La vida, después. Premio Nobel de Literatura 2021

Abdulrazak Gurnah

Fragmento

Capítulo 1

1

Jalífa tenía veintiséis años cuando conoció al mercader Amur Biashara mientras trabajaba para una modesta casa de préstamos propiedad de dos hermanos guyaratíes. Los prestamistas indios eran los únicos que tenían tratos con los mercaderes locales y se adaptaban a su forma de comerciar. Los grandes bancos pretendían imponer el papeleo, los avales y las garantías a la hora de gestionar los negocios, algo que los mercaderes locales no siempre veían con buenos ojos, pues se valían de redes y asociaciones invisibles para el común de los mortales. Los hermanos daban trabajo a Jalífa porque estaba emparentado con ellos por parte de padre. Decir que estaban emparentados tal vez sea exagerar, pero su padre también era de Guyarat, lo que para el caso venía a ser lo mismo. La madre de Jalífa era una campesina a la que su padre había conocido mientras trabajaba en la finca de un gran terrateniente indio donde pasó la mayor parte de su vida adulta, a dos jornadas de distancia de la ciudad. Jalífa no parecía indio, o cuando menos no se parecía a los indios que vivían en esa parte del mundo: la tez, el pelo, la nariz, todo ello recordaba a su madre africana, pero no dudaba en presumir de linaje cuando le convenía: «Sí, sí, mi padre era indio. Quién lo diría, ¿verdad? Se casó con mi madre y le fue fiel durante toda la vida. Los hay que tontean con las mujeres africanas hasta que mandan venir una esposa de la India y entonces las abandonan, pero él nunca se desentendió de mi madre.»

Su padre se llamaba Qásim y había nacido en una pequeña aldea de Guyarat donde había ricos y pobres, hindúes, musulmanes e incluso algunos cristianos de la etnia sidi. La familia de Qásim era musulmana y pobre, y él un muchacho diligente acostumbrado a pasar privaciones. Lo enviaron a la escuela coránica de la aldea y más tarde a un centro de enseñanza público de la ciudad más cercana donde las clases se impartían en guyaratí. Su padre era recaudador de impuestos en las zonas rurales y opinaba que había que enviar a Qásim a la escuela para que también llegara a ser recaudador o tomara otro oficio igual de respetable. El padre no vivía con la familia, sólo los visitaba dos o tres veces al año, por lo que la madre de Qásim había tenido que ocuparse no sólo de los cinco hijos del matrimonio, sino también de la suegra, que estaba ciega. Él era el mayor de los hermanos, dos varones y tres chicas. De éstas, las dos más jóvenes habían fallecido siendo niñas. El padre les enviaba dinero de vez en cuando, pero debían valerse por sí mismos en la aldea y aceptar cualquier trabajo que encontraran. Cuando Qásim se hizo un poco mayor, los profesores de la escuela guyaratí lo animaron a solicitar una beca en una escuela secundaria de Bombay donde las clases se impartían en inglés, y a partir de entonces su suerte empezó a cambiar. Su padre y otros parientes pidieron un préstamo para proporcionarle el mejor alojamiento posible en Bombay mientras estudiaba. Con el tiempo, su situación mejoró porque alquiló una habitación en casa de un compañero cuya familia lo ayudó a buscar trabajo dando clases particulares a estudiantes más jóvenes. Con las escasas annas que ganaba, contribuía a su manutención.

Al poco de concluir los estudios secundarios, le ofrecieron unirse al equipo de contables de un terrateniente en la costa africana. La oportunidad, que prometía una forma de sustento y quizá también alguna que otra aventura, llegaba como caída del cielo. El encargado de hacerle llegar tan generosa oferta fue el imán de su aldea natal. Al parecer, los antepasados lejanos del terrateniente procedían de esa misma aldea y siempre que necesitaba un contable iba a buscarlo allí, pues así se aseguraba de dejar sus asuntos en manos de empleados leales cuya suerte dependía de él. Todos los años, durante el mes del ayuno, Qásim enviaba al imán de su aldea natal una suma de dinero que el terrateniente iba apartando de su salario para que la hiciera llegar a su familia. Nunca regresó a Guyarat.

Ésta era la historia que el padre de Jalífa le contaba sobre las penalidades de su propia niñez. Se las contaba porque eso es lo que suelen hacer los padres y porque quería que el chico aspirara a más. Le enseñó a leer y escribir en el alfabeto latino y le transmitió nociones básicas de aritmética. Cuando Jalífa se hizo un poco mayor —tendría entonces unos once años—, lo envió a estudiar a una ciudad cercana con un profesor particular que le enseñó matemáticas, contabilidad y cuatro nociones de inglés. De este modo, hizo realidad las ambiciones que su padre había traído consigo de la India pero no había podido cumplir.

Jalífa no era el único alumno del profesor particular, sino que eran cuatro en total, todos ellos jóvenes indios. Se alojaban en su casa y dormían en el suelo del vestíbulo de la planta baja, debajo de la escalera, donde también les servían la comida. No les estaba permitido subir a la primera planta. El aula era una habitación pequeña con esterillas en el suelo y una ventana con rejas, demasiado alta para que vieran lo que había al otro lado, aunque sí alcanzaban a oler el albañal que pasaba detrás de la casa transportando aguas residuales. El profesor cerraba el aula con llave y la trataba como un espacio sagrado que debían barrer y limpiar todos los días antes de empezar las clases, que se impartían a primera hora de la mañana y de nuevo al atardecer, antes de que se fuera la luz. El profesor siempre se echaba una siesta a primera hora de la tarde, después de almorzar, y las clases se interrumpían con la puesta del sol para ahorrar en velas. En sus ratos libres, los chicos buscaban trabajo en el mercado o el muelle, o bien deambulaban por las calles de la ciudad. Jalífa no sospechaba siquiera con qué nostalgia recordaría esos tiempos posteriormente.

Empezó los estudios con el profesor particular el año que los alemanes llegaron a la ciudad y permaneció en su casa durante los cinco años siguientes, marcados por la revuelta de Abushiri, en la que mercaderes árabes y suajilis —tanto los que comerciaban a lo largo de la costa como los que se internaban en el continente con sus caravanas— se alzaron en armas contra los alemanes, que se habían erigido en amos de la región. Alemanes, británicos, franceses, belgas, portugueses, italianos y todos los demás se habían reunido ya para repartirse el continente trazando mapas y firmando tratados, de modo que a nadie inquietó demasiado aquella revuelta que el coronel Wissmann y su recién formada schutztruppe se encargaron de reprimir. Tres años después de la revuelta de Abushiri, mientras Jalífa concluía sus estudios con el profesor particular, los alemanes se vieron inmersos en otra guerra interna, esta vez contra los hehe, bastante más al sur. Al igual que los mercaderes liderados por Abushiri, los hehe se negaban a acatar la dominación germánica, aunque demostraron una mayor resistencia que aquéllos y causaron numerosas bajas entre los soldados de la schutztruppe, que los castigaron con determinación y ensañamiento.

Para regocijo de su padre, Jalífa resultó tener un don natural para leer, escribir y llevar los libros. Siguiendo el consejo del profesor particular, Qásim

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