Idaho

Emily Ruskovich

Fragmento

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2004

No utilizaban nunca la camioneta, salvo un par de veces al año para ir a buscar leña. Estaba aparcada colina arriba, delante de la leñera, donde recogía la lluvia en las profundas abolladuras del capó y acumulaba larvas de mosquito en esa agua. Así era cuando Wade estaba casado con Jenny y así es ahora que está casado con Ann.

Ann sube allí a veces y se sienta dentro de la camioneta. Espera a que Wade esté atareado para que no repare en su ausencia. Con el pretexto de ir a por leña, hoy se encamina hacia allí arrastrando un trineo azul por el barro, la hierba y las placas de nieve. La leñera no está lejos de la casa, pero queda oculta por una hilera de pinos ponderosa. Ann se siente como si entrara en una propiedad ajena, como si no tuviera derecho a ver nada de aquello.

La camioneta está aparcada en uno de los escasos espacios llanos, una improbable cornisa tallada en la ladera de la montaña. Delante de la leñera, alrededor del vehículo, hay unos cuantos ladrillos desperdigados sobre la hierba y la nieve, y rollos de alambre maltrecho apoyados contra los árboles. De una rama larga de un alerce cuelgan dos gruesas cuerdas que ahora se balancean sueltas, aunque en el pasado debieron de estar unidas por un tablón: un columpio infantil.

Es marzo, un día soleado y frío. Ann se sienta ante el volante y cierra la portezuela sin hacer ruido. Se abrocha el cinturón de seguridad y baja la ventanilla, de modo que le caen unas gotitas en el regazo. Con la yema de un dedo toca las manchas húmedas y mentalmente las une con líneas para trazar una silueta en el muslo. La forma le recuerda a un ratón, o al menos a un ratón dibujado por un niño, con una cara triangular y una larga cola enroscada. Hace nueve años, cuando Wade todavía estaba casado con Jenny y aún vivían sus dos hijas, una ratona se metió por el tubo de escape hasta llegar al compartimento del motor y construyó su nido en el colector. Ann se dice que es extraño que Wade probablemente se acuerde de la ratona, del ruido de sus patitas cuando correteaba bajo el capó, y sin embargo haya olvidado el nombre de su primera esposa. O eso parece a veces. En cambio, la ratona… La ratona sigue muy viva en la memoria de Wade.

Pocos años después de casarse con él, Ann encontró en el estante superior de un armario, dentro de una caja de herramientas, un par de guantes de gamuza. Eran mucho más bonitos que los de trabajo que Wade solía ponerse, y parecían nuevos, aunque olían a quemado. Fue así como se enteró de la historia de la ratona. Preguntó a Wade por qué los tenía guardados en el armario en vez de usarlos, y él respondió que deseaba conservar el olor.

¿Qué olor?

El de un nido de roedores quemado.

El último olor del pelo de su hija.

Ya hace mucho que él no habla de esas cosas. Dejó de contarle detalles de la muerte de su hija al ver que a Ann se le quedaban grabados. Es probable que crea que ella se ha olvidado de los guantes, pues ha transcurrido mucho tiempo, pero se equivoca. Los guarda en el despacho de arriba, en el archivador, con los papeles. Ann ha entreabierto el cajón lo justo para verlos.

Probablemente la ratona pasó en la camioneta todo el invierno de aquel último año en que Wade estuvo casado con Jenny, el último en que May estuvo viva y June a salvo. Ann imagina al animalillo yendo y viniendo por la nieve de la camioneta al granero, llevando en la boca heno, material de aislamiento o relleno de las camas de los perros para agrandar el nido y pariendo con la llegada de la primavera. A buen seguro algunas crías morirían al poco de nacer y pasarían a formar parte del nido, sus minúsculos huesos como briznas de paja. Y acudieron otros ratones: si se acercaba la oreja al capó, se les oía moverse. A las niñas les gustaba hacerlo.

Bueno, al menos eso imagina Ann.

Un día de agosto, toda la familia subió a la camioneta. Wade iba sentado donde ahora está Ann, al volante, con Jenny al lado y sus hijas, June y May, de nueve y seis años, apretujadas detrás con una botella de limonada y vasos de poliestireno en los que hacían dibujos con las uñas. Sin duda las ni­ñas querrían ir en la caja del vehículo, pero su madre les habría ad­vertido de que en carretera era peligroso. Así pues, estaban en la cabina, frente a frente, cada una con la espalda apoyada en una ventanilla, entrechocando las rodillas y seguramente peleándose.

Se olvidaron de los ratones. Al principio, mientras circulaban despacio por caminos de tierra, no notaron nada, pero en cuanto enfilaron la carretera de su pueblo, Ponderosa, un olor a descomposición y pelo quemado, a piel y semillas chis­porroteando sobre un motor caliente, entró por el conducto de ventilación e invadió la cabina, hasta que las niñas empezaron a tener arcadas y a reír y a sacar sus pecosas naricitas por la ventanilla.

Tuvieron que continuar con las ventanillas bajadas y soportar el olor durante la hora siguiente, mientras atravesaban Nez Valley, dejaban atrás Athol y Careywood y subían por una larga carretera casi hasta la cumbre del monte Loeil, donde ya tenían los leños de abedul cortados y apilados, listos para cargarlos en el vehículo. El olor a quemado había impregnado los guantes de Wade y el pelo y la ropa de todos. Ann imagina a June y May esperando al sol mientras su madre arrastra los troncos hasta la caja de la camioneta, donde el padre los va colocando. Apoyadas contra las ruedas, las niñas se dan palmadas en las piernas para ahuyentar a los tábanos y derraman la limonada en la tierra.

El olor debió de persistir en el trayecto de vuelta. Es la única constante. Conecta dos hechos que Ann no consigue conectar de otra manera: la subida a la montaña y el descenso. Ann va allí para tratar de entender ese viaje de regreso.

Wade tuvo que considerar varias cuestiones antes de tomar el control e ir en busca de ayuda. Cuestiones prácticas, como, por ejemplo, cerrar la compuerta trasera para que los troncos no se cayeran. Tuvo que acordarse de levantar la manija y luego empujarla hacia dentro, pues ese era el truco. Que Wade se acordara, que sus dedos lograran hacer lo que debían hacer incluso en medio del horror que lo embargaba, es uno de los motivos por los que Ann lo ama. Quizá algún día todo se borre de la mente de Wade salvo el truco del tirador de la compuerta, pero ella seguirá amándolo.

Ann se dice que habría sido muy fácil que Wade se perdiera en el trayecto de regreso, pues se habían perdido de mala manera en el de ida. ¿Cómo pudo reconocer algo del entorno? Los caminos angostos y cubiertos de hierba, las señales de tráfico clavadas de cualquier modo en los árboles: le parecía increíble que Wade hubiera sabido interpretarlas una hora antes. Todo le parecía increíble: el cielo estival, el chasquido de las ramitas bajo las ruedas de la camioneta; el olor a grasa y a madreselva; la ventanilla empañada por el aliento de Jenny.

A Ann no le ha quedado más remedio que imaginar la mayor parte de los hechos, todo salvo lo que Wade le contó y lo que oyó en la televisión. Al principio tuvo que contenerse para no encender la radio ni el televisor, pues quería saber lo que tuviera que saber solo a través de Wade. Aceptaría lo que él quisiera contarle. No se pondría a investigar; no haría preguntas.

Pero todo ha cambiado ahora que los recuerdos de Wade empiezan a borrarse. Antes de que pierda la memoria del todo, Ann quiere preguntarle si Jenny y él h

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