Lunes
Un comienzo
uballo apartó con el pie una jaula repleta de sombrillas que estaba abandonada en medio del pasillo y entró en el servicio blasfemando. Dejó correr un rato el agua caliente y retiró el vapor del espejo con una toalla, formando un cuadrado casi perfecto. Después frotó una brocha de pelo de caballo contra la palma de su mano hasta conseguir una espuma fina y jabonosa. La extendió sobre sus mejillas de derecha a izquierda y la retiró en sentido contrario con la cuchilla de afeitar. A continuación, mojó un peine de púas metálicas en un cuenco lleno de agua azucarada y se peinó hacia atrás, asegurándose de que el peinado se ciñera con firmeza a la forma de su cráneo. Con ese mismo mejunje pegajoso atusó su fino bigote. Para terminar aplicó una loción dándose suaves palmaditas sobre la piel. Se puso la chaqueta de tweed y acabó de anudarse la corbata mientras pegaba la cara a la pared. Así permaneció un rato, mirando a través del agujero, hasta que se dio cuenta de la hora que era y abandonó el piso, no sin antes besar el retrato de su madre que presidía el recibidor.
Esa mañana Ruballo tenía una cita en un local al que había echado el ojo tiempo atrás y que, tras meses de ruegos e insistencias, los herederos del difunto propietario se habían decidido a poner en alquiler. Estaba bajo los arcos de la plaza de los Caballos, una plaza de forma cuadrada con una fuente de cuatro caños rodeada por plátanos silvestres de ramas entrelazadas. La flanqueaban cuatro edificios señoriales con soportales, donde antaño se concentraban comercios agrícolas y guarnicionerías, por cuyo motivo le habían dado ese nombre.
Con el cambio de los modelos de negocio y la revalorización de las calles más céntricas de la ciudad, estos cuatro soportales estaban llamados a ser la nueva zona selecta de la villa. Un gran número de comercios prósperos se habían instalado bajo aquellas arcadas y atraían a otros desde distintas partes de la ciudad. Corte y confección, cafeterías con mesitas en el exterior y alguna oficina bancaria. Si todo iba bien, si hoy se formalizaba el asunto con tres rúbricas, pronto inauguraría una discreta pero selecta paragüería, con artículos refinados como sombrillas de seda y bastones de nogal y marfil para caballero, pitilleras y, más adelante, complementos elegantes: sombreros, pipas, artículos de peletería y mantones de Manila que colonizarían la ciudad y llenarían su billetera. Ya había contactado con proveedores de buen género y había previsto los gastos de acondicionamiento del local; una cuadrilla esperaba su aviso para ponerse a trabajar lo antes posible. En un guardamuebles esperaba el mobiliario de contrachapado que había adquirido en la subasta del embargo de la Amuebladora Peninsular que, sin duda, encajarían a la perfección en el local.
Se decía a sí mismo que vendrían tiempos mejores y podría encargar muebles a medida de maderas nobles, suelos de cerámica ostentosos en los que se vería como en un espejo, y contratar empleados uniformados que atenderían a la clientela, y así se libraría de la exposición de su persona en el establecimiento, algo que se le antojaba vulgar e impropio de los hombres de negocios en los que él quería verse reflejado. Todo era apariencia, no se engañaba. Pero a Ruballo, tratar con la gente, asentir ante sus estúpidas peticiones, morderse la lengua para no decirle a esa clienta «No, señora, no, esa preciosa y delicada sombrilla de seda y caña no mejora en absoluto su aspecto de vaca ajada», responder con humildad ante cualquier desaire o reír comentarios de dudosa gracia, aunque era algo que nadie hacía mejor que él, le suponía un esfuerzo supino.
Tampoco había nacido para envolver género, sino para llenar el libro mayor de asientos, mercaderías y cifras. Había calculado y planificado todos los posibles escenarios y ya era momento de subir el telón, y lanzarse a una nueva aventura mercantil cuyos únicos protagonistas serían el éxito y el dinero.
