madre no me lo quiso decir pero después me enteré. Me pregunté cómo era posible que se robaran a alguien de una casucha en una montaña y que un narcotraficante, con la cabeza rapada, una ametralladora en la mano y una granada en el bolsillo, la acabara vendiendo como un paquete de carne molida.

Estuve pendiente para ver a Paula. Quería hablar con ella. Ahora nunca salía de su casa pero siempre habíamos sido las mejores amigas, junto con María y Estéfani. Quería hacerla reír y recordarle cuando íbamos a la iglesia los domingos vestidas de niños y que yo me llamaba Niño y ella se llamaba Paulo. Quería recordarle de cuando nos poníamos a ver las revistas de telenovelas porque a ella le encantaba la preciosa ropa que usaban las estrellas de la televisión. También quise saber qué había pasado.

Lo que todo el mundo sabía era que Paula siempre había sido la muchacha más bonita por esos rumbos de Guerrero. La gente decía que era incluso más bonita que las muchachas de Acapulco, lo cual era un gran cumplido, ya que cualquier cosa que fuera sofisticada o especial nos tenía que llegar de Acapulco. Así que, la gente sabía.

La madre de Paula le ponía vestidos rellenos de trapos para que se viera gorda pero era de todos sabido que, a menos de una hora del puerto de Acapulco, una muchacha que vivía en un terrenito con su mamá y tres gallinas era más hermosa que Jennifer Lopez. Cuestión de tiempo: aunque la mamá de Paula fue quien tuvo la idea de esconder a las niñas en hoyos en la tierra, y todas lo hicimos, no pudo salvar a su propia hija.

Un año antes de que se robaran a Paula, había habido una advertencia.

Era muy de mañana cuando ocurrió. Concha, la madre de Paula, les estaba dando tortillas viejas a sus tres gallinas cuando oyó el ruido de un automóvil camino abajo. Paula seguía en su cama, bien dormida. Estaba acostada, con la cara limpia y el pelo recogido en una larga trenza negra que, durante el sueño, se le había enredado en el cuello.

Traía puesta u

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