Atravesó la ciudad sumido en estos pensamientos y saboreando esa dulzura que el destino le tenía reservada, lo creía a pie juntillas, y llegó por fin al almacén donde estaba el antiguo dispensador de piensos que pronto acogería su negocio. A través de los amplios escaparates de cristal vio a los propietarios, acompañados del agente de fincas. La puerta estaba abierta y entró saludando muy encopetado a todas aquellas personas. Solucionaron el asunto en un santiamén y se despidieron con firmes apretones de manos. El resto de la mañana lo dedicó Ruballo a poner en marcha su plan: avisar a la cuadrilla, coordinar al guardamuebles, activar los encargos en la central de pinturas y un sinfín de tareas de cara al día siguiente.
Celebró la buena nueva almorzando copiosamente y, tras el café, la copa y el entrefino, fue a encargar las tarjetas del comercio a la imprenta y allí mismo compró un papel de seda muy delicado que le pareció una forma exquisita de presentar los abanicos para las próximas fiestas a las que asistiera. Procuraría ir a todas las veladas y recepciones con cierta pompa que se celebraran en su ciudad, contaba con los contactos suficientes para conseguir que lo invitaran.
Ya no se trataba de un vulgar vendedor ambulante que asiste a un ágape o a un recital de poesía y exhibe su género con fingido disimulo, sino que era el futuro propietario de un elegante y exclusivo comercio que daría testimonio de su actividad y le dotaría de una entidad importante en la escala social.
Había trabajado sin descanso fabricando para tales ocasiones un buen número de abanicos de estilo oriental, de peral pulido y seda pintada, que a buen seguro harían las delicias de las damas asistentes a esas veladas. Eran una especie de prototipo para el que se había esmerado mucho. Los ofrecería como un desinteresado obsequio cuando surgiera la ocasión; en medio de una conversación banal en la que se hablase de trabajo, gastronomía, climatología, o simples cotilleos de sociedad. Deslizaría discretamente una tarjeta impresa en papel verjurado con las señas del comercio estampadas en tinta brillante, mencionaría algunas de las otras fruslerías con las que comerciaba y no tardaría en recibir una visita de alguna de aquellas señoras.
Tras las obras organizaría una pequeña inauguración; invitaría a sus amigas viudas y a las amigas de éstas. Les serviría café y pastas en una mesa laminada y aparente, ofrecería algún licor para entretener a los caballeros, y se haría el despistado cuando ellas manosearan y escudriñaran sus preciados artículos.
Música. Debería tener algún tipo de música, algo elegante pero popular y alegre, nada de solemnidades sacras ni vulgares transistores. Un gramófono era algo costosísimo, pero necesario para dotar a su tienda de ese ambiente exquisito que buscaba. Debo buscar una ganga, se dijo al girar hacia casa. En ese momento algo llamó su atención en la acera de enfrente, la esquina de la calle Argumosa.
Una pareja se abrazaba contra la pared. Las ramas bajas de un árbol aún cargado de hojas no le permitían ver con claridad la escena. La calle estaba desierta, a esa hora el tránsito de gente era escaso. El hombre rodeaba con un brazo a la muchacha y la besaba en el cuello. El otro brazo se perdía entre los pliegues de su falda. Reconoció aquella tela de paño áspero y turbio. Turbado, se escondió en los soportales de un comercio cerrado y observó la escena con cierta excitación.
Boutique almibarada
Con un mordisco en la barbilla el joven se despidió de María, que introdujo unas monedas en el bolsillo y, recolocándose la falda, dobló la esquina asegurándose de que nadie había contemplado la escena que acababa de protagonizar en plena calle.
Entró apresuradamente en el portal con el abrigo de lana bajo el brazo y comenzó a subir las escaleras acariciando sensualmente la barandilla con una mano mientras hacía tintinear las monedas que llevaba en el bolsillo con la otra.
—Buenas tardes, María.
Berta Noriega, elegantemente vestida y guarnecida por una camada de alimañas muertas alrededor de su cuello, se había parado a contemplar a su vecina.
—Buenas tardes, Berta —contestó María, irguiéndose como un ciprés.
—Ha refrescado mucho.
Berta Noriega, con media sonrisa y ojos brillantes, colocó con una caricia el amplio cuello de la blusa de la bordadora, cubriendo la tira del sostén de la joven. Luego la dejó partir escaleras arriba.
Berta se ajustó, dedo a dedo, los guantes de cabritilla color azul prusia y abandonó con paso firme el portal. Raras veces salía; en su apartamento encontraba todo cuanto deseaba y había sido capaz de dirigir la vida que había elegido hacia el interior de su casa. Ésta era una ocasión especial. Había sido invitada a una velada musical esa misma semana que se le antojaba harto interesante; si bien la organizaban unos remilgados miembros de la flor más mustia y la nata más rancia, entre los asistentes estaba su delicada violonchelista, y ésta había insistido caprichosamente, como sólo ella sabía hacerlo, en que Berta la honrase con su compañía. Cómo negarse.
Había caído en la cuenta de que, para tan ilustre ocasión, necesitaba hacer algunos recados: medias de seda, algo que ponerse (ya era demasiado tarde para encargar un vestido en el taller de costura) y puede que algún adorno que decorase el nido negro de su recogido. Detestaba hacer compras, era capaz de vestirse con un remiendo de falda antes que pisar una de aquellas boutiques llenas de clientas almibaradas, con afectadas risas de cascabel inundando un espacio ya de por sí superferolítico, con tanto bandó perlado sobre las ventanas. Pero, extrañamente, hoy sentía deseos de dejarse llevar dentro de uno de esos templos de la veleidad.
Se negaba a admitir que le atraía la idea de deslizarse entre sedas finas o sentirse femenina (no quería ni pensar en ello); prefería justificar la compra de ese vestido como algo que se veía en la obligación de hacer para no dejar en mal lugar a su acompañante en la fiesta. Sentía pavor ante estas recién estrenadas sensaciones. Tal vez se sintiera así por esa cosa del cortejo, pensó. Puede que fuera amor, no le era fácil reconocer el sentimiento, pero se negaba a pensar abiertamente en ello por miedo a que se materializase.
Todavía no, no tan pronto, se dijo, no sin tener a Clara a mis pies. Sólo entonces, si acaso, me dejaría llevar un poco por esos afectos con más libertad. Que sea ella la primera en ponerse en evidencia, eso eclipsaría cualquier tontería que yo pudiera decir o hacer por la embriaguez del sentimiento.
Berta no tenía muy claro qué tipo de vestido escogería, tan sólo sabía que deseaba emplear el mínimo tiempo en la elección. La dueña de la boutique Casares tomó primero sus medidas.
—Tiene usted una figura perfecta para su edad, señora, estilizada y bien formada, si me permite decírselo. No será difícil encontrar algo para usted, algo más alegre que eso que lleva, que es un poco oscuro y la hace parecer mayor. Me ha dicho que es para una velada musical, algo íntimo, pensaremos en algo largo. Tengo un vestido verde turmalina que es único; sólo he recibido uno y viene de fuera. Me gustaría que se lo probara.
A Berta no le entusiasmaba, pero tenía la sensación de que el resto de los modelos no diferirían de aquél, y no tenía intención de pasarse la tarde discutiendo con la señora sobre bastillas, cortes al bies o plisados, por lo que accedió a probarse el vestido que le ofrecía. Era de seda salvaje, con un dibujo vegetal tornasolado y de confección impecable, a pesar de no estar hecho a medida. El escote cuadrado se fruncía a un lado de forma graciosa y tenía un elegante brocado en hilo oscuro rodeando la cintura. Deslizó la tela a través de la cabeza y cayó con soltura a la altura de sus zapatos planos de ante. Encajaba a la perfección en su cuerpo. Berta se miró extrañada dentro de aquella seda cortada, se dio la vuelta sobre su figura sin apartar la vista del espejo y le costó reconocerse. A la madame le entusiasmó y mientras cogía el bajo con alfileres en la boca, sugirió unos zapatos que Berta, desde luego, no tenía.
—De tacón de carrete, no muy altos, con diseño calado y pulsera. Y del mismo color; zapatos it